Dos puntos de vista desde afuera
"Su imagen en los días previos al 2 de julio, sin embargo, fue la de un estadista calmo, mientras que López Obrador se mostraba al borde de la histeria. Muchos de quienes lo apoyaban con entusiasmo sintieron disgusto ante sus actitudes mesiánicas.":Tomás Eloy Martínez, escritor argentino
"Entiéndase: Obrador no parece un aspirante a dictadorzuelo o a caudillo, pero sus métodos distan mucho de los que aquí identificamos con la izquierda y el respeto a reglas de juego democráticas. Los sucesos de los dos últimos meses han confirmado aquellos diagnósticos...." Manuel Montero, catedrático de Historia Contemporánea.
Elecciones interminables/Tomás Eloy Martínez, es escritor argentino, autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina
Tomado de EL País, , 17/09/2006; www.elpais.es
Desde mucho antes del 2 de julio pasado, fecha en que México debía elegir al segundo presidente de este siglo, se sabía que el vencedor necesitaba una ventaja de al menos 5% para que nadie cuestionara su legitimidad. El escrutinio oficial reveló que Felipe Calderón, el candidato conservador del Partido Acción Nacional (PAN), había obtenido sólo 0,5% más que su adversario de centro-izquierda, Andrés Manuel López Obrador, ex alcalde de la capital mexicana y candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Según la Constitución, la mayoría simple basta para ganar, pero no hay precedentes de triunfos tan ajustados.
La sospecha de fraude impulsó a López Obrador a exigir un recuento completo de los votos y a organizar manifestaciones y piquetes en el Zócalo, la plaza mayor, en las salidas de la capital y en el Paseo de la Reforma, símbolo del México moderno. Algunas de sus arengas indignadas convocaron a grandes multitudes de partidarios fervorosos. Muchos de esos manifestantes se quedaron a vivir en el Zócalo y en Reforma, convertidos en un mar de tiendas de campaña, olores humanos y desperdicios inaccesibles. Según López Obrador, su movimiento propone una resistencia civil pacífica que podría convertirse en desobediencia generalizada.
El Gobierno de Vicente Fox no ha cedido a ninguno de los llamados a reprimir, porque confía en que las manifestaciones no pueden ser eternas e irán diezmándose por el cansancio, la necesidad de trabajar y de volver a la vida normal. López Obrador, mientras tanto, sigue anunciando, con un lenguaje cada vez más encendido y más pintoresco, que nadie se moverá de allí.
Mientras el distrito federal está en llamas, el resto del país no se inmuta. Salvo un movimiento popular en Oaxaca que reclama mejores salarios para los maestros, los mexicanos esperan tranquilos la transición. Diarios como La Jornada y semanarios como Proceso han justificado las sospechas de fraude. No es algo nuevo: casi todas las elecciones de la imperfecta democracia mexicana han estado ensombrecidas por alguna artimaña que beneficia a políticos y empresarios empeñados en conservar sus privilegios. Nadie olvida todavía la vergonzosa elección de Carlos Salinas de Gortari, a quien se le concedió la presidencia en 1988 después de comicios cuyos resultados nunca se dieron a conocer. “Así nunca va a obtener la presidencia un candidato que represente los intereses del pueblo”, ha dicho López Obrador en una de sus arengas del Zócalo. “El que llegue va a tener que arrodillarse y actuar de manera lambiscona con los dueños del país”.
Al principio de la campaña electoral se creía que López Obrador ganaría con facilidad. Llevaba amplia ventaja en las encuestas y hasta se conocían algunos nombres de su eventual gabinete: todos ellos figuras de primer orden tanto en el campo intelectual como en el político. El propio López Obrador fue desgastando su candidatura con actitudes y frases destempladas hasta que, en las semanas previas a las elecciones, sólo uno o dos puntos lo separaban de Calderón.
El candidato conservador no gustaba a las mayorías, que lo encontraban demasiado distante de sus intereses y más preocupado por el orden económico que por la modernización política del país. No tenían confianza en algunos de sus asesores, vinculados al pensamiento más reaccionario. Sus propuestas para resolver la pobreza y la atroz desigualdad del país resultaban apagadas y endebles. Y ciertas preocupaciones mexicanas insoslayables, como la migración creciente hacia los Estados Unidos, que en los últimos años ha asumido las dimensiones de un éxodo masivo, aparecían perdidas en su discurso. Su imagen en los días previos al 2 de julio, sin embargo, fue la de un estadista calmo, mientras que López Obrador se mostraba al borde de la histeria. Muchos de quienes lo apoyaban con entusiasmo sintieron disgusto ante sus actitudes mesiánicas.
Si López Obrador aceptara la derrota, podría construir una formidable y bien estructurada fuerza de oposición que le permita fiscalizar al nuevo Gobierno. Pero no parece tener tiempo para esperar: quiere que las cartas se den vuelta ahora mismo. Lo que ha conseguido en estas semanas es el enojo de los comerciantes, los hoteleros, los chóferes de taxi y los maestros de escuela para los cuales el Zócalo o el Paseo de la Reforma son lugares de tránsito forzoso. El turismo, tercera fuente de ingresos legales de México con un total de casi 12.000 millones de dólares anuales, sufre una crisis de espanto, con una pérdida diaria de 23 millones de dólares sólo en la capital.
