Renato
Leduc y el chiste de escribir
Este
martes se cumplen 30 años de que falleció el escritor y periodista mexicano,
cuya poesía siempre era un juego de versificación antisolemne y muchas veces
procaz
Excelsior, 31/07/2016
RAFAEL MIRANDA BELLO/ESPECIAL
Leduc,
durante una manifestación del magisterio, el 9 de agosto de 1960.
Enemigo
tenaz de la cursilería y el lenguaje encorsetado, Renato Leduc, el hombre de
pluma y de porvenir color permanganato a quien no le complacía que lo tildaran
de bohemio, murió hace tres décadas en Tepepan, Xochimilco, el 2 de agosto de
1986. “Yo toda mi vida he trabajado, escribo para seis periódicos, ¡carajo!,
¿bohemio? ¡Una chingada!”, dijo a la escritora Oralba Castillo, el gran
conversador de verbo perdurable que mantuvo singulares tratos –de feliz y
caldeada procacidad– con las palabras. Algunos de sus poemas, más allá de ser
“simples pendejadas de juventud”, como él mismo llegó a definirlos, dieron al
traste con la parafernalia artepurista de su época, y también, así lo señala el
escritor Enrique Serna en el artículo Renato Leduc: el pase del desdén, es
significativo el hecho de que a pesar de “su inconsistencia tonal (...) muchas
veces la irrupción del ruido en mitad de la sinfonía y el zigzagueo burlón
entre el prosaísmo y la metáfora suntuosa confieren a su poesía una vigencia
contracultural que seguramente deslumbrará a muchos lectores jóvenes”.
CORRERÍAS
LÍRICAS
Hijo
de Amalia López y del escritor modernista Alberto Leduc, nació en Tlalpan, DF,
el 15 de noviembre de 1897. En la adolescencia perdió a su padre y, en su
calidad de primogénito, tuvo que contribuir al sostenimiento de su familia con
un jornal de empleado de la MEXLIGHT. El torbellino de la Revolución lo lanzó a
las filas de los insurrectos —ahí conoció a John Reed, autor del reportaje Los
diez días que estremecieron al mundo—, y aprendió el verbo de la tropa durante
el tiempo que anduvo como telegrafista de la División del Norte, “cuya rienda
sujetaba con firmeza Pancho Villa”, y lo condimentó con la lectura de los
clásicos y la intensa herencia que bebió de López Velarde y Luis Carlos López,
pero sobre todo de Rubén Darío. Al apagarse el conflicto armado regresó a la
capital e hizo estudios inconclusos de derecho en la Facultad de
Jurisprudencia. Más tarde, al amparo de la experiencia fermentada, redondearía
algunos versos acerca de uno de los figurones de dicha profesión: “El señor magistrado
expedita expedientes/con criterio cretino pero afilados dientes.../ Se delibera
en pleno –senténciase en privado/para halagar al rico y fregar al fregado (...)
¿Dónde está la Justicia…? Debajo de una mesa/contempla al magistrado que eructa
y que bosteza”.
Con
la tragedia poética Prometeo sifilítico —que hasta su publicación oficial en
1934 había circulado mecanografiada en copias clandestinas— intentó ahogar los
bostezos que provocaba el Prometeo encadenado de Vasconcelos, pero cuando un
compañero de estudios estimó —luego de leer ese drama en el que Prometeo roba
los trucos eróticos a los dioses y en castigo le amputan el pene— que Leduc
estaba listo para ser un escritor deveras, el autor de El aula, etc. (1924) no
se mordió la lengua al afirmar: “escribir en serio es fácil, el chiste es
hacerlo en pitorreo (...) Mira, yo admiro más a un ciclista acróbata que a uno
que sea campeón de carretera”. Publicó Unos cuantos sonetos que su autor tiene
el gusto de dedicar a las amigas y amigos que adentro se verá (1932), y Algunos
poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario
(1933); además del texto narrativo Los banquetes (1932), al que puso el
subtítulo de Quasinovela, y la novela más en regla El corsario beige (1940).
Trabajó
como burócrata de menos de medio pelo en la embajada mexicana en París y se
casó con la pintora surrealista Leonora Carrington, para ayudarla a quedar
fuera del alcance de las zarpas nazis que esculcaban Europa en busca de
enemigos. Al volver a México se sumergió en el absorbente ambiente del
periodismo de la época, y se fue alejando de la escritura de poesía y ficción,
aunque alguna vez contó que hubiera preferido ser novelista, y en otra, se
lamentó de no haber sido torero; pero todavía publicó un par de plaquettes con
algunos poemas que provenían de textos periodísticos: XV fabulillas de
animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido
reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles
(1963), con los que se jubiló, sin vuelta de hoja, de sus correrías líricas.
VOCACIÓN
LÚDICA
En
Leduc la devoción por la musicalidad del idioma se enlaza con la (genuina)
indiferencia por el prestigio, y el desdén hacia el tótem cultural de su
infancia y adolescencia, el Poeta, con las mayúsculas de obligación”, escribe
Carlos Monsiváis en el prólogo al que tituló No sé qué carajos hago en el
Olimpo, que presenta la Obra literaria del compositor del popular soneto Tiempo
–al que él mismo consideraba un “banal ejercicio de retórica”–, compilada por
la investigadora Edith Negrín, y en el que Monsiváis también señala: “Según
Leduc, el crimen sin remisión es profesionalizarse, hacer literatura con
horario. Esto encarcela los dones naturales, burocratiza el impulso adquirido,
le imprime características fatales a la vocación lúdica”.
Pero
basta con citar la parte final de la Moraleja de todo esto o séase la manera
como, a juicio del autor, ha de estarse el hombre de buen vivir y savoir
faire..., que forma parte de Breve glosa al Libro de buen amor (1939), para
entrar al juego de versificación antisolemne y lenguaraz de Leduc: “Como el
joven altivo pero bajo/cuya bifronte idiosincrasia estriba/en darle por detrás
a los de abajo/y ofrecer el trasero a los de arriba./ O como el jubiloso
campanero/que con igual fervor mueve el badajo/en la boda, el bautizo y el
postrero/instante en que nos vamos al carajo./ Un ojo al gato y otro al
garabato/armado el brinco y las pisadas lentas/cuando nos llegue el doloroso
rato/de hacer las cuentas.../ Pues el que canta sin firmar contrato/ay de
él.../y, ay del que tiene que vender barato/la tibia leche y la dorada miel...”
Así los versos, también da gusto recordar el colofón del discurso que improvisó
en el homenaje que recibió a sus ochenta años: “Y les agradezco su presencia
porque de seguro me aprecian, si no para qué chingados vienen, como decía mi
coronel Zararay. Y ya saben, una vez muerto, soy cabrón si me meneo”. Una
vehemente invitación para leerlo.
estampasinfrecuentes.blogspot.com
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