Vigencia
de Don Antonio (Machado)/Gregorio Morán
La
Vanguardia | 22 de febrero y 1 de marzo de 2014;
Hace
tres meses entregué a Editorial Planeta un libro que aparecerá próximamente.
Diez años de mi vida. Tiene un título largo, tanto como el texto; un centón de
páginas: El Cura y los Mandarines. Cultura y política 1962-1992. Historia no
oficial del Bosque de los Letrados. En él figura un relato evocador de la
figura de Vicente Aleixandre, el referente por excelencia al pasado poético de
una generación destrozada por la Guerra Civil. Sumaba Aleixandre, amén de una
sensibilidad y educación insólita en aquellos años impregnados de cólera, una
dignidad de intelectual responsable, acosado por su inequívoca homosexualidad
en un mundo de machotes imperiales.
Solían
visitarle todos los poetas, consagrados o por consagrar. Cualquier aspirante a
versificador era recibido con respeto y benevolencia. Aún falta esa biografía
de uno de los personajes más interesantes de la cultura de entonces. En el
recoleto jardín de la calle Wellingtonia, a la vera de la Ciudad Universitaria,
se podía encontrar a Carlos Barral y Gil de Biedma, al zamorano Claudio
Rodríguez o al hirsuto gallego Valente, junto a la amplia mesnada poética
madrileña. Entre ellos era muy frecuentador Pepe Esteban, luego editor y gran tertuliano.
Hablamos de los años 60.
Excuso
decir que Pepe Esteban, poeta y editor, militante comunista y promotor de la
famosa carta que encabezó Bergamín contra las torturas en Asturias, era un
habitual de la casa de Vicente Aleixandre. Con ironía castiza contaba que el
siempre apocado Don Vicente, cuando sabía que venían a ponerle en el brete de
una firma, que él temerariamente no negaba, solía esconderse al fondo del
jardín y allí espera la introducción política y la exigencia ética. En una de
aquellas conversaciones, como Esteban se refiriera a Aleixandre con un Vicente,
pero sin el prólogo del “don”, uno de los presentes, dirigente comunista por
más señas y dogmático hasta el límite de la expresión, le reprobó ante todos:
“¡Nada de Vicente, para nosotros siempre ha de ser Don Vicente Aleixandre!”.
Fue entonces cuando hombre de tan buen natural como el poeta, jodido y aislado,
que asistía a la Real Academia una vez por semana porque daban un par de duros
por la asistencia, dijo esta frase inmarcesible: “Esta muy bien, Esteban, lo ha
dicho usted como es debido. Yo soy Vicente y Aleixandre. El único que merece el
‘don’ en la poesía española es Don Antonio Machado”.
Hace
muchos años, cuando terminé mi trabajo sobre Ortega y Gasset y el franquismo –
El maestro en el erial (1998)– estuve tentado por hacer una biografía de Don
Antonio. No la hice, me arrugué. Le tuve miedo a Don Antonio por una razón muy
simple: iba a escribir sobre un personaje del que todo el mundo cree saberlo
todo y no sabemos casi nada. Detrás de Machado, incluso de los Machado en
general hay un enigma; seis hermanos, incluida Cipriana que moriría a los 15
años. Bastaría referirnos a Manuel, el pobre Manuel, castigado de por vida tras
el oprobio de haber escrito un poema a Franco. ¿Y qué iba a hacer, heroicos
combatientes de hipotecas? ¿Esperar a que vinieran a pasearle, él, hermano
masón de varios masones? Convicto y confeso de republicanismo. ¡A quién se le
ocurre ir a Burgos para asistir a la onomástica de su cuñada monja, esclava del
Sagrado Corazón, que a él le daba una higa pero a su esposa no! “¡Cómo no vamos
a ir, Manuel!”. Y allí fue Manuel y nada menos que a Burgos el 15 de julio de
1936, a tres días de que empezara la matanza. Le tocó zona nacional.
Y
así se quedó para siempre. Jorge Luis Borges y Jaime Gil de Biedma, tan
distintos y tan parejos, decían que era el mejor poeta de todos los Machados,
porque los Machados poetas eran tres, y en verdad que Manuel fue un gran poeta
al que descubrimos todos muy tarde. Y por si fuera discretamente recorre la
cultura española del primer tercio del siglo XX. Pero nada de Edad de Plata ni
de Oro ni de Hojalata, sino de rencores, hambres, aislamientos y odios
cainitas. Mucha Sevilla en la memoria con el patio de naranjos en Las Dueñas,
la luz y la alegría, pero Campos de Castilla (1912) supura odio ancestral, de
los bajos fondos de una época siniestra. ¿Edad de Plata de nuestra cultura,
dicen los graciosos del birrete académico?
