La
guerra injusta/Enrique Krauze
Portal de Letras Libres...Octubre
25, 2013
Una
versión en inglés de este texto se publica en el número de noviembre /
diciembre de Foreign Affairs.
Todos
los países confrontan tarde o temprano las culpas de su pasado pero algunos se
toman su tiempo. Es el caso de Estados Unidos. Ante sus tres pecados originales
–la esclavitud, el trato a los nativos americanos y las guerras imperiales–, el
verdadero revisionismo histórico comenzó hace apenas medio siglo. Todavía en
los cincuenta, en la mente popular prevalecía la imagen idílica del Sur
propuesta por Lo que el viento se llevó, y en Más corazón que odio el valiente
y probo Ethan Edwards (John Wayne) podía sacar tranquilamente su pistola para
intentar matar a la pequeña Debbie (Natalie Wood) secuestrada años atrás por
los comanches y por ello irremisiblemente perdida para la cultura del hombre
blanco y civilizado. La pasión crítica de la generación de los sesenta, el
movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam modificaron el
pasado. De entonces para acá la producción académica, editorial, museográfica y
cinematográfica que corrige la óptica racista de la esclavitud y las guerras
indias ha sido cada vez más valiosa y abundante.
Con
la historia del militarismo imperial ocurre un fenómeno más ambiguo. Parecería
que la literatura histórica y la cinematografía acompañan los zigzags de la
política exterior. Si bien Vietnam provocó un vasto autoexamen nacional, las
guerras posteriores al 9/11 vieron aparecer libros que reivindicaban el espíritu
bélico de Teddy Roosevelt y sus “espléndidas pequeñas guerras” en el Caribe. En
los últimos años, tal vez debido al desastroso involucramiento en Iraq, el
péndulo ha oscilado de nuevo hacia la consideración de los errores y los
crímenes. En este marco moral se inscribe el excelente libro de Amy S.
Greenberg sobre la primera aventura imperial de Estados Unidos, la que por más
de un siglo se conoció como “la guerra mexicana” (“the Mexican war”) y que
Greenberg rebautiza como “a wicked war” (“una perversa guerra”), que es
exactamente como Ulysses S. Grant (que participó en ella igual que Sherman,
Jackson y Lee) se refería a ella en 1879:
No
creo que haya habido una guerra más perversa que la que emprendió Estados
Unidos contra México. Lo creía entonces, cuando era solo un joven, pero no tuve
el suficiente valor moral para renunciar.
Esa
no fue la opinión de Justin H. Smith, cuyo libro The war with Mexico (Premio
Pulitzer de 1920) sostenía que la guerra “había sido deliberadamente provocada
por acto y voluntad de México”. La idea de un México “belicoso” prevaleció
hasta principios de los setenta, incluso en autores sólidos como David
Pletcher, que todavía en 1973 explicaba “clínicamente” el conflicto: “México
era un país enfermo, aquejado por el equivalente nacional a la gota, la fiebre
intermitente y la parálisis progresiva [...] Su enfermedad inspiró en su
ambicioso vecino más avidez que compasión.” Por su parte, la historiografía
mexicana ha refutado desde siempre esas supuestas causas documentando factores como
la larga data del expansionismo estadounidense, el frenesí que provocó en los
años cuarenta la idea casi religiosa del Destino Manifiesto y la incidencia de
los intereses del Sur en atizar el conflicto para ensanchar el número de
estados esclavistas.
De
entonces para acá han aparecido varias obras estimables sobre diversos aspectos
de la guerra. Quizá la más completa por su cobertura detallada del aspecto
militar y su atención a las fuentes mexicanas sea Eagles and empire, de David
A. Clary (2009). Con todo, por su extensión y prolijidad, no deja de ser una
historia especializada. Había espacio para una historia narrativa que con
sensibilidad y equilibrio introdujera al lector general en aquel remoto y casi
olvidado drama entre las dos jóvenes repúblicas americanas. En A wicked war,
Amy S. Greenberg logra ese propósito mediante un eficaz artificio biográfico:
contar la guerra a través de la vida de cinco personajes estadounidenses
marcados por ella.
