Fue publicada en El Universal, 21/05/2007
Las insuficiencias en la ley crean un vacío para que las fuerzas de seguridad puedan violar derechos humanos en la guerra contra el narco
En la semana de Pascua, Iván y Juan Carlos, hermanos de una política local en Sinaloa, bebían e inhalaban cocaína sentados en el garaje de su casa, con sus fusiles de asalto R-15, de uso exclusivo del Ejército reposando junto a ellos. Todo era normal para los estándares sociopolíticos de Culiacán, cuando de la nada, desde un automóvil comenzaron a dispararles. Ilesos, Iván y Juan Carlos fueron tras los agresores, en una persecución que dejó tres inocentes muertos en el camino y que sólo paró al acabárseles las balas. Cuando recargaban en su casa, los detuvo la policía local. Casi de inmediato llegaran cinco camionetas negras blindadas de agentes federales que exigieron se los entregaran. Si no nos los dan, amenazaron, aquí se quedan todos. Dos días después, los jóvenes aparecieron muertos.
En el DF, las autoridades dicen no estar enteradas del incidente. En Culiacán, aunque no se hizo público, muchos saben qué pasó. No ha sido un caso único, afirman, sino que empieza a darse de manera cada vez más regular. ¿Qué está pasando? En medio de un debate nacional sobre si es mejor en el largo plazo cometer la injusticia de afectar a una persona inocente a cambio de poder tener en la cárcel a quienes participan del crimen organizado, o cuidar todos los derechos de todos, dejando en segundo término la posibilidad de que un narcotraficante permanezca libre, una serie de incidentes están arrojando señales de alerta en Sinaloa. ¿La legitimidad exclusiva de la violencia por parte del Estado permite en las condiciones actuales hacer a un lado la ley?
La disyuntiva tiene que ver con los derechos humanos y con la negociación política sobre qué camino tomar. Esta disyuntiva la han pasado muchos países en su historia. Incluso Hollywood ha ayudado a construir consensos sobre esa política de Estado. No hay nada más elocuente que James Bond, la demostración más clara de cómo el Estado británico realiza acciones extralegales para enfrentar a sus enemigos, con la lógica que si actuaran dentro del marco de derecho, jamás podrían hacer frente efectivo a quienes los amenazan. El agente 007 tiene "licencia para matar", sin tener que rendir cuentas a nadie. Otro caso es el de Jack Bauer, la estrella de la exitosa serie de televisión 24 que en sus primeras cinco temporadas participó en 67 escenas de tortura, lo que motivó un ensayo en la revista The New Yorker en febrero pasado, donde detalla cómo el agente secreto viola todo por lo cual Estados Unidos ha luchado y rompe con los convenios internacionales que ha suscrito. 24 es la serie más gustada por los generales estadounidenses en Irak, y ha sido utilizada para mostrárselas a soldados en las zonas de guerra antes de que interroguen a sus enemigos.
Bond y Bauer son presentados como héroes nacionales y ayudado a la propaganda bélica, sin recibir jamás en sus series objeciones legales y morales por sus excesos al interrogar o por sus ejecuciones. Aunque personajes ficticios, tienen ataduras en la vida real. En las oficinas de producción de 24 en Hollywood, revela The New Yorker, se encuentran copias del manual de interrogatorios coercitivos que hizo la CIA en 1963 bajo el nombre de KUBARK. Por más imaginarias que puedan ser las películas o los programas de televisión, siempre hay un sedimento de realidad. Métodos extralegales contra un enemigo declarado siempre ha sido un recurso de un Estado, como en estos días se puede ver en Colombia, donde ex líderes paramilitares aseguran que fueron altos funcionarios gubernamentales quienes los instigaron a crear esas fuerzas ilegales para combatir a las guerrillas.