Don
Antonio era un hombre bueno, de eso no hay duda, pero no tonto y de esto habría
pruebas durante toda su vida. 63 poco también había otro Machado poeta, una
singularidad poco conocida porque escribía y publicaba – Leyendas toledanas
(1929)– cuando se lo permitía su insólita profesión: funcionario de prisiones.
Se llamaba Francisco y llegó a dirigir la Prisión de Mujeres de Madrid hasta
octubre de 1936, y debió ser tan buena persona, es decir, tan Machado, que no
le mataron ni los rojos ni los franquistas. ¡Qué familia la de los Machado!
Don
Antonio es como una vereda que años, apenas sin conocer mujer, que es algo que
supura reiteradamente en su obra por más que trate de asumirlo y construir
poemas tan hermosos como Tus ojos me recuerdan, del que hizo una versión
irrepetible Paco Ibáñez, sólo comparable al Don Guido de Joan Manuel Serrat.
Incluso algunos analistas muy contemporáneos no acaban de dar crédito a que su
relación con Guiomar, la cursi y reaccionaria Pilar de Valderrama, no sólo fue
platónica. ¡Qué idiotez! Bastaría leerla a ella y saber lo que fue su vida y
añadir a eso la timidez patológica, casi kafkiana, de Don Antonio, para
aventurar que no llegaron ni a tocarse.
Lo
que más llama la atención de nuestros visionarios machadianos es que parece que
trataran sobre un heroico personaje que recorre la historia con su sombrero
bien puesto y una sonrisa entre tierna e irónica. Falso. Las mujeres no fueron
su fuerte; huían de él. Recuerdo en los años 70 la frase que una amiga muy
querida, Carmen Díez de Rivera, hija de marquesa y de hombre arrogante, solía
decirme referido a determinados intelectuales a los que ella había conocido
durante su etapa de secretaria de la reanudada Revista de Occidente: “No puedo
soportar a esos viejos casposos, escasos de aseo y de lavanda, con sus trajes
viejos llenos de lamparones sobre los que va cayendo la ceniza de unos
cigarrillos amorcillados que ellos van aplastando sobre su chaqueta ajada”.
Ella se refería sobre todo al gran Fernando Vela, personaje insólito que
falleció jugando al ajedrez en el viejo café de Llanes, antiguo secretario de
Ortega y Gasset, y muy parecido a nuestro Antonio Machado.
Nuestras
señoritas casaderas tendían hacia los futuros estables y los caballeros con
posibles. Mientras nuestra inteligencia, amén de no disponer de ninguna de
ambas alternativas, huía de la limpieza, digámoslo así, lo que tampoco
facilitaba los acercamientos. Nadie hace mención, por ejemplo, a que los éxitos
sociales entre el personal femenino de hombres tan distintos como Ortega y
Gasset y Xavier Zubiri eran inseparables de su cuidado atuendo y su inequívoco
olor a caballero perfumado. Al fin y al cabo aquellos señores de edad
indefinida, paseantes prolijos –a Don Antonio y a Blas Zambrano, padre de María
Zambrano, casi únicas fuerzas vivas de Segovia en vísperas de la República, les
denominaban “los charlotes”, porque la gente común de aquel poblachón con
acueducto juzgaba que caminaban como Charles Chaplin. Iban de la pensión a la
tertulia, y de la bancada de madera de la escuela y los niños apenas
despiojados, a la casa de señoras con bacinilla pero sin aguamanil.
Queda
mucho por contar hasta llegar a un día como hoy en Colliure, 22 de febrero, y
una pensión postrera que ahora los posmodernos denominan Hotel Quintana, cuando
su nombre real era Pensión Bougnol-Quintana, un chamizo de gente digna donde lo
llevó en andas Corpus Barga –otro grande del periodismo, muy superior a Julio
Camba o Chaves Nogales, que aún espera resurrección–. Tengo entendido que un
lujoso hotel barcelonés, 75 años después, ha dado el nombre de Don Antonio a
una suite. Hoy ni siquiera le dejarían pisar la moqueta “por su torpe aliño
indumentario”.