El
primero es el presidente James K. Polk, el metódico y obsesivo político de
Tennessee, antiguo presidente de la Cámara de Representantes y protegido de
Andrew Jackson que, acompañado por Sarah, su imperiosa mujer, manejó
milimétricamente la guerra de principio a fin y con tal obsesivo tesón que
murió a las pocas semanas de dejar el poder. Frente a él, como en un drama
griego, se alzó el célebre tribuno Henry Clay, a quien Polk venció
sorpresivamente en las elecciones de 1844. Clay, cabeza del partido Whig, se
opuso a la inminente anexión de Texas (pactada con los texanos por el
presidente saliente John Tyler) porque sabía que conduciría a una guerra que
consideraba innecesaria e injusta pero nunca imaginó que su propio hijo, Henry
Clay, Jr., moriría en ella. También en la guerra moriría un personaje menos notorio,
John J. Hardin, exsenador por el distrito de Springfield, Illinois, que quiso
emular en México las hazañas de su padre y abuelo en las guerras de
Independencia de 1812 y las guerras indias. Su contrincante de partido era el
joven abogado Abraham Lincoln, cuarta figura del elenco. La guerra, a la que se
opuso, lo tocó muy tangencialmente pero contribuyó a perfilar su ideario
político. El personaje final es Nicholas Trist, secretario sucesivo de Thomas
Jefferson (casó con su nieta) y de Jackson, que Greenberg rescata del olvido
pero que merecería una estatua en ambos países por su contribución a la paz.
Greenberg
no teoriza sobre las causas de la guerra, prefiere narrar vívidamente la
concatenación de hechos que la precipitaron. En 1844, la victoria presidencial
de Clay (después de dos intentos infructuosos) parecía asegurada. Pero su
archirrival demócrata Jackson indujo entre los suyos la improbable candidatura
de Polk, que resultó popular por su apoyo a la anexión de Texas y su abierto
mensaje expansionista. Las elecciones de fines de 1844 fueron cerradísimas. Si
el abolicionista Partido de la Libertad no hubiera restado votos a Clay en
Nueva York, la historia habría sido distinta. Clay representaba la posibilidad
de una relación política y diplomática paciente y respetuosa (no bélica y menos
imperial) con las frágiles repúblicas hispanas de América. La guerra con México
fue el presagio de la actitud que terminó por consolidarse en 1898, con la
guerra en Cuba y Filipinas. No es casual que el biógrafo de Clay haya sido uno
de los más lúcidos críticos del imperialismo a principios del siglo xx: Carl
Schurz.
La
psicología política de Polk –profeta armado del Destino Manifiesto– fue un
factor decisivo. Estaba convencido de que “era la voluntad de Dios que las
tierras más ricas de México, en especial la franja fértil a lo largo del
Pacífico, pasaran de manos de sus residentes inquietos a los blancos laboriosos
que saben custodiar mejor sus recursos”. Quizá no quería la guerra en sí misma
pero, teniendo varias opciones para negociar los temas contenciosos con México
(pago de reclamaciones, frontera de Texas), escaló el conflicto hasta provocar
la chispa que precipitó la violencia. Se trataba, según Polk, de una guerra
justa, provocada por los mexicanos incapaces de cumplir sus deudas y
absurdamente reacios a vender (como Francia y España habían vendido Louisiana y
la Florida) un territorio que comprendía Nuevo México y California y que
evidentemente no podían poblar, aprovechar ni gobernar.
Estados
Unidos, una república joven que, como la mexicana, acababa de conquistar con
una guerra su independencia, ¿habría accedido a vender territorio? Polk no se
hacía esas preguntas porque veía a los mexicanos como seres inferiores racial e
intelectualmente, a los que había que enseñar a “respetar”. “El concepto de
justicia que tenía Polk –aduce Greenberg– fue moldeado indudablemente por su
experiencia como dueño de esclavos [...] Como sucedió con los dueños de
esclavos más conservadores en la década de 1840, Sarah y James Polk creían que
el dominio de los blancos sobre los negros era parte del plan divino. El
dominio de los fuertes sobre los débiles, y de los blancos sobre los negros o
los mestizos, no solo era una realidad de la esclavitud, sino, a sus ojos, era
lo correcto.”
