Ve, Francisco, y repara mi
Iglesia en ruinas»/ José Bono fue presidente del Congreso de los Diputados, ministro de
Defensa y presidente de Castilla-La Mancha.
Publicado
en El
Mundo | 18 de marzo de 2013
La tarde
del pasado miércoles 13 de marzo, tras saber que salía humo blanco por la
chimenea de la Capilla Sixtina, fui un espectador más con la mirada clavada en
el televisor. Millones de personas nos supimos unidos por la misma emoción, por
el deseo de saber el nombre del nuevo Papa y por la esperanza de que un nombre
reforzase nuestra fe. Sí, su nombre era lo que esperábamos. Lo que ignorábamos
era que al elegir llamarse Francisco, iba a decirnos algo más, mucho más que un
nombre.
Francisco
ha decidido llamarse. Y, «Francisco» es todo un programa. Como ha dicho el
padre general de la Compañía de Jesús, «el nombre de Francisco evoca su
espíritu evangélico de cercanía a los pobres, su identificación con el pueblo
sencillo y su compromiso con la renovación de la Iglesia».
En las
crónicas franciscanas puede leerse que San Francisco de Asís, allá por el año
1205, tuvo una visión delante del crucifijo. Escuchó al Señor que le decía:
«Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas». Francisco se puso manos a la
obra y restauró el templo de San Damián. Pero pronto comprendió que el mandato
no era restaurar un edificio sino cambiar la Iglesia.
Cuando se
presentó Francisco ante Inocencio III en solicitud de su aprobación para
«reparar la Iglesia», como Dios le había pedido, se dice que tuvo lugar la
siguiente escena: Después de mostrarle a Francisco las riquezas amasadas por la
Iglesia, el Papa Inocencio III le dijo: «Ya ves, la Iglesia ya no puede decir
que no tiene oro ni plata como dijo San Pedro al mendigo tullido». A lo que
Francisco replicó: «Cierto, pero la Iglesia tampoco puede decir ya ‘En el
nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda’». La Iglesia se había
convertido en un rico imperio de poder terrenal. El Papa era un monarca
absoluto con todo el poder del oro y de la plata, pero el Nazareno era un
extraño en aquellos palacios. La Iglesia no podía reconocerse en la sencillez
de Belén.
El Papa
Inocencio III vio en sueños la ruina eclesial representada en la basílica de
San Juan de Letrán, que se estaba derrumbando y un hombre insignificante, el
religioso Francisco, la aguantaba con su espalda. Inocencio III escuchó
paternalmente impresionado a Francisco y el cardenal Juan de San Pablo advirtió
al Papa: «Si rechazamos la demanda de este pobre que no pide sino la
confirmación de la forma de vida evangélica, haremos una injuria al mismo
Evangelio de Cristo». Inocencio III puso orden en una Iglesia arruinada
moralmente.
Ocho
siglos después de estos sueños, L’Osservatore Romano nos dice que el Papa era
un pastor rodeado de lobos y el propio Benedicto XVI manifiesta que le faltan
fuerzas no solo físicas, sino «espirituales». Con humilde sinceridad también nos
dice el Papa algo parecido a lo que manifestó al salir de su visita al campo de
exterminio nazi de Auschwitz: «¿Dónde estabas Señor cuando estas cosas
ocurrían?» Al dejar el Papado confiesa que alguna noche le ha parecido que «el
Señor estaba dormido».
Resulta
entrañable que el Sumo Pontífice tenga la humildad de reconocer que hubo noches
que no encontró al Señor.
Este
llano y modesto lenguaje, impropio de poderosos, contrasta con las
deslumbrantes estancias vaticanas, con los pomposos ropajes y riquísimos
pectorales de oro al servicio de un aparato eclesial concebido para contener,
para frenar. La Curia romana contiene al episcopado, el episcopado frena al
clero, el clero contiene a los laicos… Las palabras de un Benedicto XVI
dimisionario y sin fuerza espiritual no parecen propias de un hombre de la
Curia y algún purpurado lo ha puesto de manifiesto. La verdad es que el
espíritu curial está muy alejado de la sencilla razón del dimisionario al que
muchos han interpretado que quería decir: me voy porque ya no os aguanto, ya no
puedo más con vosotros.
A los 12
días de marcharse el Papa Benedicto, 115 cardenales entraban en la Capilla
Sixtina cantando las letanías e invocando al Espíritu Santo. El espectáculo era
litúrgicamente asombroso y deslumbrante. La emoción escénica, difícil de lograr
en ninguna otra ceremonia del planeta. El sentimiento de muchos purpurados,
sublime y envidiable. Sin embargo, entre ellos también irían los lobos que
acosaban a Benedicto. Las ovejas negras cubiertas de púrpura y en procesión
hacia el Cónclave no pensaban en Francisco, ni en la Iglesia que están
arruinando. Posiblemente pensaban en la elección, no de un pastor, sino de un
poderoso jefe de Estado. Sí, de un monarca absoluto al que los soldados
presentan armas; sus nuncios tienen rango de embajadores y su Estado posee un
banco que dirige un fabricante de barcos de guerra.
