Intensa
alegría popular y también profundo silencios de intensa oración en la ceremonia
del inicio del pontificado del papa Francisco.
Concelebraron
con él, 180 personas entre ellos; todos los cardenales del Colegio cardenalicio
presentes en Roma, los patriarcas y arzobispos orientales no cardenales, el
secretario del Colegio de Cardenales y dos sacerdotes españoles. Asimismo el superior de los Franciscanos José
Rodríguez Carballo y el Prepósito general de la Compañía de Jesús, su exjefe Adolfo Nicolás Pachón S.J.
Antes del
servicio religioso, el nuevo papa ha roto una vez –en una semana- más los
rígidos esquemas del Vaticano, al usar un jeep descubierto -no el papamóvil
blindado acostumbrado- y recorrer durante casi 30 minutos la Plaza de San
Pedro. Incluso bajó del auto para
saludar con un beso a un hombre cuadripléjico, ante la emoción de más casi 200
mil fieles. El cuerpo de la Gendarmería del Vaticano ha cargo de Domenico Giani, esperaban el hecho, sin
embargo, estaban muy inquietos, ya que el fantasma de mayo de 1981 cuando
atentaron contra Juan Pablo II no ha sido exorzizado.
Tras
finalizar el recorrido inició una procesión junto a los patriarcas católicos de
rito oriental y descendió adonde se encuentra la tumba de San Pedro; allí se
encontraban el anillo del pescador y el palio de lana, símbolos del poder
pontificio.
El anillo y el palio fueron llevados a la plaza en procesión, cantando las letanías del Laudes Regiae a cargo del coro de la Capilla Sixtina y del Instituto de Música Sacra vaticano.
El anillo y el palio fueron llevados a la plaza en procesión, cantando las letanías del Laudes Regiae a cargo del coro de la Capilla Sixtina y del Instituto de Música Sacra vaticano.
El decano
del colegio de cardenales, Ángelo Sodano,
puso en el dedo anular derecho del nuevo papa el hoy austero anillo de pescador
y el palio le fue colocado en torno al cuello por el cardenal protodiácono Jean-Louis Taurán. Enseguida, seis cardenales, en nombre de los
207 que integran el Colegio, hicieron acto especial de obediencia al nuevo
pontífice. En esta ocasión fueron: Giovanni
Battista Re y Tarcisio Bertone de la orden de los obispos; Joachim Meisner y Jozef Tonko de la orden de
los presbíteros, y Renato Raffaele Martino y Francesco Marchisano de la orden
de los diáconos.
En la
Plaza estuvieron representantes de 132 países; estuvieron presentes 32 jefes de
Estado –entre ellos el Presidente Enrique Peña Nieto-, 6 reyes, 3 príncipes, 11
jefes de Gobierno. (Al Dr. Mancera se le dispuso un lugar para los invitados especiales
del cuerpo diplomático).
Y como nadie fue invitado sino cada quien se invito, hubo también gente indeseable como el dictador de Zimbabwe, Robert Mugabe sentado muy metros de Angela Merkel y Joe Biden. Mugabe es un ferviente católico y tiene prohibido viajar a los países miembro de la Unión Europea, a excepción del Vaticano que es un estado soberano y no pertenece al bloque europeo.
Y como nadie fue invitado sino cada quien se invito, hubo también gente indeseable como el dictador de Zimbabwe, Robert Mugabe sentado muy metros de Angela Merkel y Joe Biden. Mugabe es un ferviente católico y tiene prohibido viajar a los países miembro de la Unión Europea, a excepción del Vaticano que es un estado soberano y no pertenece al bloque europeo.
Se
destacó la presencia del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomeo I, un
hecho que no ocurría desde hace mil años, desde el Gran Cisma de Oriente en
1054. Bartolomé I es considerado el sucesor de "Andrés el apóstol".
También
había delegaciones judía, musulmana, budista y de otras denominaciones. Las
primeras palabras de Francisco fueron para agradecer su presencia y dirigió un
saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de
tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
El gran
ausente Benedicto XVI, el papa emérito; siguió la ceremonia por TV desde la
residencia de Castelgandolfo la misa de inauguración del pontificado de
Francisco.
El
viernes el papa Francisco almorzará con él.
La Homilía del papa Francisco pronunciada en la solemne
apertura de su ministerio petrino en la plaza de San Pedro, Roma, 19 de marzo de 2013, día de San José
Queridos
hermanos y hermanas:
Doy
gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio
petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la
Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el
onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena
de afecto y gratitud.
Saludo
con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos,
religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos.
Agradezco por su presencia
a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a
los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas.
Dirijo
un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones
oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos
escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había
mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la
la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de
quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia,
como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a
María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también
custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es
figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo
ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con
una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde
su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a
los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María,
su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el
viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en
el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo
en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el
taller donde enseñó el oficio a Jesús.
¿Cómo
vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la
atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no
tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en
la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la
fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa,
pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque
sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es
más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con
realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las
decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la
llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es
el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida,
para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero
la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que
tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a
todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos
dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener
respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos.
Es
custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor,
especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a
menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del
otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como
padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán
en cuidadores de sus padres.
Es vivir con sinceridad las amistades, que son un
recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo,
todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos
afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y
cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por
la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el
corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia
existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro
del hombre y de la mujer.
Quisiera
pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el
ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en
la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los
signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.
Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos.
Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar
quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón,
porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen
y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera
de la ternura.
Y
aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar,
requiere bondad, pide ser vivido con ternura.
En los Evangelios, san José
aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se
percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien
todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de
compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la
bondad, de la ternura.
Hoy,
junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo
Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder.
Ciertamente,
Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres
preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta
mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es
el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez
más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus
ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él,
abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y
ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los
más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad:
al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al
encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.
En
la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza,
creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda
esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz
de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada
hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio
de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el
creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza
que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está
fundada sobre la roca que es Dios.
Custodiar
a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente
a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el
Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados,
para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios
nos ha dado.
Imploro
la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y
san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio,
y a todos vosotros os digo: Orad por mí. Amen.
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