Lo
significativo es que esta idea de supremacía racial fue compartida por una
vasta mayoría del electorado americano que apoyó con entusiasmo la guerra con
México. No faltaron desde el principio voces disidentes, aun de personajes tan
contrarios entre sí como el esclavista John C. Calhoun (que acuñó la frase “la
guerra del señor Polk”) y el expresidente John Quincy Adams (que veía esa
escandalosa guerra como un complot de los esclavistas para dominar el
Congreso). Y aún en el teatro mismo de la guerra, Zachary Taylor, el viejo
comandante de la fuerzas americanas que iniciaría las hostilidades en la
frontera, pensaba que “la anexión es insidiosa como política y perversa como
hecho”. Su amigo el teniente coronel Ethan Allen Hitchcock reconoció: “No tenemos
una sola partícula de derecho para estar aquí [...] Da la impresión de que el
gobierno envió un pequeño contingente con el propósito de desatar una guerra,
para entonces tener el pretexto para tomar California y tanto territorio como
desee de este país.” Pero la explosión paralela de la población (alrededor de
veinte millones en 1845) y la imprenta en Estados Unidos (en la prensa,
folletines, novelas, historias) convergieron en la gran causa nacional de la
guerra hasta hacerla un fenómeno cultural sin precedente. Walt Whitman, editor
de un diario demócrata en Brooklyn, expresó aquel fervor con aliento profético:
“¡México debe ser cabalmente castigado! [...] Avancen nuestras armas con un
espíritu que enseñará al mundo que, si bien no buscamos pendencias, los Estados
Unidos sabemos aplastar y desplegarnos.”
El
autoengaño colectivo era evidente. A despecho de algunas bravatas en la prensa
y el Congreso, lo último que México quería era la guerra, que asumió finalmente
como una fatalidad y como la única respuesta honrosa posible. Pero Whitman –con
toda su autocomplacencia moral– reflejaba el ánimo del público y anticipaba la
historia: aplastar y desplegarse.
*
Esta
guerra injustificada duró propiamente del 24 de abril de 1846 (día que en se
abrieron hostilidades en Matamoros) hasta el 16 de septiembre de 1847 (día de
la independencia en el que los mexicanos vieron ondear en el Palacio Nacional
–en palabras de un eminente historiador– “el odiado pabellón de las barras y
las estrellas”). Dos contingentes americanos cerraron pinzas, por mar y tierra,
en el segundo semestre de 1846 para capturar los puertos de la Alta California
y el territorio de Nuevo México. En 1847, el escenario principal fue el norte y
centro del país. La fuerza comandada por Taylor avanzó desde la frontera
barriendo Monterrey de manera sangrienta (20-24 de septiembre de 1846) hasta
batirse con el ejército mexicano comandado por Santa Anna en la primera batalla
mayor (La Angostura, 22-23 de febrero de 1847). Aunque no hubo un triunfador
claro, el público americano exaltó hasta niveles míticos la figura de Taylor.
Polk, que recelaba de él (con razón: lo sucedería en la presidencia), dispuso
transferir parte de sus fuerzas al Golfo de México, donde el general Winfield
Scott acometería el cerco al puerto de Veracruz (9-29 de marzo de 1847) y a
partir de ahí recorrería por cinco meses la ruta de Hernán Cortés hasta la
ciudad de México. (De hecho, muchos soldados se veían a sí mismos émulos de los
conquistadores españoles y traían consigo el reciente libro de Prescott sobre
la Conquista.) Luego de librar la decisiva batalla de Cerro Gordo (18 de abril
de 1847), a mediados de agosto los estadounidenses llegaron al Valle de México
donde se librarían cuatro batallas históricas y sangrientas: Padierna, Churubusco,
Molino del Rey y Chapultepec, antes de apoderarse de la ciudad de México.
Después de meses de tensa ocupación, el 2 de febrero de 1848 se firmaron los
Tratados de Guadalupe Hidalgo en los cuales México aceptaba que su frontera con
Texas era el Río Grande y cedía por quince millones de dólares (tres al
contado, el resto a plazos) los territorios de Nuevo México y California. Polk
habría querido añadir al paquete Baja California. Y había voces que pedían la
anexión total del país. Pero gracias a Trist, que terminó por actuar así por su
cuenta, el arreglo fue menos brutal. “Para Trist –dice Greenberg– la invasión
norteamericana de México y su ocupación de la capital fue ‘algo de lo que todo
americano sensato debe sentirse avergonzado’.” Y no era el único en sentir
vergüenza: “Siento pena por el pobre México”, escribió Grant a su novia. Las
últimas tropas estadounidenses salieron de Veracruz el 2 de agosto de 1848.