Sin
embargo, la elección de Francisco ha roto esquemas. El Espíritu Santo ha tenido
tarea, ha debido emplearse a fondo porque es difícil imaginar a ciertos cardenales
eligiendo a un jesuita argentino, que despreciando la parafernalia del poder
temporal parece suponer un punto de inflexión en la vida de la Iglesia. Un
cambio de ciclo. Esta elección no se explica sin la presencia de un Espíritu
nuevo que parece haber fulminado miles de toneladas de prejuicios que pesan
sobre la Iglesia católica. Un Papa en plenitud de facultades mentales ha
planteado un relevo ejemplar y los cardenales que lo votaron -un Papa como
Francisco no pudo tener, por su bien, el voto de algunos electores- ha
antepuesto, al menos aparentemente, el interés de millones de fieles sobre los
intereses creados de las organizaciones intestinas vaticanas. En definitiva,
como dijo Dante de San Francisco: «Nacióle un sol al mundo». Ha nacido la esperanza
en la Iglesia.
La
elección de Francisco parece evocar aquella visión de hace ocho siglos: «Ve,
Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas».
No
pretendo ser original después de los mares de palabras y voces que se han
escuchado sobre el nuevo Papa. Por ello dejo simplemente volar mis emociones y
sentimientos al observar los primeros pasos del Papa desde que se abrieron las
cortinas del balcón de San Pedro. Un sentimiento que, como creyente, no me
cuesta compartir.
Ya en la
antesala del balcón, desde el escalón de la duda, un metro atrás de la
balaustrada de mármol, hasta que se hizo con el micrófono, intuí en el nuevo
Papa un humilde servidor de Dios. Un hombre llano, sencillo, humano. Hasta
parece sentirse reconfortado con su imperfección, como cualquier ser humano. El
Papa pasó de la emoción contenida, paralizante, de saberse observado por la
mayoría del planeta a, en apenas segundos, saber conectar su mundo con el
mundo. Vi en él un hombre austero, cercano y dialogante. Nada de arrogancia.
Habló con educación, con respeto, con humildad. Intuyo en él a una persona a la
que le costará elevarse sobre los demás, pues sus convicciones más profundas
deambulan a ras del suelo. Se mostró inteligentemente generoso al solicitar una
oración por su antecesor, el Papa cesante más vivo de la Historia. Después
agachó la cerviz para pedir también una oración por él. Acto seguido habló como
si fuera uno más, un creyente perdido en medio de la multitud. «Buenas noches,
que descanséis».
Definitivamente
el hábito hace al monje. Su presencia, de blanco absoluto, sin oro ni plata,
sin muceta, sin báculo… parecía decirnos «nada de lo que no llevo, necesito».
Ha sobrevolado el cuarto de dagas italianas y la armería palaciega, no parece
querer usar los títulos pontificios de Príncipe de los Obispos, Padre de los
Reyes, Soberano del Estado Vaticano, Patriarca de Occidente, Vicario de Cristo…
solamente Francisco, sin numeración ordinal, propia de reyes y, hasta ahora,
también de los Papas.
«Se
Cristo vedesse» (Si Cristo lo viera). En las calles de Roma, con picardía
italiana traducen así el S.C.V. (Stato della Città del Vaticano) que situado en
la matrícula distingue a los magníficos automóviles de la Curia. Sin embargo,
Francisco viajó en un pequeño vehículo a recoger sus pertenencias y pagar el
hospedaje en la casa que le alojó antes de entrar en el Cónclave. La mirada
fija en su rostro le delata como una persona afectiva, humana,
extraordinariamente sensible, sin doblez. Sus gafas clásicas, de un Gandhi
distraído, parecen ser el antifaz o parapeto de tanta bondad como se le
adivina.
Parece
que Dios le ha bendecido porque vive en humildad. Quienes a diario nos ocupamos
de la propia gloria o grandeza nos alejamos de Dios. Esta ley es la que San
Pablo recuerda a los cristianos de Corinto que preferían una evangelización más
brillante en sabiduría humana y en milagros. «Dios ha escogido lo débil y lo
necio a los ojos del mundo para confundir a los poderosos». ¡Qué desconsuelo y
enojo deben tener los que aplaudieron el gesto inquisitivo de Wojtyla sobre un
Ernesto Cardenal arrodillado y humilde! Los movimientos ultramontanos,
sectarios, integristas y excluyentes de la Iglesia deben estar rezando los
misterios dolorosos porque se les ha aparecido un Papa que no sólo es jesuita
de los de verdad, sino que además se llama Francisco y, como el de Asís, parece
especialista en someter a los lobos.
En su
porte físico se adivina la talla y la envergadura de alguien grande. Visto de
espaldas se le intuye fortaleza y rigor; lo que Benedicto no tenía. «Un Papa,
además de rezar y escribir, tiene que gobernar», me decía un cardenal. Pues
bien, Francisco parece que tomará decisiones. Ya ha tomado las primeras y sólo
los lobos le miran con inquietud.
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