¿Un
nuevo califato?/Bernard Haykel is Professor of Near Eastern studies at Princeton University. Cole Bunzel is a doctoral student at Princeton University.
Traducción: Esteban Flamini
Project
Syndicate | 12 de julio de 2014
La
reciente declaración de un califato por parte de la milicia del Estado Islámico
en Irak y Siria (ISIS) es un hecho sin precedentes en tiempos modernos. Sin
importar cómo termine el asunto, una cosa está clara: el yihadismo violento ya
es un elemento indisoluble del panorama político árabe.
Ningún
grupo musulmán con control territorial había hecho una apuesta semejante desde
que la República Turca abolió en 1924 el califato otomano. Incluso las demandas
de Al Qaeda y los talibanes nunca fueron más allá de la creación de miniestados
(emiratos), que esperan que en algún momento se consoliden en un califato.
Esta
vacilación se puede explicar, al menos en parte, por el hecho de que ni Osama
bin Laden ni el mulá Omar (líder de los talibanes) reúnen las condiciones para
ser califas, una de las cuales es demostrar ser descendientes de la tribu del
profeta Mahoma, los Quraysh. Esto sí puede hacerlo el nuevo aspirante a califa,
Abu Bakr Al Baghdadi, emir del Estado Islámico.
Según
el pensamiento político islámico, un califato (a diferencia de una
nación-estado convencional) es una entidad no limitada por fronteras fijas,
centrada en la defensa y la expansión del dominio de la fe musulmana por medio
de la yihad, o lucha armada.
El
anuncio del califato, titulado “Esta es la promesa de Alá”, se emitió el primer
día de Ramadán, mes sagrado del Islam, y plantea una idea radical para la
reconfiguración del mundo árabe. En primer lugar, declara que el ISIS abandona
la referencia a “Irak y Siria” en su denominación, para convertirse simplemente
en Estado Islámico, lo que implica que tiene en la mira otros países,
especialmente Jordania, Arabia Saudita y, posiblemente, Líbano.
El
resto de la declaración abunda en citas del Corán, en varias de las cuales
aparece Dios designando a los “auténticos creyentes” como sus regentes en la
Tierra y concediéndoles poder para humillar y derrotar a sus “enemigos”, que
ahora incluyen a los musulmanes shiítas, los demócratas, los nacionalistas, la
Hermandad Musulmana, los judíos y los cristianos. La declaración añade que esos
creyentes operan ahora bajo la bandera del Estado Islámico, que en la
actualidad controla el territorio entre Alepo, en Siria, y Diyala, en Irak,
donde ya estableció estructuras protoestatales: tribunales, impuestos,
servicios sociales y de seguridad.
El
Estado Islámico proclama que todos los musulmanes, incluidas todas las
facciones yihadistas, deben reconocer al califa como su líder o exponerse a
vivir en pecado. Aunque esta idea de obligación religiosa colectiva es
mayormente compatible con el derecho islámico tradicional, la mayoría de los
musulmanes consideran que tales exhortaciones son irrelevantes en la edad
moderna.
No
obstante ello, el Estado Islámico comandado por Al Baghdadi está convencido de
que el nuevo califato prosperará (de hecho, que está previsto que así sea). Al
Baghdadi, cuyo nombre real es Ibrahim Awwad Ibrahim Ali Al Badri Al Samarrai,
es un iraquí de unos cuarenta y tantos años, procedente de Samarra, al norte de
Bagdad; una figura bastante enigmática, con un título de grado superior en
estudios islámicos y buenas dotes de estratega y orador.
Al
Baghdadi consiguió hacer numerosos pactos con las tribus suníes de Irak, sin
las cuales no hubiera podido conquistar tanto territorio en tan poco tiempo. En
las pocas grabaciones suyas que se han difundido, muestra dominio del árabe
clásico. Todo esto lo ayudará a alcanzar su meta de suceder a Osama bin Laden
como líder de la yihad global contra los infieles.
Pero
la trascendencia política del anuncio del nuevo califato todavía está por
verse. Que su influencia se prolongue en el tiempo depende de dos factores.
El
primero es que el Estado Islámico siga obteniendo triunfos militares y pueda
mantener y consolidar el control territorial. Hasta ahora, el éxito de los
yihadistas dependió en gran medida de las divisiones internas de los países árabes
y de la debilidad de sus gobiernos, particularmente los cinco que perdieron el
control de partes importantes de su territorio (Libia, Egipto, Siria, Irak y
Yemen) y que no dan señales de estabilizarse. Aunque un nuevo trazado de
fronteras nacionales es improbable, el hecho de que el control yihadista de
grandes territorios ya comienza a verse como cosa natural les facilitará sin
duda acumular recursos financieros y reclutar nuevos militantes.
El
segundo factor es que el Estado Islámico sea capaz de procurarse suficiente
apoyo. Hoy, el yihadismo está más dividido que nunca. Hasta Ayman Al Zawahiri,
líder actual de Al Qaeda, considera que Al Baghdadi es un extremista, y puso
distancia entre su grupo y el Estado Islámico.
Pero
muchas organizaciones e individuos yihadistas, particularmente los jóvenes,
dieron señales de apoyo al califato. La declaración del Estado Islámico ya fue
vista más de 187.000 veces en YouTube y se la publicó una infinidad de veces en
Twitter y Facebook, generando comentarios positivos. Hay también un hecho más
preocupante: la aparición de un grupo denominado Partidarios del Estado
Islámico en Jerusalén, que asumió la responsabilidad por el asesinato (como
regalo para el nuevo califa) de los tres adolescentes israelíes secuestrados cuyos
cuerpos se hallaron hace pocos días en Cisjordania.
El
yihadismo goza de evidente buena salud en todo el mundo árabe. Tras varias
décadas de gobiernos injustos e ineficaces (amén de desastrosas intervenciones
extranjeras), no faltan ciudadanos marginalizados y frustrados para que
organizaciones como el Estado Islámico los recluten. Tanto si el nuevo califato
prospera o no, la violencia religiosa en el mundo árabe va en camino cierto de
empeorar.
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