**
Vigencia
de Don Antonio (y 2)
La
Vanguardia |1 de marzo de 2014;
Los
grandes son difíciles de clasificar, porque no son uno ni dos, sino muchos y
con ángulos muy variados. ¿Qué fue Antonio Machado? ¿Poeta tradicional con
tendencia al verso aconsonantado, un sevillano melancólico que nunca volvió a
su tierra, una persona afable que no hacía demasiado caso a los alumnos que se
burlaban de él, un cronista intelectual de una época, un pensador escéptico en
un momento de creencias incontrovertibles?
Don
Antonio no fue lo que se dice un hombre de suerte. La Institución Libre de
Enseñanza, sus amigos, le animaron a unas oposiciones a la cátedra de Francés
–igual hubiera podido ser de Griego o Geografía, porque no tenía licenciatura
alguna– y en la rebatiña le salió Soria. ¡A Soria no quería ir nadie! ¿Imaginan
lo que debía ser Soria capital, no digo ya provincias, en aquel imborrable
1907? Clases de francés a chavales que apenas sabían castellano. ¡ Oh, el
pretérito perfecto! ¡No digamos ya el subjuntivo!
La
miseria intelectual que rodea a Antonio Machado es como un relato de época.
Llegar a Soria, instalarse en una pensión y conocer a una muchacha de 14 años.
¡Dejémonos de hostias: Leonor tenía 14 años! Claro que podía ser la Beatriz de
Dante o la Laura de Petrarca, pero lamento recordarles que estamos en Soria,
hogar y patria, mortal en el invierno y tranquila en el verano. Tampoco es
Karlovy Vary. Unos años antes Pío Baroja y un grupo de amantes de la naturaleza
desistieron de su afán peripatético cuando unas mesnadas de chavales, dirigidos
por el cura, apedreaban a los que se acercaban a los pueblos porque se trataba
de extranjeros. España es muy dura de vivir. En la Universidad de Barcelona,
hacia 1911, los estudiantes –“La jarca de la universidad”– trataron de linchar
–digo bien: linchar– a Rosario de Acuña, una librepensadora que había
denunciado el fanatismo religioso y machista de tan benemérita institución.
Uno
de los hombres más agudos de su época, poeta, escritor en ciernes, académico
con inminente futuro llega a Soria y habla por primera vez –es una hipótesis
más que verosímil– con una mujer que no es de la familia; una niña, hija de
sargento retirado de la Guardia Civil, cuya señora lleva la pensión. De aquí
nace una riquísima leyenda denominada Leonor. Cuando se casan don Antonio y la
chiquilla habrán de sufrir el castigo social de una ruidosa cencerrada que les
recibe a la salida de la iglesia La Mayor y que les acompañará hasta la salida
del pueblo, camino de Barcelona, adonde no llegarán porque ha estallado la
Semana Trágica. Se desvían a París y allí la chica tiene una hemorragia, primer
síntoma de consecuencias fatales que preludia la muerte. Digamos que tuberculosis.
No nos referimos a Mallarmé o Valery. Es Antonio Machado, el más importante
creador poético de nuestro siglo XX, con el respeto y la anuencia de Juan Ramón
Jiménez, el Grande.
De
una Soria donde no está Leonor, la única mujer que debió conocer en su sentido
bíblico, pasa a Baeza, “poblachón moruno”, y a Segovia luego. Don Antonio iba
para empleado bancario, pero Giner de los Ríos le animó a presentarse a
oposiciones, aunque no era licenciado, y ya ven, entonces los talibanes del
funcionariado no eran tan poderosos como ahora y así fue tirando hasta llegar a
Madrid. No es poca cosa formar parte de la Asociación en Defensa de la
República, vísperas de la quiebra de la monarquía, aquel invento oportunista y
tramposo que se inventaron tres golfos políticos, de talento, Ortega y Gasset
–comprometido hasta las cachas con la dictadura de Primo de Rivera–, Gregorio
Marañón, una especie de intermediario permanente de todo lo que oliera a poder
y dinero, y Pérez de Ayala, un escritor de éxito que sobrevivía entre el
alcohol, artículos de prensa, en general, deleznables y una mujer rica y
paciente; inglesa, por supuesto.
