En
Jalisco siguen el ejemplo/JOSÉ
GIL OLMOS
Revista
Proceso # 1948, 1 de marzo de 2014;
Los
Caballeros Templarios cobraban tenencia, gravámenes por el peso del ganado y
estaban por instalar otro impuesto predial. Durante años ese cártel había hecho
del sureste de Jalisco su zona franca, región que era predio particular de uno
de sus líderes, El Chango Méndez. Sin embargo, la paciencia de los pobladores
se agotó. Ahora siguieron el ejemplo michoacano: están armados, declararon una
nueva batalla contra los traficantes y ya alcanzaron algunos triunfos…
JILOTLÁN
DE LOS DOLORES, JAL.- En la casa del Chango Méndez –al centro de este pueblo
del sureste de Jalisco, colindante con Michoacán– hay todavía un pequeño rodeo
y palenque donde hace algunos años se reunía a apostar con sus socios, Servando
Gómez, La Tuta, y Nazario Moreno, El Chayo. En aquellos tiempos no se movía una
hoja sin su permiso.
De
2001 a 2013 los tres dominaron todo este territorio mediante los cárteles que
fundaron. Primero fue La Empresa, luego La Familia Michoacana y al final,
después de un rompimiento, Los Caballeros Templarios.
Hoy
ese inmueble de un solo piso con pared de tabique pintada de amarillo está
tomado por el Ejército, que se instaló hace unos meses y lo convirtió en un
pequeño cuartel. Desde ahí apoya a los grupos de autodefensa que se trasladaron
desde Michoacán para “liberar” al menos siete pueblos de esta región
jalisciense, entre ellos El Limoncito, Las Lomas y Rancho Nuevo.
Otra
vivienda del Chango Méndez, edificada a unos metros del palenque, fue tomada
por la policía de Jalisco. Funcionaba como refugio del capo y casa de
seguridad. Ahí, según pobladores, el traficante mantenía a la gente secuestrada
que luego asesinaba con un mazo. Los cuerpos los quemaba.
Esas
residencias no son tan ostentosas como las del Tucán, en los municipios
michoacanos de Antúnez y Nueva Italia. Pero desde ahí se decidían cosas
igualmente importantes.
Para
llegar a Jilotlán de los Dolores hay que pasar por Buenavista Tomatlán y
recorrer unos 15 kilómetros de terracería. Hace siglos esa localidad albergaba
un asentamiento indígena diezmado por los conquistadores y las enfermedades
españolas y mucho después por las fuerzas revolucionarias. Con todo, terminó
convirtiéndose en un pueblo de productores agrícolas y ganaderos prósperos,
hasta que llegó otra peste, la del narcotráfico.
En
julio del año pasado, hartos del sojuzgamiento de Los Caballeros Templarios
–que cobraban 200 pesos por auto o camioneta, 100 por motocicleta, dos pesos
por kilo de vaca y estaban a punto de crear un impuesto predial paralelo– los
pobladores se levantaron en armas apoyados por las autodefensas michoacanas de
La Ruana, Tepalcatepec y Coalcomán.
Alberto
Magaña Corona, uno de los habitantes más viejos del lugar, dice que Los
Templarios se sentían los reyes y hacían y deshacían con la vida de la gente.
El ceño se le frunce cuando recuerda a José de Jesús Méndez Vargas, conocido
como El Chango, El Pastor o Médico, originario de El Aguaje, Michoacán, quien
de 2006 a 2011 lideró a La Familia Michoacana junto con El Chayo. “Era un perro
asesino”, espeta.
Historia
de la oscuridad
A
finales de los noventa Méndez empezó a delinquir junto con Carlos Rosales
Mendoza, El Tísico, detenido en 2004 por ser colaborador de Armando Valencia
Cornelio, El Maradona, líder del Cártel del Milenio o de Los Valencia.
El
temor que despertaba El Chango aumentó después de que se aliara con Osiel
Cárdenas Guillén, jefe del Cártel del Golfo. El objetivo en común era expulsar
de Michoacán a Los Valencia, los anteriores patrones de Méndez. Esa batalla
provocó decenas de homicidios en Jalisco.
Cárdenas
fue detenido en 2003 y Rosales Mendoza en 2004. En este contexto, El Chango
Méndez se asoció con El Chayo. Empezaron a controlar varias plazas en el estado
y a enfrentarse con el Cártel del Golfo-Zetas, interesado en el mismo
territorio. En 2006 Méndez y Moreno dieron a conocer la existencia de La
Familia con mensajes que dejaron junto a víctimas mutiladas y comenzaron su
expansión hacia Guanajuato, el Estado de México, Guerrero, Colima, Jalisco,
Baja California y Tamaulipas.