El
libro de Greenberg tiene dos méritos mayores: su empleo de testimonios
personales de la guerra y su registro de las atrocidades cometidas por los
norteamericanos (en particular los voluntarios) a su paso por el país. Se trata
de una historia que no ha sido contada en detalle, ni siquiera por autores
mexicanos. En el norte de México ocurrió esta escena, perpetrada por
voluntarios de Arkansas:
La
cueva estaba llena de voluntarios, que gritaban como locos, mientras que en el
suelo pedregoso yacían más de veinte mexicanos, moribundos y muertos en charcos
de sangre, mientras que las mujeres y los niños se abrazaban a las rodillas de
los asesinos e imploraban piedad [...] Casi treinta mexicanos yacían masacrados
en el piso, casi todos con la cabellera arrancada. Las grietas de las piedras
se llenaban de sangre que se iba coagulando.
Refiriéndose
precisamente a esos actos, Scott escribió al secretario de Estado en enero de
1847: “Nuestros militares y voluntarios, si solo una décima parte de lo que se
dice es cierto, han cometido atrocidades –horrores– en México, suficientes como
para hacer que el cielo rompa en llanto, y todo americano, de moral cristiana,
se sonroje al pensar en su país. Asesinatos, robos y violaciones de madres e
hijas en presencia de los hombres atados se han vuelto un suceso común a lo
largo del Río Grande.” Sin embargo, un mes después de escribir su carta (contra
todas las reglas internacionales de la guerra) Scott mismo negó a los cónsules
europeos que se lo solicitaban la evacuación de niños, mujeres, ancianos y
enfermos en Veracruz y bombardeó sin misericordia el puerto, destruyendo casas,
iglesias, hospitales. Un testigo escribió el día siguiente al Día de San
Valentín de 1847: “No nos volvamos a quejar de la barbarie mexicana –pobre,
degradada, ‘arrasada por el clero’ como es–. Ningún acto de crueldad inhumana
perpetrado por sus más desesperados bandidos puede superar los actos de ayer,
cometidos por nuestra soldadesca.”
La
lectura paralela de los testimonios que recoge Clary da una idea aproximada de
aquella perversa guerra tal como la vivió la población civil. Abundaron escenas
de violaciones, saqueos, robos, asesinatos en los que las “víctimas [...]
comúnmente eran indios pobres o castas”. Desde Veracruz, el capitán Sydenham
Moore le escribió a su esposa que creía que había más de seiscientos civiles
muertos, “entre ellos, lamento decir, hay muchas mujeres y niños”. A su vez, el
capitán Robert E. Lee le dijo a su esposa: “Mi corazón sangra por los
habitantes.”
Conforme
los reporteros daban cuenta de las atrocidades, en muchas ciudades americanas
el fervor guerrero fue atenuándose hasta convertirse en vergüenza y
repugnancia. El propio Hardin, antes de morir en La Angostura, describía a su
familia la pobreza del país invadido y confesaba sus dudas sobre la
justificación de la guerra. “Los civiles mexicanos [...] siempre nos trataron
con amabilidad”, escribió un oficial con remordimiento. Para apreciar
directamente esa amabilidad basta mirar con atención los daguerrotipos que
reproduce Greenberg, tomados en Saltillo, a principio de 1847. Gente pobre
viendo pasar las caravanas norteamericanas como si fueran seres de otro
planeta, gente pobre posando con ellos, risueña, temerosa. Gente pobre. ¿Estos
eran los feroces enemigos, los representantes de la “raza desleal”, a quienes
había que someter?
Greenberg
conjetura que las atrocidades eran un eco del pasado reciente: las guerras
indias habían dejado su marca sobre las tropas americanas: “cuando se
enfrentaban con una ‘raza desleal’, las reglas de la guerra no se aplicaban. La
venganza, a sus ojos, era justicia”. El propio Scott había participado en las
masacres de indios cherokees en 1838. Sea como fuera, las batallas cruciales de
la ciudad de México dejaron un saldo aún mayor de víctimas. Tras la batallas de
Padierna –recuerda Clary– “lo más perturbador de todo fue ver a las cientos de
soldaderas muertas esparcidas entre los cadáveres de sus hombres”. El Diario
del Gobierno declaró: “Mexicanos, estos son los hombres que nos llaman bárbaros
y nos dicen que vienen a civilizarnos [...] Que los maldigan todos los
cristianos, como ya lo hace Dios.” Mientras tanto, The New York Herald
pontificaba: “Como a las vírgenes de las sabinas, ella [México] pronto
aprenderá a amar a su violador.” Pero ese amor nunca se dio. Las últimas
batallas fueron una carnicería, porque las tropas mexicanas (y muchos
ciudadanos de a pie, armados con piedras y ladrillos) cobraban cara la
invasión. Meses después del cese al fuego, la ciudad vivió aterrorizada por las
imágenes y testimonios de saqueos, asesinatos a mansalva y ejecuciones. El
coronel George Moore de Illinois adelantaba el veredicto histórico que otros
muchos americanos (Thoreau, Emerson, John Quincy Adams, Grant y aun
–atenuadamente– el propio Whitman) tendrían finalmente de la guerra: “La guerra
dejó un reproche sobre nosotros”, Estados Unidos, “que años y años no podrán
remover”.