México no es una excepción. En los 60 y 70 se usó al Ejército y a la extinta Dirección Federal de Seguridad para eliminar a las guerrillas rurales y urbanas. Un director de la DFS llegó a aniquilar a insubordinados en un motín en una cárcel y disparar en la pierna a un detenido para que confesara. La tortura y la eliminación de personas era parte de un método entre las policías mexicanas contra los "enemigos" del Estado. Una vez, por ejemplo, un sicario de un cártel sacó violentamente de una discoteca a un presidente municipal porque, simplemente, no le gustaba su actitud. Lo hincó a media calle y a punto de ejecutarlo de un balazo en la cabeza, el dueño de la discoteca lo persuadió de no cometer el crimen. Dos meses después, el jefe de la zona militar le dijo al alcalde que todo había sido "solucionado". Los militares habían matado al sicario, a su familia más cercana y a sus principales colaboradores. Ya no iban a volver a dar problemas, le dijeron, y serviría de mensaje para "otros". Esos tiempos parecían idos, pero en las últimas semanas han surgido datos de que están regresando. Los hechos en Culiacán apuntan en ese sentido, y aunque no se puede establecer si se está conformando un patrón, los síntomas que están apareciendo son de sí alarmantes. Se suman, por cierto, a las recientes violaciones a los derechos que han cometido elementos del Ejército en Michoacán.
Bond y Bauer están apareciendo en el trópico mexicano de una manera abierta, como muestra el caso de Sinaloa, e intempestiva en la nueva coyuntura de la guerra contra los cárteles de la droga. La popularidad creciente del presidente Felipe Calderón por su embate frontal a los cárteles anima a Los Pinos a mantener el tema caliente, dejando muy abierta la puerta para la discrecionalidad en las acciones. Hay muchos gritos que se oponen a ellas, pero no deja de ser retórica inflamatoria. Los actos que evocan el pasado no son el camino a seguir. Sin embargo, hay una fuerte corriente de opinión que está de acuerdo en que el combate a la delincuencia no puede tener ataduras legales. Estamos en una trampa.
El gobierno federal envió una iniciativa de reformas que pedía, entre otras cosas, poder realizar escuchas telefónicas y cateos sin orden judicial, que fue rechazada en el Congreso por violar derechos humanos. Pero al mismo tiempo, como se dio en Sinaloa, el estado más violento en el país, de 67 órdenes de cateo solicitadas en el primer trimestre de este año, 67 fueron negadas por el poder judicial, y en Monterrey, una orden que demoró siete horas, permitió que escaparan de una casa representantes del cártel del Golfo y el familiar de un político encumbrado. Las dos partes tienen razón, unos por frustración y otros por lo que significaría. Pero en ese limbo, lo único que avanzan son los delincuentes y las tentaciones de hacer del combate al narco una nueva guerra sucia. El problema es que hoy, como en los 70 y 80, hay consenso entre la ciudadanía para que se proceda como sea para mejorar su seguridad. El Congreso tiene que actuar y encontrar con el gobierno un marco de ley que ayude a librar esa guerra sin socavar las garantías individuales de la gente. Si no, ya sabemos: lloramos, nos arrepentimos, y lo volvemos a hacer. (fin de a columna)
El escritor Mario Vargas Llosa, escribió el año pasado sobre el fenómeno de Bauer: Héroe de nuestro tiempo. También es interesante leerla.
Fue publicado en El País, el 10/09/2006;
El agente federal Jack Bauer no come, ni bebe, ni duerme, porque esas funciones orgánicas le harían perder tiempo en la misión que, a él y al puñado de sus compañeros de la unidad antiterrorista, situada en Los Ángeles, les absorbe la vida entera: luchar contra la miríada de poderosas organizaciones internacionales de fanáticos y mercenarios que odian a Estados Unidos y quieren destruirlo, infectándolo con gases deletéreos, epidemias bacteriológicas o en un Apocalipsis nuclear.
Cuando mi amigo Bobby Dañino me regaló la primera serie -seis discos con cuatro horas de episodios cada uno- de 24 (Twenty four), se lo agradecí, advirtiéndole de que nunca veía ese tipo de programas y que probablemente tampoco haría una excepción con su regalo. Me desdigo: lo vi de principio a fin y he visto, asimismo, las cuatro series siguientes y me propongo no perderme un solo episodio de la sexta que comenzará a difundirse en Estados Unidos a partir del próximo año. No conozco a nadie que se haya asomado a esa serie sin quedar enganchado a ella como yo y me parece perfectamente comprensible el éxito que ha tenido en su país de origen y en casi todo el resto del mundo y, merecidísimos, los premios Emmy que acaban de obtener sus productores y actores.
