12 dic 2009

El que con lobos anda

Vivir 12 años entre lobos/

El País, Semanal, 06/12/2009;
Su padre lo vendió en 1953 a un ganadero para que cuidara cabras en la sierra de Córdoba. Resistió sin contacto con humanos 12 años. Marcos creció con animales salvajes hasta que lo rescataron. Hoy vive en una aldea gallega.
Ese día, la carretera por delante, Marcos pensó que sólo vería nubarrones en su vida. Miró a lo alto. Se carcajeó, como se carcajea siempre, con los ojos enterrados, con la cara traviesa:
–Adiós, sol, que ya no te veré más.
A Manuel le hizo gracia la ocurrencia. Los dos enfilaban la carretera a San Ciprián de Viñas, un concejo verde encerrado en Ourense, para vivir en una casona. Para vivir juntos. Por vivir así. Manuel conocía a Marcos (el charlatán, el que dormía en un edificio en obras en Fuengirola, Málaga) desde hacía cinco años y se reía con sus historietas. Manuel viajaba al sur para visitar a uno de sus hijos, dueño de un restaurante. De eso conocía a Marcos. Le cogió cariño. Por pena, se lo comentó:
–Me he quedado viudo. Mis hijos van por su lado. ¿Quieres venirte a Galicia conmigo?
Marcos aceptó. Después de muchos años tendría un techo. Aunque fuera en el norte, donde le habían jurado que el cielo siempre estaba negro. El día en que llegó a Ourense no pudo ser más luminoso. Y sintió que debía despedirse del sol para siempre.
Esto fue hace 10 años. Marcos, sólo entonces, empezó a vivir. Porque lo de antes no se sabe qué es. Marcos Rodríguez Pantoja, el menor de tres hermanos, nació en Añora (Córdoba) en junio de 1946. Su madre, Araceli, murió. Su padre, Melchor, se juntó con una mujer, se fueron a vivir al campo y entregó a unos parientes a sus dos hijos mayores. Marcos se quedó con su padre, su madrastra y las palizas de mil demonios que ésta le propinaba. Vivían en una choza levantada con palos y matojos. Palos y sacos de paja. Eran piconeros: hacían carbón. Como apenas tenían un mendrugo de pan, pasó lo que pasó:
–Llegó un señor, el dueño de una finca, y estuvo hablando con mi padre. Le dijo: “Tanto dinero le doy por llevarme a este chico”. Entonces me cogió, me llevó a su casa y me hartó de comer. Y cuando anocheció me llevaron a Sierra Morena, donde se escondía un viejecito con barbas. Tenía cabras que guardaba el viejo aquel. Había lobos aullando, zorros, cabras, ciervos… Antes de llevarme allí me pusieron un plato de chorizo, tocino, morcilla, tasajo de ciervo, carne seca… Todos me miraban.
Marcos rememora a salto de mata la historia en que su padre lo vendió como el que vende un cerdo. El director de cine Gerardo Olivares ha escuchado muchas veces ese relato entrecortado. El trasunto real de Mowgli. Llegó a él por puro azar, a través de la tesis que el antropólogo Gabriel Janer escribió a mediados de los setenta. Gerardo se decidió a rodar una película basada en la vida de Marcos. El filme se titulará Entrelobos y se estrenará en octubre de 2010. El plató es la misma Sierra Morena donde Marcos anduvo sin pizca de contacto humano, más o menos, desde los 7 hasta los 19 años. Desde 1953 hasta 1965.
–Marcos, a repetirlo. Pero habla como tú hablas, con acento andaluz.
Gerardo y las órdenes. Marcos está presente en este escenario de bosques y sombras. Se interpreta a sí mismo en las escenas finales. De más joven, es Juanjo Ballesta (El Bola) quien se mete en su piel. Marcos no focaliza su atención en un discurso ordenado. Habla tal como le nace. No atiende.
Nunca nadie le obligó a hacerlo. Con el viejo huraño aquel convivió poco. Una noche le dijo que lo esperara en la cueva donde dormían. “Y no lo volví a ver más. Ya me quedé solo y no lo he vuelto a ver más”. Solo. En el monte. Y Marcos, un chiquillo dejado de la mano de Dios, se tuvo que inventar una familia. Con el tiempo, se hizo a todo. Ese todo: los lobos, los zorros, las culebras, las águilas, las ratas. La ropa se le fue rompiendo. Se hizo una zamarra con la piel de los venados. Sólo se cortaba el flequillo; para estar ojo avizor en la vida animal, donde imperaban los colmillos.
–Yo estaba preparado con el cuchillo. La carne que yo no quería se la llevaba a los lobillos. Los padres no me dejaban, pero como veían que yo les llevaba de comer, cogieron confianza. Yo olía como ellos. Cuando yo quería que vinieran, cuando me veía que no tenía salida, empezaba a aullar. Venían varios lobos y, como se daban cuenta de que estaba perdido, se tiraban a mí dando saltos y me cogían los brazos con la boca hasta que yo reía. Empezaban a jugar. Luego me señalaban el camino hasta la cueva de ellos y, desde allí, yo ya sabía irme. Me divertía yo solo con los animales.
