Antecedentes
históricos del ‘Brexit’/Gabriel Tortella es economista e historiador. Su último libro es Cataluña en España. Historia y mito (Gadir, 2016), en colaboración con J.L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga.
El Mundo, Martes,
02/Ago/2016
Debo
confesar que me sorprendió lo del Brexit y admitir que, como historiador que
soy, debí habérmelo esperado. En mi descargo diré que también soy economista y
que, como tal, supongo en el ser humano un grado relativamente alto de
racionalidad y, siendo la separación del Reino Unido de la Unión Europea un
acto de irracionalidad tan flagrante, y teniendo tan alto concepto de la
inteligencia del pueblo inglés como he tenido hasta ahora, no me parecía
posible que cometiera tamaña estupidez. Sin embargo, la Historia debía haberme
prevenido. En primer lugar, porque esta ciencia muestra la enorme cantidad de
disparates que han cometido los humanos individual y colectivamente desde que
Heródoto empezó a escribir ‘para impedir que se borren las huellas del quehacer
humano’; y en segundo lugar, porque éste no es el primer Brexit que registra la
Historia. No es sólo que Gran Bretaña haya mostrado una actitud ambigua y
dubitativa acerca de su relación con la Unión Europea, el organismo
supranacional que el propio Winston Churchill había preconizado en su día. Es
que los ingleses han mostrado un alto grado de atavismo, porque las entidades
políticas que precedieron a Gran Bretaña en las Islas Británicas han venido
dando pruebas de idéntico recelo sobre su pertenencia a instituciones europeas.
El
primer Brexit que registra la Historia tuvo lugar el año 410 de nuestra era,
cuando un consejo tribal inglés pactó con el emperador Honorio la salida de la
colonia británica del Imperio Romano ante la incapacidad de éste de defender de
los bárbaros (entre ellos los anglos y los sajones) su frontera septentrional,
cuanto más las costas inglesas. El único nexo restante entre la isla y Europa
fue el religioso, en la medida en que los británicos pertenecían al
cristianismo romano. Pero la iglesia local mantuvo rasgos peculiares, con
componentes locales, en especial célticos, frente a la ortodoxia de Roma,
incluso después de que el sínodo de Whitby decidiera en 663 adoptar el rito
romano. La distancia, el continuo influjo de pueblos germánicos semi-bárbaros y
el sentimiento exclusivista de los nativos, fuera cual fuere su origen,
contribuyeron a los frecuentes roces con el papado hasta que, en el
Renacimiento, tuvo lugar el gran Brexit religioso y político al proclamarse
Enrique VIII cabeza de la Iglesia inglesa (anglicana) en 1534, lo cual
significaba la total ruptura, no sólo con Roma, sino con la mayor parte del
continente europeo, que permaneció fiel al Papado. Se habla mucho del papel que
el deseo rijoso de Enrique por Ana Bolena tuvo en la ruptura. Esto es para
lectores de revistas del corazón. Aunque le costó un cierto trabajo político,
Enrique contó con la tradicional aversión de los ingleses a verse subordinados
a una autoridad extranjera, que ya se había manifestado dos siglos antes en la
herejía de Wycliffe, tan parecida a la de Lutero y que tantos seguidores tuvo
en Inglaterra. Enrique tuvo que cortar muchas cabezas (una afición suya) pero
no sufrió rebeliones ni resistencia armada, excepto la llamada Peregrinación de
Gracia en el norte de Inglaterra, que fue sofocada con relativa facilidad y
absoluta ferocidad. En definitiva, el anglicanismo y otras iglesias
protestantes arraigaron fácilmente en suelo inglés.
