Para
médicos y gente sensible/Gregorio Morán
Publicado en La
Vanguardia |21 de diciembre de 2013;
Cuando
la realidad se vuelva áspera, insufrible en su estupidez, no nos queda otra
opción que la literatura. No es precisamente un bálsamo, pero ayuda.
Antiguamente, es decir, hace unos años, la gente leía en las tardes de
invierno, incluso del verano, y sorprendentemente para nuestros ojos de
consumidores de imágenes pautadas en segundos, se mantenían fieles a libros de
verdad; algunos incluso de muchas páginas. Y, les gustaran o no, tenían un
cierto criterio; gracias a esta milagrosa incertidumbre se desarrolló la
novela. Ahora si alguien no sabe qué hacer de su tiempo libre, enciende el
televisor y se aburre. Ni siquiera se distrae, expresión preciosa que va camino
del cadalso. Nunca hemos dispuesto de tanto tiempo para leer y nunca se ha
leído menos. Estamos hablando de literatura.
Si
quieren disfrutar de lo que es leer, les animo a hacerlo con un libro que de
seguro no aparecerá en las listas de recomendaciones navideñas, ni tendrá
comentaristas de cazuela. No es una antigualla, de esas que ponen los pelos de
punta al consumidor de best seller, ni siquiera su librero de la esquina tendrá
zorra idea de quién carajo se trata ni de cómo conseguirlo –“No lo tengo, pero
si quiere se lo pido”–, argumento aplastante que le hace renunciar a leer otra
cosa que no sea la alfalfa que le ofrecen, porque quién sabe cuándo le llegará,
ni qué pinta tendrá el volumen que ha solicitado. Muchos lectores piensan que
las librerías deben ser como los supermercados; lo que no está en la
estantería, no existe.
Hacia
1917 un joven médico de 24 años, apenas seis meses después de salir de la
Universidad de Kiev con un expediente plagado de sobresalientes, es enviado a
un pueblo perdido en la inmensidad rusa. Él se llama Mijaíl Bulgákov y acabará
convirtiéndose en una de las figuras trascendentales de la literatura, con una
prosa que marcará una época. Muchos años más tarde, tal que hoy, la prosa
literaria rusa desarrollada durante el periodo soviético mantendrá dos
representantes de gloria póstuma, castigados por el implacable poder
estalinista. Uno será un rojo inequívoco, Vassili Grosmann, y el otro un
blanco, bastante mayor que él, Mijaíl Bulgákov, adversario del poder soviético
y luego superviviente en aquel mundo desalmado. (Nosotros podríamos hacer un
símil paralelo en la literatura española de posguerra; el rojo, exiliado, sería
indiscutiblemente Max Aub. Donde habría más dudas es en el blanco. ¿Cela?
¿Delibes?).
Mijaíl
Bulgákov escribe entonces su primer libro, una especie de gavilla de
narraciones que habría de titularse Diario de un joven médico. Compuesto en
caliente, hacia 1922, en territorio georgiano, no se publicaría íntegro hasta
1963. Ahora acaba de aparecer en una humilde editorial (Barataria) aunque ya
hace muchos años lo editó, a falta de un relato –el último y más impresionante,
El asesino–, la prestigiosa Anagrama con un título muy de la época, Morfina
(1991).
No
se arrepentirán de su lectura. Está escrito por uno de los grandes que domina
la prosa y los ritmos de una narración. Un médico novato afrontando las
situaciones más comunes en aquella Rusia, apenas empezada la Guerra Civil entre
rojos bolcheviques y blancos de Symon Pletlyura. Sin luz, sin carreteras, sin
medios, con una violencia omnipresente relatada con la habilidad de un maestro
del relato. La huella de Chéjov y de Tolstói, esa compañía inevitable para una
tradición literaria que en menos de un siglo se convirtió en referente de la
cultura del mundo.