El
Chango Méndez operaba personalmente desde Uruapan hasta Apatzingán, Los Reyes,
La Ruana, Buenavista, Tancítaro, Sahuayo, Peribán y Cotija, así como en
diversas comunidades de la frontera entre Michoacán y Jalisco, parte de
Guerrero y el Estado de México.
En
2010, tras un enfrentamiento con la Policía Federal en el que presuntamente
murió Nazario, adquirieron mayor protagonismo Enrique Kike Plancarte Solís y
Servando Gómez Martínez, La Tuta.
Un
año después El Chango se fue a vivir a Jilotlán de los Dolores. En el patio
trasero de la edificación principal construyó el pequeño rodeo que también
servía como palenque. El otro inmueble, de dos pisos, era su búnker. Toda la
finca era su centro de operaciones secreto.
“No
nos dejaban en paz, nos tenían aterrorizados. Si nos atrevíamos a hablar nos
mataban. Pasaban a nuestros domicilios a dejarnos los libros y hasta discos con
sus idearios, en los que decían que si los traicionábamos nos desaparecían. Por
eso si alguien del gobierno o los soldados preguntaban si conocíamos a La
Familia Michoacana decíamos que no, aunque supiéramos dónde vivían sus
integrantes. Nadie hablaba. Nos quitaban propiedades, vacas, ranchos, todo lo
que podían. Así ya no podíamos vivir”, cuenta a Proceso Alberto Magaña.
Fueron
cuatro años de terror, recuerda; años en los cuales El Chango reinaba en esta
zona de difícil acceso.
Durante
ese tiempo el mafioso empezó a tener problemas dentro de La Familia. Quiso
asumir el control total de la banda, lo que lo enemistó con Plancarte y La
Tuta, quienes en marzo de 2011, mediante pancartas, dieron a conocer el
surgimiento de Los Caballeros Templarios y la guerra contra El Chango Méndez.
Las
consecuencias no tardaron. El 27 de mayo de 2011 El Chango tenía agendada una
reunión con sus operadores en Las Lomas, municipio de Jilotlán de los Dolores.
Ahí llegó la Policía Federal y detuvo a 40 presuntos integrantes del grupo
delictivo. Méndez se salvó pero no duró mucho en libertad. Un mes después fue detenido
en Aguascalientes.
Pero
la serie de aprehensiones no acabó con el terror. Los nuevos dueños aquí de la
vida y la muerte eran Los Caballeros Templarios.
Septiembre
rojo
Bonifacio
Rangel tiene 41 años pero parece más joven. Las canas apenas se le notan cuando
se quita la gorra para secarse el sudor. La región donde vive es semiárida y la
temperatura normalmente rebasa los 30 grados. En tiempos de calor nadie quiere
salir al campo.
Boni,
como le dice su joven esposa, fue secuestrado por La Familia Michoacana hace
tiempo. Tras varios días de tortura –lo amarraban y amordazaban para echarlo al
agua y luego golpearlo– lo soltaron gracias a la llamada de un amigo que les
pidió a los delincuentes dejarlo en paz. “A partir de ahí dijo que ya no permitiría
que lo secuestraran de nuevo”, recuerda su mujer. Y se unió a las autodefensas.
Por esa razón le mataron a cinco de sus primos. Dos de ellos fueron quemados en
las inmediaciones de la residencia del Chango.
El
21 de septiembre del año pasado Bonifacio fue a visitar a Alberto Magaña, en La
Loma, para comentarle que ya sabía que los de La Familia Michoacana querían
matarlo porque se había unido a las guardias comunitarias. Por eso llevaba un
cuerno de chivo: para defenderse.
A
las 11 y media de la noche ocurrió lo que temía. Lo recuerda claramente.
“Llegaron tres camionetas con unos 10 o más hombres armados y comenzaron a
disparar a la casa. Adentro estaban Alberto, su esposa y su hija de 13 años,
además de mi cuñado René, otro familiar y yo. Gritaron: ‘¡Ya sabemos que estás
aquí, hijo de tu chingada madre, te vamos a matar!’ Cuando me di cuenta salí de
la casa y me protegí en este poste”, y enseña el pedazo de cemento que quedó
cacarizo de tanta bala.
“Desde
aquí les hice frente y empezó la putacera. Miré a dos que bajaban de una
camioneta y tumbé a uno que era el jefecillo. Otro lo quiso ayudar y al
agacharse dejó libre parte de su espalda desprotegida del chaleco antibalas que
llevaba, por ahí le metí otro balazo. Otros me contestaron con más balazos y
uno me dio en el pie, lo atravesó y se metió en el otro pie”, detalla. Se sube
el pantalón hasta la rodilla mostrando las heridas y la falta de hueso en la
pantorrilla izquierda.