Desde
entonces, Inglaterra (Gran Bretaña tras la unión con Escocia) vivió en
espléndido aislamiento con respecto al continente, sin sumisión ni pertenencia
a ninguna institución supranacional que no encabezara, como el Imperio o la
Commonwealth. Esta situación no concluyó hasta finales del siglo XX, y con las
dudas y reticencias a las que me referí en un artículo anterior en estas
páginas (29 junio 2016). A pesar de la sabia recomendación de Churchill, el
Reino Unido persistió en el espléndido aislamiento y no se dignó a participar
en las conversaciones para el Tratado de Roma (1957), que dio lugar a la Europa
de los Seis o Comunidad Económica Europea (CEE), versión inicial de la actual
UE. En vista del éxito económico inicial de la CEE, Londres cambió de opinión y
solicitó el acceso en 1961; pero se encontró con De Gaulle, que le dio con la
puerta en las narices, vetándole por dos veces. El Reino Unido respondió
organizando otra institución a su medida, la European Free Trade Area (Efta),
con los estados que no pertenecían a la CEE. Poco después de morir De Gaulle,
el Reino Unido volvió a pedir el ingreso en la CEE, abandonando a sus socios de
la Efta e ingresó en 1973, para seguidamente someter la pertenencia a la CEE a
referéndum en 1975, donde ganó el remain ampliamente. La mayor parte de los
antiguos miembros de la Efta fueron ingresando en la CEE por su cuenta.
Pero
Londres persistió en su actitud ambivalente, resistiéndose a la unión política,
a la unión monetaria y al excesivo intervencionismo de Bruselas. Logró la
famosa rebaja de su cuota en 1984 y siempre mantuvo la exigencia de un
tratamiento especial. Esta actitud refractaria a menudo irritaba, pero ejercía
un freno saludable al celo reglamentista de los políticos y burócratas
continentales. Pero todos estos logros no apaciguaron al bando creciente de los
euroescépticos británicos, los nostálgicos de la insularidad atávica del Reino
Unido, que a la postre consiguieron una victoria pírrica el 26 de junio pasado.
Es una paradoja que la tierra de Adam Smith, para quien el ensanchamiento de
los mercados era el más poderoso agente de desarrollo, decida erigir barreras
frente a sus mayores socios comerciales.
La
lógica, e incluso los primeros resultados, coinciden en vaticinar efectos muy
negativos de la separación. En el terreno económico, la incertidumbre y el
fraccionamiento del mercado pueden afectar gravemente a la renta y a la
envidiablemente baja tasa de desempleo que hoy disfruta el Reino Unido. En el
terreno político, la fractura es alarmante, porque los separatistas escoceses
tienen ahora un argumento muy poderoso para pedir un nuevo referéndum que les devuelva
la independencia a la que renunciaron hace tres siglos; además, no es probable
que la fractura social se cierre: los europeístas, que predominan entre los
jóvenes, seguro que no han dicho su última palabra; y los partidos
tradicionales pueden cambiar profundamente, siendo la actitud ante Europa una
divisoria más importante que la hoy existente entre tories y laboristas. El
Reino Unido tras el Brexit cambiará mucho, pero no necesariamente en la
dirección que suponen los hoy triunfantes euroescépticos.
Hay
varias conclusiones que se desprenden de esta galopada histórica. La primera y
más evidente es la tozuda persistencia del pasado, que muchos, demasiados, se
obstinan en ignorar y otros, como quien esto escribe, olvidan ocasionalmente.
Nada como la Historia para desentrañar el presente y conjeturar con fundamento
sobre el futuro.
También
hay advertencias para los separatistas locales. Como se ha repetido mucho
recientemente, out is out, fuera es fuera. Lo mismo que muchos brexiters no
acababan de creerse que su voto les fuera a poner fuera de Europa, muchos
veleidosos separatistas en Cataluña se encontrarían con sorpresa que, en el
caso improbable de un referéndum de separación, o de un fantasmagórico
desenganche, out volvería a ser out y Cataluña se encontraría con una capacidad
de negociación infinitamente menor que la que hoy tiene ante Europa el Reino
Unido. Y si Bruselas, aunque procure disimularlo, está de muy malas pulgas con
Londres, de mucho peores pulgas estaría con una Cataluña respondona. Los que
ignoran la Historia pagarán las consecuencias, como dijo, más o menos, George
Santayana.
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