Fraternidad en la Orden de Malta/Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EU).
¡Vivan las anomalías! Ante la mentalidad autoritaria o totalitaria o centralista una anomalía es un monstruo, que no cabe en sus categorías rígidas ni en sus casillas burocráticas, ni en sus uniformes apretadores. Pero el mundo necesita anomalías, que multipliquen la diversidad de la vida, ensanchen las opciones y extiendan el pluralismo. La Orden de Malta -la organización caritativa más antigua de Occidente y una de las más eficaces- es un tejido de anomalías: una entidad soberana, según el Derecho internacional, sin tener territorio; una orden religiosa, entre las más antiguas de la Iglesia, casi sin tener conventos; y un cuerpo militar con larga experiencia guerrera, que aborrece la violencia y se dedica exclusivamente a cuidar a los pobres y enfermos.
Para comprender la crisis que ahora afecta a la Orden y que puede acabar no sólo con su carácter especial, sino con su existencia, hay que saber algo de su historia. Acabamos de enterrar a su máximo conocedor, Jonathan Riley-Smith, el gran historiador de las Cruzadas. Le conmemoramos con un oficio vespertino, que, por el Nunc Dimittis, las oraciones por las almas de los difuntos y la anticipación del inicio de una noche que pudiera ser perpetua, es la forma conveniente para despedirse de un amigo. Jonathan se interesó por el tema por su preocupación en uno de los grandes misterios de la Edad Media: ¿cómo es que en la Edad Media uno podía ser hospitalario y guerrero simultáneamente? Los religiosos de la Orden de Malta, que se dedicaban a curar a los enfermos del hospital de Jerusalén a raíz de la primera Cruzada, venían a encargarse de la defensa de enormes castillos y de matar a miles de los que en otras circunstancias se esforzarían en sanar. ¿Cómo podían ejercer vocaciones aparentemente contradictorias?
El problema de aquel lejano tiempo sigue siendo un problema del nuestro: el del odi et amo de la religión, el hecho de que un mensaje de amor incite a matar.
En el caso de la Orden de Malta, Jonathan Riley-Smith encontró la solución: fue precisamente por entregarse al ejercicio de las armas, manchándose de la sangre de los enemigos, y olvidándose, entre el azar y ajetreo del campo de batalla, de un Dios que esperaban que siguiese acordándose de ellos, que los nobles de la Edad Media buscaban una vocación religiosa. Así que atender a los pobres y a los enfermos les servía como antídoto espiritual a los efectos damnificadores de la vida que les impuso la profesión de las armas.
Aprendí mucho de Jonathan Riley-Smith: cómo pensar las Cruzadas, cómo ser historiador, cómo llevar la vida. Fue él quien me propuso ser miembro de la Orden de Malta. Hoy en día, los de la Orden no persiguen el rol de guerreros, aunque los servicios médicos de las fuerzas armadas italianas siguen ostentando la cruz con los ocho puntos, que recuerdan las beatitudes proclamadas por Cristo. Cuando Napoleón nos echó de nuestro último rincón de territorio soberano en 1798, ya no tuvimos por qué distraernos de nuestras obras caritativas. Pero el meollo íntimo de la doble vocación tradicional sigue vigente. La Orden es el marco dentro del cual sus miembros procuran realizar en vidas rutinarias, mundanas, y tal vez de poco valor en sí mismas, los ideales de la entrega personal a fines religiosos.
Todos mis cofrades apoyan las obras inmensas de la Orden, que mantiene, en unos 120 países, hospitales, centros de servicios médicos, hospicios y casas de ancianos, y aprovecha su condición de entidad soberana para lanzar, con rapidez extraordinaria, ayuda humanitaria en caso de desastre. Pero practicamos además actos íntimos de caridad personal, visitando a los ancianos de nuestros hospicios, sirviendo a los desamparados y charlando con ellos en nuestros comedores de beneficencia, y acompañando a los gravemente enfermos y minusválidos en nuestros peregrinajes, cuidándoles, limpiándoles, arreglándoles las camas, dándoles de comer y atendiendo todas sus necesidades con nuestras propias manos. Mis cofrades más admirables hacen más, entregándose a las obras de la Orden como su vocación principal, comprometiéndose a una vida de obediencia, celibato y pobreza, permitiéndose sólo los gastos personales que les permiten seguir descargando las obligaciones de sus profesiones seculares. Su vida no resulta tan difícil como la de sus predecesores medievales, pero sigue siendo dura. Mantienen su disciplina con un programa de oraciones, recitando el oficio todos los días, y en reuniones, en las cuales los miembros laicos de la Orden procuramos acompañar y animar a nuestros cofrades profesos, para celebrar devociones y desarrollar sus vocaciones. La pervivencia de la tradición de intentar llevar una vida religiosa, respetando los votos monásticos más solemnes, sin salir del mundo, es un rasgo único de la Orden de Malta en el día de hoy (aunque existe también una casa de monjas, las espléndidas Madres Comendadoras, cuyo sitio web está lleno de sagacidad espiritual).