Entre
todos los testimonios de reprobación, Greenberg destaca el discurso de Clay en
Lexington, Kentucky, a fines de 1847, en el que señaló la responsabilidad de
Polk en provocar una guerra “innecesaria” de “agresión ofensiva” y habló del
“espíritu indómito de aventura” que había derivado en un loco “sacrificio de
vidas humanas... un desperdicio de tesoros humanos... cuerpos retorcidos...
muerte y... desolación”. Clay justifica la postura de México. México, no
Estados Unidos, estaba “defendiendo sus hogares, sus castillos y sus altares”.
Su
voz grave retumbaba –escribe Greenberg–, Clay se inclinaba sobre el podio, y
advertía a su audiencia sobre los peligros de anexar a México, y citaba
ejemplos históricos para probar que el imperialismo inevitablemente llevaba a
la ruina de la nación conquistadora. Se detuvo un largo tiempo en las “funestas
y fatales” consecuencias de emular al Imperio romano, los efectos nocivos que
tenía sobre el carácter el convertirse en un “poder conquistador y belicoso”.
Y
recordó un ejemplo más cercano: “Todo irlandés odia, con odio mortal, a su
opresor sajón”, y trazó un paralelo entre Irlanda y México. ¿Sabía entonces que
un grupo de irlandeses se había pasado a luchar al bando mexicano? ¿Se enteró del
modo en que fueron colgados como desertores en la ciudad de México? Su recuerdo
ha permanecido en nuestra memoria: “el batallón de San Patricio”.
El
discurso de Clay (que exigía al Congreso terminar la guerra sin anexar un acre
de México más allá de la frontera original con Texas) conmovió a su partidario,
el senador de Illinois Abraham Lincoln, que en su intervención exigió señalar
el “punto en particular” (“the particular spot”) en el que, según la versión de
Polk, los mexicanos habían provocado al ejército de Taylor para desatar la
guerra. Su insistencia le valió por años el mote de “Spotty” Lincoln.
*
Greenberg
advierte en su introducción que no abordaría la historia militar. Quizá su
libro se habría beneficiado de disminuir un poco el detalle biográfico de sus
protagonistas (que a veces distrae de la trama central) a favor de un registro
sobre las condiciones materiales y sociales de ambos ejércitos. Las diferencias
eran abismales, no solo en la alta formación de los oficiales (el papel de Lee
como ingeniero inspeccionando la topografía del terreno, al menos en tres
momentos, fue decisivo) sino en el armamento. La movilidad de la caballería
ligera (Flying Artillery[*]) era cinco veces mayor que la de las viejas,
pesadas y mal provistas piezas mexicanas. Y frente a los rifles y pistolas de
repetición americanos poco podían los lentísimos, anticuados y a menudo
inservibles fusiles mexicanos, reliquias de las guerras napoleónicas compradas
en los mercados de Europa. Santa Anna, vilipendiado en la historia mexicana
como un traidor, hizo la hazaña de levantar tres ejércitos sucesivos de casi
veinte mil hombres para las batallas de La Angostura, Cerro Gordo y la ciudad
de México. Pero se trataba de tropas populares, que en el primer caso
recorrieron por días, casi sin víveres ni agua, el helado desierto de San Luis
Potosí y en esas condiciones libraron una batalla digna.