Las razones de ese éxito son las mismas que causaron la enorme difusión de los mejores folletines del siglo XIX, los que escribían Alejandro Dumas y Eugenio Sue, por ejemplo, o, siglos atrás, de las novelas de caballerías: bosques de historias de trepidante acción en las que justicieros individuales deshacen los entuertos de las autoridades y de los poderosos, de manera que prevalezca siempre la justicia, y en las que, al trasluz de sus gestas heroicas, se llega a palpar una realidad viviente, doméstica, y a conjurar los grandes demonios que atormentan al subconsciente colectivo. Luego del 11-S, el terrorismo ha pasado a ser el íncubo obsesionante en todos los países occidentales -con razón- y es secretamente tranquilizador saber que en el seno de ese imperio todopoderoso, al que se creía invulnerable, golpeado con tanta eficacia como crueldad por los fanáticos islamistas, existe aquella banda de hombres y mujeres fríos, eficientes, extraordinariamente diestros en el manejo de la tecnología, las armas y la resistencia física y psicológica a las peores violencias, que siempre se las arreglan para detectar las conspiraciones y atentados y frustrarlos (aunque, a veces, con elevadísimos costos).
Cada serie dura un solo día, y cada episodio ocurre en una hora, pero en ese breve tiempo suceden tantas cosas que uno tiene la sensación de que todo aquello se prolonga en verdad a lo largo de semanas o meses. Los guionistas cambian y como es lógico hay episodios más logrados que otros pero el formato está tan bien concebido, los personajes tan bien dibujados en sus estereotipos, y los altibajos de la acción tan bien graduados para mantener la expectativa y la ansiedad, con toques de sentimentalismo y de humor que equilibran las escenas de violencia, a veces casi intolerables, que la historia, con todas sus exageraciones e inverosimilitudes, fluye con naturalidad y mantiene capturada la atención del espectador como las mejores películas policiales.
Uno de sus aciertos es la alternancia constante de lo privado y lo público en el desarrollo de la acción. Ésta pasa de las discusiones más trascendentes en el cogollo del poder, la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, sus ministros, los jefes militares y policiales, a las menudas pellejerías familiares de los agentes federales, héroes y heroínas de perfil legendario en el campo de batalla y, todos ellos, sin excepción, víctimas de sórdidos y lastimosos problemas conyugales, con maridos o mujeres, hijos o madres que les causan incontables quebrantos, y preocupados, como el común de los mortales, por si el modesto salario del que viven cubrirá los gastos del mes, conservarán o perderán sus empleos y si, en los próximos ascensos, figurarán entre los beneficiados.
Jack Bauer (un Kiefer Sutherland que, me temo, no podrá sacudirse ya nunca del magnífico personaje que ha encarnado) es un ejemplo emblemático de estos contrastes: presidentes y ministros lo admiran, le consultan, le encargan las misiones más delicadas, y, al mismo tiempo, su celo profesional sólo le acarrea inconvenientes, y, por su misma consecuencia, es un peligro para todo el mundo, empezando por sus jefes y sus subordinados. Para poder filtrarse en una banda de traficantes de droga mexicanos que colaboran con los terroristas se volvió un adicto a la heroína y esto, en vez de enriquecer su hoja de servicios, hace que lo echen de su puesto (pero después lo reincorporan, por supuesto). Su vida sentimental es un desastre: asesinan a su mujer y su amante queda horrorizada de él cuando ve la glacial serenidad con la que tortura a reales o supuestos culpables para obtener información.
