Por Mario Vargas LLosa
Publicado en El País, 28 de julio de 2013
Un
voto de aplauso para el secretario de Estado John Kerry, que, luego de seis
visitas al Medio Oriente, consiguió que el Gobierno de Israel y la Autoridad
Palestina anunciaran que retomarían las conversaciones, interrumpidas desde
hace cerca de tres años. Sólo la presión de Estados Unidos hace posible esta
reanudación del diálogo, ante el cual los dos participantes parecían desganados
y aprensivos. No sin razón: la última vez que lo intentaron, en 2010, la
negociación duró apenas 16 horas y terminó en el fracaso más completo.
¿Habrá
más suerte esta vez con esa llamita que empieza a titilar una vez más en medio
del ventarrón? Hay que desearlo ardientemente, por Israel, por Palestina, por
el Medio Oriente y por el mundo entero, pues si palestinos e israelíes llegan
por fin a un acuerdo sensato y justo para coexistir en la paz y la
colaboración, se habrá resuelto uno de los conflictos más graves y
potencialmente más capaces de sepultar a buena parte del planeta en una guerra
de proporciones cataclísmicas.
Pero,
no hay que engañarse, los obstáculos para este acuerdo son enormes y han
frustrado hasta ahora todos los intentos de lograrlo, pese a que ambas partes
aceptan, en principio, la idea de que dos Estados independientes compartan la
región y se establezca un sistema que garantice de manera inequívoca la
seguridad de Israel. Los problemas comienzan cuando se trata de establecer la naturaleza
y los límites de estos Estados soberanos. La Autoridad Palestina reclama para
el Estado palestino los territorios que la división de la región por las
Naciones Unidas le otorgaba antes de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando
Israel ocupó Jerusalén Oriental y buena parte de Cisjordania, una zona que hoy
día está literalmente sembrada de asentamientos donde viven —armados hasta los
dientes— más de medio millón de colonos israelíes, convencidos de que aquellas
tierras les corresponden por derecho divino y prefiguran lo que será su
designio final: Eretz Yisrael, La Tierra de Israel bíblico, que abarque desde
el Mediterráneo hasta el Jordán. Los colonos no sólo no quieren un Estado
palestino; harán todo lo que sea necesario para impedir que nazca.
Al
movimiento ultra e intransigente de los colonos equivale, en el ámbito
palestino, Hamás, una organización que practica el terrorismo, no reconoce el
derecho a la existencia de Israel, quiere echar a los judíos al mar y tiene en
la actualidad el control absoluto de la Franja de Gaza y un incierto pero
abundante número de partidarios entre los palestinos que viven bajo la
Autoridad del Gobierno de Mahmud Abbas, controlado por Al Fatah, adversario
acérrimo de Hamás. Así como los colonos, cada vez que han querido frenar o
impedir las negociaciones instalan un nuevo asentamiento ilegal que el Gobierno
israelí se siente obligado a proteger enviando al Ejército, Hamás, que ha visto
siempre con hostilidad la posibilidad de una solución pacífica y negociada con Israel,
dispara cohetes desde la Franja de Gaza que causan destrozos y víctimas en
granjas, comunas y ciudades de Israel, lo que, naturalmente, provoca
represalias y encrespa el ambiente hasta hacerlo irrespirable para cualquier
negociación.
Sin
embargo, nada de esto debería bastar para impedir que, por encima o por debajo
del fanatismo, los chantajes y sabotajes recíprocos, se impongan la sensatez y
la razón. Ocurrió ya una vez, cuando los Acuerdos de Oslo pusieron en marcha
una dinámica de paz que levantó enormes esperanzas tanto entre los hombres y
mujeres comunes y corrientes de Israel como en las ciudades palestinas. Yo
estuve allí en esos días de 1993 y la atmósfera que se vivía era exaltante. Y
es probable que, sin el asesinato de Rabin, el proceso hubiera continuado hasta
forjar una paz definitiva.
Resucitó
siete años después, en 2000 y 2001, por insistencia del presidente Clinton, y
probablemente en aquellas conversaciones, primero en Camp David, Washington, y
luego en Taba, Egipto, es cuando estuvo más cerca de forjarse un acuerdo serio
y sostenido entre ambos adversarios. Israel, a través del Gobierno de Ehud
Barak, hizo en aquella ocasión una oferta que Arafat (bueno, la OLP) cometió
una verdadera locura en rechazar, pues proponía devolver cerca del 95% de los
territorios ocupados en la orilla occidental del Jordán y por primera vez
aceptaba que Jerusalén oriental fuera la capital del futuro Estado palestino.