Muchos de sus defensores han desertado. Uno de los intelectuales más respetados de México, el escritor Carlos Monsiváis, publicó una carta abierta en La Jornada exponiendo su hartazgo. “No le encuentro sentido”, dijo, “a esta deliberada agresión contra los derechos de los trabajadores, los pasajeros y conductores de ómnibus y de taxis”.
En vez de retroceder, López Obrador ha duplicado su apuesta. La resistencia, que hasta ahora ha sido apacible pero incómoda como un moscardón, podría convertirse en lava pura si los ánimos no se aquietan. México vive sobre ascuas. Todo induce a suponer que Calderón asumirá la jefatura del Estado el 2 de diciembre, amenazado por brotes de cólera y descontento que nadie sabe cómo se podrían apagar.
Insurrección en México/Manuel Montero, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV/EHU
Tomado de El Correo Digital, 16/09/2006; www.elcorreodigital.com
Los analistas mexicanos lo avisaban ya hace un par de años: si en las elecciones presidenciales López Obrador no perdía por más de tres puntos la desestabilización estaba asegurada. Lo decían por el conocimiento de los mecanismos políticos nacionales y por la trayectoria del candidato del PRD, que entonces aún no lo era. En su biografía no faltan episodios tensos, en los que se situó en los límites de la legalidad estricta, y le resultó decisivo (y favorable) el uso del victimismo, el apoyo ferviente de sus fieles y el mantenimiento de la presión, a veces forzando decisiones de dudosa lógica. «Cree en el Estado de Derecho sólo en la medida que le conviene», suele ser un dictamen universitario frecuente. Entiéndase: Obrador no parece un aspirante a dictadorzuelo o a caudillo, pero sus métodos distan mucho de los que aquí identificamos con la izquierda y el respeto a reglas de juego democráticas.
Los sucesos de los dos últimos meses han confirmado aquellos diagnósticos. La victoria del candidato del PAN, Calderón, sobre AMLO, el acrónimo que usa Andrés Manuel López Obrador, ha sido muy ajustada, poco más de medio punto. No resulta improbable que, dada la precariedad política del país -recién salido del régimen de partido único del PRI-, haya habido irregularidades, bien que en sentidos diversos. Aún así, el Tribunal Electoral ha confirmado a Calderón como presidente, entendiendo que las posibles anomalías no eran de tal calibre que alterasen el resultado. Es tribunal de prestigio y, además, los resultados de las elecciones presidenciales resultan coherentes con los de las legislativas, que fueron simultáneas y no han sido refutadas.
Sorprende también que buena parte de la retórica ‘perredista’ impugne, más allá de lo sucedido durante la jornada electoral (en la que debería objetivarse el fraude), el tono agresivo de la campaña previa, la que PRI y PAN realizaron a AMLO (que tampoco se anduvo con chiquitas), que fue bronca y áspera, y de un contenido más que discutible. Pero, en general, la opinión mexicana no partidista parece descartar, como los observadores internacionales y el Tribunal Electoral, que estemos ante una estafa como la de 1988, cuando se cayó el sistema y el PRI se adjudicó su penúltima victoria presidencial.
Pero estas apreciaciones ya apenas cuentan. Los vaticinios se han cumplido y se ha desencadenado en México una crisis política sin precedentes. Inicialmente, AMLO llamó a movilizaciones (y a formar campamentos estables) para presionar al Tribunal Electoral. Éste confirmó al candidato del PAN, y desde entonces la movilización se mantiene, en una opción de tipo insurreccional. A Calderón se le tacha de usurpador y la pretensión es proclamar hoy a Obrador presidente legítimo en una ‘convención nacional democrática’ de tipo asambleario -calculan que asistirá en torno a un millón de ‘delegados’ al Zócalo de Ciudad de México - . Los campamentos - ‘plantones’- se han mantenido semanas y abundan los enfrentamientos simbólicos (por ejemplo, quién protagonizaría la celebración de la independencia la noche del 15 de septiembre, si Fox como requiere la tradición presidencial desde tiempos de Porfirio Díaz o los afines a AMLO, que ocupan el Zócalo) y de calado, como el bloqueo de las Cámaras legislativas, donde Fox no pudo pronunciar su discurso presidencial del 1 de septiembre, otro de los ritos del calendario político mexicano.
Este caótico estado de cosas ha sido posible por concurrir circunstancias de muy diverso tipo. Primero, está la propia fragmentación social y política mexicana, de un grado altísimo, en la que los distintos ámbitos suelen desenvolverse en compartimentos estancos, con sus propios lenguajes y muy escasos valores compartidos. Segundo, cuenta la fragilidad de las reglas de juego. Por otra parte, el PRD es una izquierda muy desestructurada, una alianza débil de grupos de entidad, ideología y procedencia diversa, entre los que vienen del PRI -como el propio Obrador-, los de posiciones radicales y las posturas revolucionarias. La alianza de grupos y grupúsculos se sostiene en función del carisma de Obrador y de las oportunidades políticas.
