Precaución
con Libia/Juan Garrigues es asesor especial en el Dialogue Advisory Group e investigador sénior asociado en el CIDOB.
El
País |9 de agosto de 2014
Con
todas las misiones internacionales evacuadas tras semanas de enfrentamientos
entre milicias en Trípoli y Bengazi, muchos analistas y diplomáticos ahora
recuerdan que venían avisando de que Libia acabaría así. Al fin y al cabo,
¿cómo podía funcionar como democracia un país de tribus repleto de petróleo,
dividido entre tres regiones independientes hasta 1951, y cuna de islamistas
radicales?
Tristemente,
Libia, ahora sí, va tan mal como todos dicen. Pero es más por la fragmentación
extrema de poder que surgió del conflicto que derrocó a Gadafi que por
cualquier otro factor. Es urgente entenderlo: si no lo hacemos nos arriesgamos
a agravar aún más la situación.
El
año pasado asistí a una conferencia sobre derechos humanos organizada por el
Gobierno libio en Al Bayda. Fue un espectáculo vibrante. Muftís, ancianos
líderes tribales, representantes del Gobiernos y jóvenes hombres y mujeres de
la sociedad civil de todo el país cantaban el nuevo himno nacional juntos y
defendían sus posiciones en igualdad de condiciones. La anarquía en la sala era
lo de menos; tras 41 años de Gadafi, los libios podían expresarse libremente.
Sin
embargo, tres contenciosos marcaron la conferencia. El primero fue una
controvertida ley que ilegalizaba la participación política de todos los que
habían tenido un alto cargo con Gadafi. Aunque el debate se entendía como
islamistas contra liberales (estos últimos, partidarios de aplicar esta norma
sólo a los casos más claros), lo que realmente definía la posición de cada
individuo no era su fervor religioso sino sus posibilidades de acceder a
puestos políticos de significativo potencial lucrativo.
El
segundo fue un incidente en los pasillos en el que Hassan Al Amin, un
reconocido activista de Misrata que en los meses anteriores había criticado
públicamente a las poderosas milicias de su ciudad por cometer abusos, se
encaró con otro hombre. Luego aprendí que Al Amin acusaba al otro hombre, un
político de Misrata, de haber amenazado a su familia momentos antes. Desde hace
meses, ya con Gadafi desaparecido, Al Amin había tenido que volver al exilio a
Londres por amenazas como éstas.
El
tercer incidente tuvo lugar en el aeropuerto cuando un norteamericano le
reprochó a una viceministra las críticas que había hecho a la falta de apoyo
internacional. Este avisaba que contribuía a una tendencia en la que los libios
atribuían todos sus males a actores externos y alimentaban teorías tan disparatadas
como que la actividad de la Corte Penal Internacional en Libia (reclamando el
juicio de Saif Gadafi en La Haya) formaba parte de una estrategia de la ONU
para preparar otra intervención armada.
¿Qué
significado tienen estas anécdotas? La principal lectura que debe surgir de
ellas es que el actual contexto de fragmentación extrema y difícil reequilibrio
de poder está definido por los cientos de milicias armadas que se formaron a
escala local y se apoyaron desde EE UU, Europa y el Golfo (incluso con armas)
durante los ocho meses de conflicto en 2011.
Un
buen ejemplo es Zintan. Antes de la revolución, muchos libios ni siquiera
conocían el nombre de esta ciudad de las montañas Nafusa de 16.000 habitantes.
Pero con su papel protagonista en la toma de Trípoli, las diferentes milicias
de Zintan pasaron a controlar pasos de frontera y el aeropuerto, mantener
alianzas estrechas con políticos influyentes y retener a Saif Gadafi en un
limbo jurídico preocupante. Hoy se enfrentan a las milicias de Misrata por el
control de Trípoli. Ah, y, por cierto, se las considera del bando liberal.
En
este contexto, el Gobierno pinta poco. El secuestro exprés del expresidente por
una milicia, el intento de exportar petróleo clandestinamente por un líder
secesionista en el este y la ofensiva militar liderada por un general del
Ejército renegado contra milicias islamistas en el este, responsables de más de
cien asesinatos políticos, son pruebas de ello.
Hoy
algunos sugieren una respuesta internacional más contundente. Pero en la
fragmentada y volátil Libia pos-Gadafi no existe una contraparte clara que
reforzar. Muchas de las milicias que hoy luchan actuaban hasta hace poco bajo
el paraguas del Gobierno, y el Ejecutivo que salga de las recientes elecciones
(en las que sólo participó el 18% del electorado) será para muchos libios tan
sólo otro actor más luchando por el poder. Si además se tienen en cuenta los
intereses energéticos del país y el controvertido papel de Europa y EE UU en el
país y la región (Palestina incluida), un papel internacional demasiado visible
inspiraría mucho recelo local.
Libia
sólo podrá salir del atolladero actual si las diferentes facciones que hoy
luchan por el poder deciden que tienen más que ganar en un contexto de
estabilidad y empiezan a dialogar. Desde fuera contamos con palos y zanahorias
para contribuir a este fin con la ayuda de Estados clave de la región como
Egipto o Argelia. Si surge un líder que eventualmente consiga apaciguar las
coaliciones entre milicias, hombres de negocios y políticos que controlan el
país, Libia cuenta con una pequeña población, una élite bien preparada y
fuentes energéticas para ir creando unas instituciones fuertes y una economía
viable. Pero, por desgracia, antes de que mejoren las cosas, probablemente
tengan que empeorar aún más.
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