¿Cuántos
militares estadounidenses participaron en la guerra? Aunque las cifras
difieren, Greenberg habla de 59,000 voluntarios y 27,000 regulares. En lo que
sí hay consenso es en el número de muertos: 13,768. Teniendo en cuenta que la
población total era de cerca de veinte millones, se trata de la tasa de
mortandad más alta de Estados Unidos en una guerra exterior en su historia. Las
cifras de muertos mexicanos, tanto civiles como militares, nunca han sido
computadas con precisión, pero es claro que excedieron ampliamente a las de sus
rivales. La población mexicana era entonces de ocho millones de habitantes.
Quizá murió uno de cada doscientos mexicanos.
*
En
México, la reacción inmediata fue una hondísima lamentación. Guillermo Prieto,
que participó como voluntario en la batalla de Padierna, en 1848 publicó
pasajes estremecedores, como este: “Al amanecer el 20 de agosto, los
americanos, volteando nuestra posición por movimientos efectuados con la
velocidad del relámpago, inclinaron su artillería y la nuestra sobre las
fuerzas dispersas que huían por el descenso de las lomas y quedaron regueros de
cadáveres; heridos que se arrastraban moribundos; carros hechos pedazos y
mujeres enloquecidas de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas
perseguidas [...] Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa, en
dirección de Churubusco.”
Otro
testigo de primera mano fue José Fernando Ramírez, nada menos que el ministro
de Asuntos Interiores y Exteriores. Dejó un conjunto de cartas que constituyen
un invaluable diario del conflicto. Leerlo es una tortura. El duelo se
transforma en furia e impotencia. Ramírez repudia la invasión pero deja clara
la responsabilidad de las elites rectoras mexicanas en la derrota: el poderoso
y rico clero (que negó el crucial apoyo financiero); las clases altas
(indiferentes y aún condescendientes con el invasor); el Congreso, dividido en
partidos irreconciliables que se empeñaban en discutir la forma conveniente de
gobierno o en discursos incendiarios en vez de procurar medidas prácticas (como
la no imposible mediación inglesa) que habrían podido modificar el curso de la
guerra; y, finalmente, la oficialidad del ejército, muchas veces cobarde y
apocada, dividida por vanidades absurdas, y sobre todo impreparada. Ante tal
falta de liderazgo, era natural que la tropa (“masas de hombres sin instrucción
y desarmados”) imaginara invencibles a los “gringos”. “No pienso en una
victoria –escribió Ramírez–, deseo únicamente que salvemos el honor.” En sus
dramáticas páginas, se avergüenza de que los mexicanos no defendieran su
territorio como los rusos o españoles ante Napoleón, pero al final se sorprende
al advertir en la tropa y en la gente común “el despertar de un grandísimo
entusiasmo. Dios quiera que dure”. Duró, pero fue reprimido: “Avisé a las
personas de mi familia que estoy sano y salvo de cuerpo. Mi alma está
destrozada.”
Desde
la azotea de su casa en el barrio de San Cosme, Lucas Alamán vio con su
catalejo las batallas finales. Escribía entonces los capítulos finales de su
magna historia de la independencia de México. Y no se le escapó la cruel
paradoja de concluir esa obra al tiempo en que el país sufría una nueva
conquista, infligida a México por un país que ni siquiera existía en los
tiempos en que Hernán Cortés vencía a los valientes mexicas. Por eso su visión
fue apocalíptica: “México parece destinado a que los pueblos que se han
establecido en él en diversas épocas desaparezcan de su superficie dejando
apenas memoria de su existencia.” Había ocurrido con los mayas, los toltecas y
los mexicas. Y ante sus ojos estaba ocurriendo nuevamente:
[...]
así también los actuales habitantes quedarán arruinados y sin obtener siquiera
la compasión que aquellos merecieron, y se podrá aplicar a la nación mexicana
de nuestros días lo que un célebre poeta latino dijo de uno de los más famosos
personajes de la historia romana: Stat magni nominis umbra: no ha quedado más sombra
de otro tiempo ilustre.
Han
transcurrido 166 años desde aquellos hechos. Más allá de la producción
historiográfica y las leyendas heroicas, más allá de las conmemoraciones
oficiales, de los monumentos que recuerdan los hechos y el registro en los libros
de texto, aquella guerra adopta, en el universo mitológico de México, la forma
de una cicatriz. Pero una cicatriz que vuelve a doler en los momentos serios y
los momentos triviales: una decisión sobre la apertura comercial o un partido
de futbol. El tenaz nacionalismo mexicano –defensivo, receloso, incandescente–
es inexplicable sin ese agravio.
