No
sé si soy ‘Charlie Hebdo’/Víctor Lapuente Giné, "es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.
El País | 10 de enero de 2015
El País | 10 de enero de 2015
Como
ante todo ataque terrorista, la opinión pública occidental se ha dividido en
dos bloques irreconciliables. Por un lado, los “Yo soy Charlie Hebdo”, que defienden
una libertad de expresión sin límites, el derecho a ofender a todo tipo de
religión o grupo humano. Es una visión liberal sensata, por mucho que se hayan
adherido a ella oportunistas de última hora que hubieran cerrado los Charlies
Hebdos de muchos otros países, incluyendo el nuestro. Por el otro lado, tenemos
a los “Yo no soy Charlie Hebdo”, para quienes la coexistencia pacífica en el
mundo moderno requiere impedir las expresiones “ofensivas” mediante leyes
antidiscriminación y antidifamación más estrictas. Si pensamos un poco, vemos
que también tiene sentido lo que dicen. Basta con echar un vistazo a algunas de
las viñetas del antisemita semanario alemán de entreguerras Der Stürmer para
sentir auténtico miedo ante la propagación de ciertos odios colectivos.
¿Podemos reconciliar estas dos sensateces opuestas?
Creo
que sí. En un mundo ideal, con recursos ilimitados para hacer, actualizar y
aplicar con imparcialidad las leyes, podríamos establecer unos límites
perfectos a la libertad de expresión. Unos límites que permitieran la sátira,
la mofa, pero que filtraran los desagravios que pudieran directamente incitar a
la violencia. Pero trazar la delgadísima línea que separa lo tolerable de lo
intolerable es una tarea hercúlea. Bueno, hasta que alguien invente un medidor
de ofensas, disponible en aplicación de móvil, que salte cuando una persona (el
Rey, fulanito de tal) o una comunidad (religiosa, étnica) se sientan tan
seriamente ofendidos que pudieran llevar a cabo una acción desestabilizadora.
Mientras, en el mundo real y a día de hoy, si la disyuntiva es entre limitar la
libertad de expresión con leyes o no limitarla, la segunda opción es más
razonable, además de más económica.
Sin
embargo, tenemos una tercera alternativa: institucionalizar límites, pero no
legales, sino profesionales. Límites no fundamentados en normas jurídicas, sino
en los códigos éticos de los profesionales; en este caso, de los periodistas.
Límites que son más flexibles que las leyes —rígidas por definición— y que, por
tanto, se pueden adaptar a las problemáticas sociales de cada momento. Límites
que no están especificados de forma detallada ex ante, sino que se valoran en
función del caso concreto sobre la base de la extensa experiencia y reputación
del profesional que lo dirima.
Hasta
ahora, cuando alguien se siente ofendido en países como Francia o España, suele
recurrir a los tribunales. Allí, un juez, con toda la buena intención del
mundo, pero sin ser un experto en libertad de expresión, aplica la ley. Una ley
que, a su vez, ha sido redactada por legisladores que, con toda la buena
voluntad del mundo, pero sin ser expertos en libertad de expresión, han
reaccionado a un contexto muy específico. Por ejemplo, a una oleada antisemita
o de violencia machista o xenófoba; o, todo lo contrario, a una ausencia total
de violencia. El resultado de esta judicialización de la ofensa es, primero,
decisiones arbitrarias o descontextualizadas, en las que o se tolera
prácticamente todo (como ha sucedido en Francia con Charlie Hebdo) o no se toleran
las bromas más inocentes (como ha pasado en España). Segundo, los castigos son
absurdos, pues se basan en multas económicas, creando incentivos perversos: los
periodistas ricos pueden incluso llegar a chulear públicamente de pagar una
multa mientras algunas publicaciones pequeñas se pueden llegar a arruinar. O,
si no imponen multas, los jueces obligan a rectificaciones que pueden ajustarse
a derecho, pero que son ridículas, como el penoso “ce-ce-o-o” de TVE.
Los
castigos efectivos deben venir en la forma de reputación y vergüenza pública,
que es lo más efectivo para corregir malas praxis profesionales. Por ello,
deberíamos institucionalizar un mecanismo estable que desjudicialice la gestión
de las ofensas. Sí, muchos periódicos tienen defensores del lector muy sesudos
y tenemos organizaciones, como la Comisión de Quejas y Deontología de la
Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), que apuestan
seriamente por la autorregulación del periodismo. Pero no es suficiente, dado
que demasiados periodistas en España viven con un ojo puesto en si van a tener
que sentarse delante de un juez por decir tal o cual cosa.
Esta
situación debe cambiar: los periodistas deben autorregularse más y mejor. Para
ello, deben invitar cariñosamente al Estado a que deje de inmiscuirse en los
asuntos que ellos conocen mejor, proponiendo un mecanismo ambicioso para
arbitrar entre ofendidos y ofensores que reemplace de forma convincente a la
denuncia judicial. Que la reemplace en primera instancia, claro. En última instancia,
siempre debe quedar la opción de recurrir a la justicia ordinaria en un Estado
de derecho. Pero la experiencia en países con mecanismos muy estandarizados es
que, si el mecanismo es eficiente, y combina profesionales del periodismo junto
con profesionales del derecho, los denunciantes pueden quedar satisfechos sin
tener que recurrir a la justicia ordinaria. Menos casos para nuestros
sobresaturados jueces y más sentido común en la gestión de la profesión
periodística.
Desgraciadamente,
no hay ningún país con una gestión modélica: la autorregulación de la prensa
presenta lagunas tanto en los países anglosajones como en los nórdicos. Pero
las dos alternativas sobre la mesa —la desregulación total o la regulación
estatal— son todavía peores. En una situación de riesgo, los Charlies Hebdos
del mundo no deberían sentirse ni completamente solos ni bajo la tutela del
Estado, sino arropados, pero también vigilados, por sus colegas.
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