Ese
medicucho arrogante que disimula su inexperiencia entre humo de tabaco, alcohol
y una retahíla de enciclopedias médicas de las que espera una iluminación para
un parto que viene mal, una sífilis en estado terminal, unas campesinas que le
contemplan como un mago milagrero o un asesino potencial; depende de cómo salga
la operación. No puedo evitar referirme a su esposa de entonces, ayudante
clínica, Tatiana Lappa. Conservo de ella una foto que no puedo quitarme de la
cabeza; de una hermosura como sólo se podía dar en esa mezcla de mujer del
Renacimiento y de símbolo de una Rusia en estado de catástrofe. Nada que ver
con Ana Karénina; otra época. Un pelo en blonda y una mirada tranquila y
retadora. Bellísima como una vestal segura de su incierto destino. Un retrato
de un mundo en estado de liquidación. Está en un libro maravillosamente trágico
que compré hace años en París con fotos de Bulgákov y su generación, donde
figuran también los amigos que asistieron al funeral del gran Maiakovski, el
poeta que suicida la revolución el 17 de abril de 1930.
Mijaíl
Bugákov, un hombre dotado para la literatura más que para la medicina; uno de
sus hermanos, Kolia (Mijaíl), se hará un eminente bacteriólogo en su exilio de
París, mientras el otro, Vania (Iván), se ganará la vida tocando la balalaica
en restaurantes de moda, junto al Sena. Nadie como Bulgákov describirá ese
mundo perplejo de la inteligencia de clase media rusa, culta y sensible,
arrasada por una revolución en la que lo perderían todo. Cuando el GPU
–entonces la Cheka, antes de convertirse en KGB– le interrogue en la Lubianka
(1926) sobre su alergia a escribir sobre la clase obrera, les responderá muy
sinceramente: “No me interesan los obreros, los conozco mal; lo mío es la
inteligencia rusa, a la que conozco bien”.
Es
verdad que la vida sentimental de Bulgákov daría para más de un artículo. Era
un hombre atractivo, vestido a la antigua usanza: corbata de lazo, traje oscuro
y sombrero. Desde 1927 no conseguirá publicar nada, todo será póstumo pese a
tener su gran éxito con una obra de teatro –Los días de Turbin, versión
dramática de su novela La Guardia Blanca; aseguraban que Stalin asistió a la
representación 17 veces–. Es peligrosísimo que los dictadores lean; preferible
el analfabetismo, porque evita complicaciones y simplifica las cosas. Stalin en
persona llegó a llamarle por teléfono para responder a una carta enviada en
1930 en la que pedía permiso para abandonar la Unión Soviética. Le cameló y le
dio un trabajillo teatral para que siguiera aguantando. En la prensa había
constatado que de las 301 reseñas que le habían dedicado, 298 eran hostiles o
injuriosas, y sólo 3 elogiosas.
Se
fue ablandando. ¿Quién de entonces no tenía la esperanza de su propia amnistía?
Llegó a escribir, al final de su vida, hecho ya un guiñapo, una obra teatral
sobre Stalin, Batoum (1936), que no desagradó al sátrapa pero que consideró
poco oportuna; se trataba del Stalin juvenil. Conectó con la embajada de
Estados Unidos y allí conoció a personalidades de larga trayectoria, el
embajador William Bullit, que hablaba un ruso perfecto, al igual que sus
ayudantes Charles Bohlen y el cónsul Georges Kenan, futuro inventor de “la
guerra fría”. No le serviría más que para apurar su condena de ostracismo.
Escribió libros hermosos. Una vibrante biografía de Molière, una versión teatral
de El Quijote, y alguna novela temeraria: Los huevos fatídicos.
Pero
sobre todo fue construyendo su obra definitiva, El Maestro y Margarita, una
novela magistral en clave sobre el mundo soviético que hoy se considera pieza
obligada de la literatura universal. No se publicará hasta 1967. Él había
muerto en 1940, a los 48 años. Las fotos de finales de los treinta son
patéticas; un hombre acabado, un superviviente que apenas tiene que ver con
aquel joven de 24 años, recién graduado en Medicina por la Universidad de Kiev
que estaba dispuesto a afrontar el mundo, ya fuera blanco o rojo, y que
escribió, muy sencillamente, con el talento del predestinado, un libro que
ningún médico debería dejar de leer y que cualquier persona sensible se sentirá
arrebatado ante la fuerza de la literatura en tiempos de miseria. Diario de un
joven médico. No lo busquen en las listas de ventas ni en los suplementos
supuestamente literarios. Si en las librerías no figura en su depósito,
reprócheselo. Antaño había una diferencia muy neta e incontestable entre una
papelería y una librería.
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