La serie es implacable en su presentación de la clase gobernante: ministros, generales, senadores, el propio presidente de la República, son, a menudo, mediocres, corruptos, ineptos, ávidos, dispuestos a sacrificarlo todo para mantener su cuota de poder. Sin Jack Bauer y sus compañeros de la unidad antiterrorista los conspiradores y enemigos de Estados Unidos, movidos por el fanatismo religioso o por la simple codicia, ganarían todas las batallas y pondrían de rodillas al sistema. Entre los propios militares y policías suele predominar una visión pedestre de lo que está en juego: no tomar decisiones es preferible a tomarlas siempre que haya un riesgo que ponga en peligro la estabilidad burocrática. A diferencia de los terroristas, que, sobre todo si son árabes, muestran una convicción de acero que se traduce en su predisposición al martirio, quienes llevan las riendas del poder en Estados Unidos parecen, con algunas escasas excepciones, desvaídos pobres diablos incapacitados para las tareas que tienen sobre las espaldas, siempre dubitativos, no tanto por escrúpulos morales y apego a la ley como por su horizonte intelectual y cívico rastrero, sus mezquinos apetitos y su falta de idealismo y de imaginación. Sólo en Estados Unidos, una sociedad que ha hecho un verdadero deporte de la auto-flagelación, puede, una serie popular de televisión que ven decenas de millones de telespectadores, mostrar una imagen tan absolutamente deleznable y feroz de sus políticos y autoridades.
Es verdad que para compensar esas carencias están allí Jack Bauer y los suyos. Ahora bien: estos cruzados están lejos de ser epítomes de lo que debería ser una conducta democrática. Ellos y sus jefes creen, o, en todo caso actúan como si creyeran, que ceñirse a la ley es incompatible con una acción eficaz contra el terror, y, por tanto, la violan todas las veces que lo creen necesario. La unidad antiterrorista tiene un centro de torturas en su propio local y especialistas en practicarla, a fin de arrancar confesiones a verdaderos o falsos culpables. Todo vale para conseguir la información indispensable: desde chantajear a una madre hasta dar tormento a un niño o someter a un detenido a descargas eléctricas. Desde luego que, entre las licencias que los agentes se toman, figura la de secuestrar a diplomáticos o ciudadanos extranjeros y, llegado el caso, asesinar a enemigos y cómplices para evitar el riesgo de que, si son procesados, puedan escapar al castigo o revelar hechos comprometedores para los propios servicios de seguridad estadounidenses. Así, aunque 24 (Twenty four) no lo diga de manera explícita, claramente muestra que la filosofía de Jack Bauer es la adecuada, dadas las circunstancias: al terrorista contemporáneo sólo se lo derrota con sus propias armas. El problema es que si este criterio prevalece el terrorista ha ganado, pues la democracia ha aceptado sus reglas de juego.
¿Es demasiado forzado entrar en semejantes elucubraciones con una serie televisiva que sólo persigue divertir, y lo consigue estupendamente, y no hace alarde de pretensiones ideológicas ni siquiera políticas? Tal vez lo sea. Pero la verdad es que la ficción en particular, y la cultura en general, no son nunca gratuitas, tienen siempre unas raíces que se hunden en una problemática social, y éste es uno de los factores que determinan el éxito o el fracaso de los productos artísticos. Aunque una ficción sea inmediatamente reconocida como algo que no es una objetiva representación de la vida, si en ella, de algún modo, a veces muy indirecto y alegórico, el espectador -o lector- no se siente expresado, provocado, retratado, difícilmente se identificaría con sus personajes y sucesos y se dejaría seducir por ella al extremo de vivir sus mentiras como si fueran verdades.
24 (Twenty four) nos atrapa en sus redes por lo bien hecha que está, la excelencia de sus guiones y montajes y la impecable actuación de sus actores y sus técnicos, pero todo ello no hubiera servido de gran cosa si esta ficción no rezumara por todos sus poros unos de los terrores contemporáneos, que, como el pánico a la peste negra en la Edad Media, o a la tuberculosis en el siglo XIX, se ha apoderado de los espíritus occidentales desde 1l-S: la bomba que hará volar en pedazos el avión, el metro o el tren en que viajamos, o la operación que infectará de microbios homicidas el agua que bebemos o el aire que respiramos, e interrumpirá nuestro sueño tranquilo o nuestro trabajo en la oficina con aquella cegadora explosión que nos convertirá en polvo radioactivo. En esas condiciones, consuela fantasear que allá, en la sombra, insomnes, incansables, feroces, Jack Bauer y sus compañeros, esos terribles justicieros, a la manera del Amadís o de D'Artagnan, se llenan de sangre y de horror para salvarnos, y permitirnos vivir con la conciencia tranquila.
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