¿El programa? El de AMLO no es revolucionario, sino compuesto de voluntarismos socialdemocratizantes y un buen despliegue de populismo, circunstancia ésta que comparte con los otros dos partidos nacionales. Si Obrador se asemeja a un revolucionario es por la forma en que confía llegar al poder (a toda costa), no por lo que pretenda hacer con él. Pero eso es lo de menos: la clave son sus bases sociales, su increíble capacidad de arrastre en los inmensos barrios del Distrito Federal (ciudad de unos ¿25? millones de personas) y en los Estados del centro de la República. Impresionan su capacidad de movilización, la creencia popular en sus virtudes sociales, la confianza en que AMLO encabezará la gran revolución de los desheredados. Con estos condicionamientos no ha de extrañar que López Obrador sea la bicha para las (exiguas y agobiadas) clases medias y de ahí para arriba, pasando por quienes añoran el proteccionismo corporativo del PRI, que también los hay y son legión.
Ayuda a Obrador una convicción muy extendida en la cultura mexicana (también en la nuestra, pero allí es piedra cenital): la noción conspirativa, la idea de que todo lo que ocurre en la vida pública está manejado de forma espúrea por fuerzas ocultas e incógnitas, particularmente dispuestas a impedir el triunfo del Bien. En este esquema AMLO es el Bien y por eso quisieron impedirle presentarse a las elecciones -intentaron desaforarlo, y el asunto llevó más de año y medio-, por eso le agredieron (políticamente) en la campaña, por eso le roban las elecciones. Lo del robo no es una conclusión de lo sucedido, es un axioma, pues para estos amplios sectores existía el convencimiento previo de que sólo con la manipulación podría vencerse a Obrador.
Y así llegamos a las jornadas del 15 y 16 de septiembre, que son cruciales en México todos los años, por la apasionada celebración de la independencia y el despliegue de los símbolos patrios. Son, efectivamente, los días sagrados. Este año se produce la confrontación, en primer lugar la simbólica. Se ha saldado con victoria de Obrador, pues, rompiendo la tradición, Fox no ha celebrado el Grito (el rito central de estos días) en el zócalo de Ciudad de México, ocupado por los seguidores de AMLO. Y, el 16, hoy, está la convocatoria de la Convención Nacional Democrática. Contra lo que sugiere parte de la izquierda mexicana, el propósito no es un Gobierno en la sombra. La idea es formar un Gobierno alternativo, implícitamente insurreccional, formar una estructura de poder con un funcionamiento real, enfrentada a la que encabeza Fox. Eventualmente, la inestabilidad y el colapso de las instituciones impedirían la toma de posesión de Calderón. De otro lado, el interregno, el periodo que media entre las elecciones y el relevo presidencial es larguísimo, no concluye hasta comienzos de diciembre.
Descontando que no haya intervenciones policiales o militares -pese a todos los déficit del Gobierno de Fox, el suyo es el primer mandato presidencial que nunca ha recurrido a las fuerzas del orden público por cuestiones políticas-, el pulso queda echado. El inmediato futuro mexicano depende: a) de que AMLO consiga mantener la amplia movilización, indispensable para sostener la apariencia de un poder alternativo; resulta empeño difícil, pues es un horizonte de meses, además de que la afluencia a los plantones parece menguar; b) de que las estructuras del PRD, incluyendo los gobernadores pertenecientes a este partido, compartan la vía de la ruptura; parece improbable que suceda así, pues las filas ‘perredistas’ distan de la unanimidad, y algunas de sus autoridades ya han manifestado su propósito de reconocer a Calderón y a las instituciones; c) del grado de legitimación que consiga mantener AMLO; este factor comienza a hacer aguas, al parecer, tras su rechazo a las instituciones; aseguran que según las encuestas el apoyo, hasta entonces del 20%, ha caído por debajo del 10%.
Pero las aguas no están volviendo a su cauce. El aparente debilitamiento de los apoyos de Obrador no atenúa de momento la tensión, por el creciente protagonismo de sus fieles más radicales. Así, no resulta improbable una disputa simbólica y real por la legitimidad democrática los próximos meses, con los temores, extendidos, de que se produzca la crisis económica que suele acompañar a los cambios de sexenio presidencial, y que en esta ocasión parecía evitarse. Como no resulta verosímil ningún acuerdo -en México no suele haber acuerdos postlectorales, como si el consenso repeliese-, la insurrección va en serio. Resultaría extraña su victoria, pero insólito que el poder alternativo se desinflase en unos días. Así que este fin de semana adquiere una nueva dimensión la lucha entre el México institucional y una alternativa de poder insurreccional, con las estructuras de la República en juego. Y muchas cosas más.
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