En
Estados Unidos la guerra es parte de la prehistoria, y no parece inminente que,
a pesar de la aparición de libros tan meritorios como el de Amy Greenberg, su
memoria llegue a las pantallas de cine, ni siquiera como un espejo remoto de
las mismas actitudes, errores, prejuicios y atrocidades que Estados Unidos ha
cometido hasta tiempos recientes.
Pero
el siglo xxi nos regala una oportunidad inesperada para que ambos países
confronten y superen su pasado. Estados Unidos puede tomar la iniciativa. En
1847 había cien mil habitantes en Nuevo México y la Alta California. Ahora son
varios millones en todo el país. Estados Unidos, esa es la verdad, tiene a
México dentro de sí, y no puede darse el lujo de negarlo. La Ley de Amnistía a
los migrantes, descendientes remotos de aquellos que padecieron la invasión,
sería una buena manera de confrontar las culpas del pasado y reconciliarnos con
él. ~
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Para
la elaboración de este ensayo, además del libro de Amy S. Greenberg, A wicked
war (New York, Alfred A. Konopf, 2012), se consultaron los siguientes títulos:
Víctor Adolfo Arriaga Weiss et. al. (comps.), Estados Unidos visto por sus
historiadores, tomo I (México, Instituto Mora/uam, 1991); K. Jack Bauer, The
Mexican war, 1846-1848 (New York-London, Macmillan/Collier, 1974); David A.
Clary,Eagles and empire: The United States, Mexico, and the struggle for a
continent (New York, Bantam Books, 2009); Donald S. Frazier (ed.), The United
States and Mexico at war. Nineteenth-century expansionism and conflict (New
York, Macmillan, 1998); William H. Goetzmann, Sam Chamberlain’s Mexican war
(Austin, Texas State Historical Association, 1993); Michael Hogan, Los soldados
irlandeses de México (Guadalajara, Universidad de Guadalajara/Asociación del H.
Colegio Militar de Guadalajara, 2da. ed., 1999); Robert W. Johannsen, To the
halls of the Montezumas. The Mexican war in the american imagination (New
York-Oxford, Oxford University Press, 1985); José Emilio Pacheco y Andrés
Reséndez, Crónica del 47 (México, Clío, 1997); Guillermo Prieto, Memorias de
mis tiempos (México, Editorial Patria, 6ta. ed., 1976); Vicente Quirarte,
Vergüenza de los héroes. Armas y letras de la guerra entre México y Estados
Unidos (México, Libros del Umbral, 1999); José Fernando Ramírez, México durante
su guerra con los Estados Unidos, Obras Históricas iii (México, unam, 2001);
Andrés Reséndez, Changing national identities at the frontier. Texas and New Mexico,
1800-1850 (Cambridge, Cambridge University Press, 2004); José María Roa
Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana (1846-1848), tomos I-III
(México, Editorial Porrúa, 1971); Pedro Santoni, Mexicans at arms. Puro
federalists and the politics of war, 1845-1848 (Fort Worth, Texas Christian
University Press, 1996); Otis A. Singletary, The Mexican war (Chicago-London,
The University of Chicago Press, 1960); Alejandro Sobarzo, Deber y conciencia.
Nicolas Trist, el negociador norteamericano en la guerra del 47 (México, Diana,
1991); Jesús Velasco Márquez, La guerra del 47 y la opinión pública (1845-1848)
(México, SepSetentas-sep, 1975); Josefina Zoraida Vázquez (coord.), De la
rebelión de Texas a la guerra del 47 (México, Nueva Imagen, 1994); Vázquez, op.
cit., “El origen de la guerra con Estados Unidos” en Historia mexicana vol.
xlviii, núm. 186 (México, octubre-diciembre de 1997, pp. 285-309); Vázquez, op.
cit., La Gran Bretaña frente al México amenazado 1835-1848 (México, Secretaría
de Relaciones Exteriores, 2002); Josefina Vázquez de Knauth, Mexicanos y
norteamericanos ante la guerra del 47 (México, SepSetentas-sep, 1972); Josefina
Zoraida Vázquez (coord.), México al tiempo de su guerra con Estados Unidos
(1846-1848) (México, Secretaría de Relaciones Exteriores/El Colegio de
México/Fondo de Cultura Económica, 1997).
[*]Término
usado en la Guerra Civil y popularizado durante la guerra mexicana refiriéndose
a la rapidez de la artillería montada (n. de los e.).
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