“Chorreaba
sangre y me arrastré hasta la recámara, ahí vi a la esposa de Alberto y le dije
que se agachara, apenas lo hizo y entró una bala que la hubiera matado. Ella
agarró a su hija y se metieron debajo de la cama. Yo me arrastré afuera y le
dije a René: ‘Toma la escopeta y defiéndete como puedas’; es que no sabe
disparar. Pero mató a uno que quería agarrarme por atrás”, expresa mientras
señala a un corral detrás de la construcción.
“Como
les habíamos tumbado a varios siguieron disparando y nos aventaron unas
granadas. A mí me tocaron dos cerca, que me aventaron hasta atrás, y a René
otra, que cubrió de inmediato con un sombrero y se protegió con un comal de la
cocina y eso lo salvó”, continúa Bonifacio, y muestra la tapa metálica de un
tambo que usaban como comal y los girones de tela negra que solían ser un
sombrero.
Bonifacio
explica que el tiroteo duró como 40 minutos y sólo se escuchaban los gritos de
los sicarios, que pensaban que nadie más que ellos tenía armas: “¡Nos tumbaron
a varios!, ¿no que no traían nada?”
Alberto
muestra la estancia al fotógrafo Octavio Gómez y al corresponsal Francisco
Castellanos. Hay orificios del diámetro de un puño en algunas paredes, otros
más pequeños en toda la fachada; en el techo de lámina se ven partes retorcidas
por las granadas. El comal salvador está doblado, casi en el centro. Las
paredes del baño tienen más hoyos. A la familia le llama la atención que
ninguna de las 660 balas que les dispararon –según los casquillos que juntaron
un día después– le dio al cuadro de la Virgen de Guadalupe que está en una de
las dos modestas recámaras.
“Es
un milagro lo que nos pasó, estamos vivos todos”, repite varias veces la esposa
de Bonifacio mientras mira al cuadro sin una raspadura. Una foto de la familia
de Alberto quedó deshecha, lo mismo que todo lo que colgaba de la pared.
Ahora,
puntualiza la joven esposa, su hija de cinco años y la de Alberto, de 13, viven
con estrés postraumático. Lloran sin motivo, no quieren dormir en sus cuartos,
tienen miedo de que vayan a llegar los sicarios a matarlas y la tristeza las
persigue por todos lados.
Bonifacio
camina con muletas desde entonces. Las distintas operaciones que ha tenido –con
un costo de 500 mil pesos– no lo han dejado bien. “Ya tuve que vender mis vacas
y otras cosas y aún no me han hecho la operación del injerto de hueso que me
falta en el pie más dañado. A ver si alguien nos ayuda”, apunta esperanzado
mientras muestra a los reporteros el camino que siguió durante el
enfrentamiento con los sicarios que llegaron a matarlo.
Alberto
suelta su ira con ese acento del campo que se come algunas vocales. “Esos hijos
de su chingada madre no tienen corazón, por eso nos levantamos en armas y ya no
nos vamos a dejar”.
A
unos metros de la modesta casa de los campesinos la policía de Jalisco ha
instalado una barricada con costales de tierra y un fusil Barrett M-82, que
puede tirar aviones y alcanzar objetivos a dos kilómetros y medio de distancia.
La punta de la poderosa arma equipada con mira telescópica se dirige al camino
de terracería por donde entraron los sicarios que querían matar a Boni.
“Nosotros
sabemos dónde están, ya les dijimos a los policías que vayan hacia Santa María
del Oro, al cerro de Las Parotas, ahí están escondidos entre las cuevas y los
matorrales. Yo conozco bien esos caminos y veredas porque de chiquillo los
caminé a caballo y me las enseñó mi padre y mis abuelos. Si quieren yo voy”,
afirma con coraje Alberto, quien ya pasa de los 60 años.
A
unos metros de su domicilio los policías de Jalisco han tomado una de las
viviendas del Chango Méndez, que en comparación con los modestos hogares de La
Loma parece una mansión. El otro ha sido tomado por el Ejército, que instaló
parapetos a su alrededor.
“Ojalá
que no haya ningún enfrentamiento, pero si entran los vamos a repeler”,
sostiene un teniente coronel que da permiso para fotografiar la fachada de la
propiedad.
“¿Y
esa otra casa que está rafagueada?”, se le pregunta. Levanta los hombros y
asegura: “Ahí se escondió esa gente y como vieron que ya no podían hacer nada
se fueron corriendo y ya no regresaron”.
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