El rechazo de esta oferta, que implicaba muy importantes concesiones de lo que
hasta entonces había sido la postura de todos los gobiernos israelíes, tuvo
efectos trágicos. El peor: la opinión pública israelí, profundamente frustrada
por lo ocurrido, concluyó que un acuerdo era simplemente imposible y que Israel
no tenía otro camino que imponer la paz a su manera. Eso explica la subida al
poder de Sharon, con la tesis de que la solución la buscaría Israel por la
fuerza, y luego de Netanyahu y el desplome monumental del movimiento pacifista
de Paz Ahora y la izquierda más conciliadora israelí. Aquel fracaso, además de
las acusaciones de corrupción y mal gobierno, contribuyó también decisivamente
a debilitar a Al Fatah y permitir el crecimiento de Hamás y a popularizar su
prédica extremista contraria a todo acuerdo.
Ese es
el impasse del que pretenden sacar a la región los esfuerzos del Gobierno del
presidente Obama. Israel ha anunciado, en señal de buena voluntad, que
excarcelará a cerca de un centenar de presos palestinos, algunos detenidos
desde antes de los Acuerdos de Oslo de 1993. El ministro Yuval Steinitz ha
precisado que entre los liberados “habrá algunos pesos pesados”. También ha
hecho saber que las conversaciones tendrán lugar en Washington, a partir de la
próxima semana, y que presidirá la delegación de Israel la ministra de
Justicia, Tzipi Livni, y la de la Autoridad Palestina, el antiguo negociador
Saeb Erekat.
Otro
de los grandes obstáculos para el acuerdo es la exigencia palestina del
“derecho al regreso” de los varios millones de refugiados que, desde la guerra
de 1948, debieron exilarse y viven dispersos por el mundo, a veces en campos y
en condiciones misérrimas como en el Líbano. Su número es incierto, pero
oscilaría entre tres o cuatro millones de personas. Israel sostiene que, si
reconociera ese derecho, el país dejaría de ser un Estado judío y se
convertiría en un Estado palestino, porque la población de este origen
superaría largamente a la hebrea. Alega, además, no sin razón, que, al igual
que los palestinos, cientos de miles de judíos han sido expulsados desde 1948
de Egipto, Irán, Irak, Yemen, Libia y demás países musulmanes.
Se
podría seguir enumerando durante mucho rato todos los peligros que convierten
en un campo minado la negociación entre palestinos a israelíes. Y, sin embargo,
sería absurdo adoptar al respecto una actitud pesimista. Vivimos en una época
en la que hemos visto convertirse en posibles cosas que parecían imposibles,
como la transformación pacífica de África del Sur en un país multirracial y
democrático, o la conversión de China Popular —el más radical de los Estados
colectivistas y estatistas del socialismo marxista— en el valedor más exaltado
del capitalismo (autoritario). A Myanmar (Birmania), una típica satrapía
militar tercermundista, mudada en un régimen que motu proprio decidió
reformarse y orientarse hacia la legalidad y la libertad. Ya no es imposible
pensar que Cuba o Corea del Norte puedan mañana o pasado mañana abandonar el
anacronismo ideológico que los está deshaciendo y resignarse a la mediocre
democracia.
Si
este nuevo intento fracasa, acaso no haya una nueva oportunidad, y sigan
reinando la incertidumbre y la inseguridad que los fanáticos de ambos bandos
creen favorecen a sus tesis respectivas. No es así. Si la idea de los dos
Estados —uno palestino y otro israelí— no llega a concretarse, probablemente,
en algún momento del futuro, volverá a incendiarse la región en un conflicto
armado con miles de víctimas y enormes estragos materiales. Se equivocan
quienes piensan que Israel, gracias a su potencia económica y su gran poderío
militar, es ya invulnerable y que la fuerza le garantiza el futuro. Un país no
puede vivir rodeado de enemigos que ansían su destrucción y esperan sólo la
ocasión de hacerle daño. Y los fanáticos que creen que echarán a los judíos al
mar están ciegos: a lo más que pueden aspirar es a provocar un nuevo holocausto
del que serán las primeras víctimas.
En un
excelente artículo en el que pasa revista a todos los desafíos que deben
enfrentar israelíes y palestinos en la negociación que se va a reanudar y
confiesa su propio pesimismo, Roger Cohen, en The New York Times del 23 de
julio, escribía: “Mi corazón sangra. Y, sin embargo, no puedo dejar de oír lo
que debe estar murmurando Mandela en su cama del hospital: ‘Pruébenme que estoy
equivocado, cobardes, decidan de una vez si ganar una discusión es más
importante que salvar la vida de un niño”.
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