Tales tradiciones, si se las entiende bien y si se las gestiona razonablemente, no sirven a fines reaccionarios, sino que son la fuente y el punto de partida de todo progreso sostenible. Las reformas que surgen de teorías suelen fracasar. Las que parten de la experiencia suelen acertar. Si la Orden abandonara su soberanía o si los profesos dejaran de ejercer sus vocaciones religiosas, la unicidad preciosa de la Orden se echaría a perder. Aun para lectores que rechacen cualquier sentimiento religioso, el valor de la empresa maltesa debe ser evidente, como una organización que conduce al bien común mundial y que no se limita a poner en marcha los recursos de los que la apoyan, sino que moviliza a sus personas y esfuerzos personales en el servicio de los míseros de la Tierra; como modelo de internacionalismo sin fronteras, y de soberanía sin Estado ni ciudadanía, al servicio del mundo entero; como ejemplo de altruismo en un mundo egoísta; y como patrón de lo que más necesita el mundo de hoy: una trayectoria religiosa que renuncie a la violencia del pasado y se entregue a mejorar la suerte de todos.
En la actualidad, una serie de maniobras políticas en Roma amenazan la tradición de la Orden. No me preocupan en absoluto los motivos ostensibles de la crisis, que empezó cuando se develó el hecho de que en uno de los proyectos de la Orden para el alivio de la pobreza y el auxilio a los enfermos en Myanmar se habían distribuido contraceptivos a prostitutas. Si el propósito fuera frustrar la concepción de una vida humana, tal cosa sería contraria a la doctrina de la Iglesia. Pero emplear los contraceptivos por motivos de salud para salvar, por ejemplo, las vidas de las prostitutas y de sus clientes es un fin propiamente caritativo.
Ni me inquietan las supuestas irregularidades en la destitución y reintegración posterior del oficial responsable del programa en Myanmar, ni me espanta que el Papa nombre un legado especial para sustituir al cardenal Patronus como portavoz del Vaticano en los consejos de la Orden. Los rumores de posibles infracciones financieras por empleados de la cancillería y de hacienda son más alarmantes, pero toda organización que gestione cantidades grandes de dinero cuenta con casos de corrupción y sus responsables deben ser procesados implacablemente.
El gran reto consiste no en estas circunstancias transitorias sino en la posibilidad de que entre las contiendas actuales, que deben resolverse amigablemente, el corazón de la Orden se partirá y se extinguirá su espíritu y aliento. Por la dimisión del Gran Maestre, Fray Mateo Festing, y la enfermedad de su lugarteniente, Fray Ludovico Hoffmann von Rumerstein, hay un vacío en el alto mando. El Papa y su legado, por lo visto, que no consta que han leído las obras de Jonathan Riley-Smith, entienden poco del caso y están expuestos a las insistencias de los que odian las anomalías, menosprecian la religión, envidian la soberanía de la Orden y quieren controlar sus recursos. Si prevalece el espíritu de laicismo y uniformidad, cabe temer que suceda a la Orden lo mismo que le sucedió a otra tradición religiosa de enorme valor -la de los Jesuitas, a la cual pertenece el Papa- que se suprimió por los mismos motivos de odio, envidia e intolerancia en 1773. Los jesuitas aguantaron y volvieron a relanzarse. Esperemos que la tradición religiosa y soberana de la Orden de Malta, que sobrevivió los ataques de Napoleón, Saladín y Solimán el Magnífico, sea -si Dios quiere- igual de resistente.
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