Y se entendía con ellos. Con sus mismos sonidos. En cuanto uno menos se lo espera, Marcos, hoy, coge una hoja del suelo y se la pone en la boca. Pij, pij, pij… El ruido que hace el águila. Y también imita el de la perdiz macho. Y el de la perdiz hembra. Marcos era uno más en la naturaleza. “Dormía con la zorra. La zorra era la primera que se metía debajo de mis piernas cuando había tormenta o llovía”. También vivió un tiempo con una camada de ratones, a los que daba leche de cabra. Y siempre planeaba por allí algún águila, a la que le troceaba los conejos o perdices que atrapaba. “Ponía la presa en un plato de aquellos de corcho y más contentos… Acariciaba a las águilas, las besaba, y se iban más contentas…”. Janer, el antropólogo, analiza estos pasajes: “Marcos no inventa, pero cubre con la imaginación su necesidad de saberse querido por alguien”.
Y aun así, aun con sus necesidades a cuestas, se sentía superior.
–Me podía valer de mis manos y de los pensamientos que me venían a la cabeza al tuntún. Como de pequeño, con la gente, no me había encontrado nada bueno, yo no quería volver.
Marcos se pone serio y al instante ríe. Charla con una habilidad extraña para convertir en carcajada lo que fue desgracia. Algo en su manera de moverse, en sus balbuceos, avisa de que aquellos años le cambiaron para siempre. A veces se queda sin palabras. A veces sólo oye un magma de ruidos. Y calla. Se le escapa el pensamiento abstracto. Si tiene confianza con su interlocutor, le dirá que no sabe qué está escuchando. Que escucha por escuchar.
Cómo estaría cuando la Guardia Civil lo encontró, por el aviso de un guarda, en 1965. Esto pasó: “Buenas tardes”, le saludaron los agentes. Marcos se levantó y fue a echar mano del cuchillo. “No te vamos a hacer nada”. Le montaron en un caballo y lo llevaron a Fuencaliente, pueblo de Ciudad Real. A una barbería. Cuando el hombre cogió la navaja, Marcos creyó que le iban a decapitar. Gritó y se echó encima del barbero. Se calmó cuando vio que a un chico sólo le estaba cortando el pelo. “¿Cómo estoy aquí y allí?”, se preguntaba. El espejo le imitaba. En el río no se veía tan claro.
Un cura joven, Juan Luis Gálvez, que estudiaba en Madrid, le enseñó a pronunciar. Al principio dormía debajo de la cama. Quizá porque le recordaba más a su cueva. La religión se lo pasó de mano en mano. Marcos se tuvo que ir con unas monjas al Hospital de Convalecientes de la Fundación Vallejo, en Madrid. Las hermanas no querían que saliera en los periódicos. “Ay, qué deshonra”, clamaban. Entre imágenes de santos, empezó a socializarse: cantaba la copla Una paloma blanca, de Antonio Molina, y ellas le gritaban olé como a un torero de los grandes.
Las monjas le enseñaron a caminar derecho. Hizo la comunión. “¿Y esto para qué es?”, preguntó. “Para estar bien con Dios. Las cosas feas son pecado”, le contestaron. No entendía nada. “Me explicaron que si uno se acostaba con una mujer salía un chiquillo. Yo no me lo creía. Fueron metiéndome en vereda. Como un mulo que no está domado”.
tenía que llegar. Y llegó el día. Marcos tuvo que salir a la sociedad. A partir de entonces, su vida transcurrió en Palma de Mallorca, donde trabajó en bares y hoteles y donde le timaban. Le han timado toda su vida. Él no se daba cuenta. No se cansa de repetir que la vida entre los hombres es más dura. Nadie creía su historia. “Yo he tenido que levantarme solo. Yo me fijaba en lo que hacía uno y lo que hacía otro”. Acabará diciendo que no sabe si al rescatarlo de la sierra, le hicieron un bien o un mal.
–No pensaba en el mañana. Yo no tenía ni chispa de idea. Yo no sabía más que venía el día, que salía el sol y que llegaba el oscuro.
Y que volvía el sol. Ya está. Marcos descubrió, a los 20 años, a las mujeres. La nota de Janer: “Es muy curioso: su instinto sexual se despertó en el seno de la sociedad”. Tuvo alguna novia. En Palma y en Málaga. En los ochenta acabaría malviviendo en otra cueva. En Alhaurín el Grande (Málaga). Le conocían en el pueblo y el alcalde le consiguió una pensión no contributiva. En Fuengirola conoció a Manuel, sus pies y sus manos, con el que vive en Galicia. “Me tocó la lotería. Hago lo que me da la gana siempre que tenga las cosas a raya”.
Hoy anda a su aire. Esto es el rodaje. Habla Gerardo: “Ahí es donde vas a aullar”. El sitio es una roca desde donde uno se siente dueño del mundo. Han traído un par de lobos. Son lobos amaestrados. Tienen que hacerse con Marcos para que en la toma salga todo bien. Tensión fuera: enseguida empiezan a lamerle. Marcos los acaricia. Se revuelca por el suelo. Los besa.
–Ay, ay, ay.
La toma 191 BX 2 sale. En el bar, a Marcos no se le va de la cabeza el cariño que le han mostrado los dos animales: “Eso no lo hacen las personas. Yo era el hermano mayor de los lobos”. El camarero le sirve carne de Sierra Morena. Marcos coge el cuchillo. Ese trozo de monte, en el plato. A punto de ser devorado.

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