Yo
siempre retendré Baeza. El instituto. La descripción que hará Machado sobre
aquel lugar del mapa será desoladora para cualquier intelectual con ambiciones.
Pero yo quiero retener Baeza porque allí, en febrero de 1966, en pleno
franquismo exultante, nadie recuerda que se le hizo, o pretendió hacer un
homenaje a Don Antonio que acabó con la Guardia Civil deteniendo a centenares y
cascando los autobuses de eximidos intelectuales que querían demostrar que
aquello que Machado representaba no había muerto: la libertad y la dignidad del
escritor sin lectores. Don Antonio fue leído como si se tratara de un fiambre;
en rodajas que aparecían en Buenos Aires ( Los complementarios, 1962), las
obras siempre incompletas, y algún voluntario pirata que resumía esa obra
capital que es el Juan de Mairena. Todo póstumo.
A
veces se me ocurre pensar si Antonio Machado fue como el gran Pessoa, hoy poeta
indiscutible, que se hizo grande gracias a la despensa de manuscritos. Cuando
el eminente estratega Alfonso Guerra ejercía de vicepresidente del Gobierno
socialista se promocionaron una obras, debidas al gran hispanista que fue
Oreste Macrì, que se presentaron si la memoria no me falla hacia 1984 –por
razones de fuerza mayor las referencias de este artículo son de memoria, por lo
que solicito cierta benevolencia–. Son grandiosas, cuatro tomos de miles de
páginas, a falta de uno que habría de salir en poco tiempo. Inmanejables para
cualquier ciudadano que pretenda leer Machado y no presentarse a oposiciones.
Además faltaba una carta, aseguró el machadiano institucional del gobierno.
Es
decir, que el mejor Machado es póstumo. Al final de la guerra civil hubo un
interés especial por parte del grupo de Dionisio Ridruejo –soriano de pro– por
recuperar a don Antonio. No tenían ni idea del personaje sino de la leyenda, y
así Laín Entralgo, uno de los tipos más despreciables de nuestra cultura de
posguerra, que llegó en su cobardía a no denunciar ni siquiera el asesinato de
su suegro, amén de otras lindezas en libros y responsabilidades, le reprochaba
unos versos sobre la España del bostezo… José Janés, un fascista de la quinta
columna, asesino por delegación, llegó a acusar a Machado de aceptar la
tortura. En fin, esa gama de personajes que en tiempos de borrasca, como el
nuestro, salen a flote y que no se sabe si son boyas o minas, pero que se
forraron con Franco “porque no les quedaba otro remedio”. Incluso aparece una
supuesta invitación a Cambridge para ser lector; dudosa, tratándose de hombre
que leía mal, sin conocer el inglés y manejando un francés silueteado de
sevillano.
Pero
hete aquí que fue el lector más atento de Kant, Immanuel, por encima de
egregias figuras de las letras que habían ganado la guerra. Las reflexiones del
Machado póstumo –hay dos Machados, el que nos vendieron en la posguerra y el
que llegamos a conocer cuando ya teníamos callos en el culo de las hostias que
nos habían dado– son impresionantes por su naturalidad, su dominio de la
materia, su sensibilidad y lo que es más llamativo en profesor eventual y un
tanto irregular: por su capacidad pedagógica. Uno de los tontos más soberbios
de nuestra cultura adolescente, Julián Marías, filósofo y padre de la
interesante tribu de Marías novelistas, músicos y ganapanes variados, llegó a
escribir que Machado era un poeta interesante y un filósofo sin fondo, o algo
así. Marías sénior –“Juliancico”, como escribía Ortega cuando le irritaba su
zafiedad de catolicón sin agudeza– apenas conocía al Machado maduro, el que
piensa, poetiza y reflexiona sobre unos años terribles de nuestra historia
donde no es protagonista, apenas un peatón.
¡Es
bueno que podamos acceder de nuevo, a través de La Vanguardia.com, a los
numerosos artículos de su última época, cuando reside en Barcelona y publica en
La Vanguardia! Tienen la altura de Robert Musil, del Thomas Mann curado del
virus nacionalista. Forman parte de esa gran literatura reflexiva en plena
hecatombe, escrita por hombres que están condenados a la derrota y que lo único
que pueden aportar es un poco de luz a la generación que les leerá mañana. Algo
tan modesto y necesario como una candela.
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