Columna Bitácora del director/Pascal Beltrán del Río
Guerras de papel
Excélsior, 3-Ene-2010
Pasé las fiestas de fin de año en el estado de Morelos. Tanto en Cuernavaca, como en un recorrido que realicé por la zona de los Altos —famosa por sus bellísimos templos y conventos del siglo XVI—, me tocó conocer el nerviosismo que sentían los habitantes de esa entidad como consecuencia de los sucesos del 16 de diciembre, cuando fue muerto el capo del narcotráfico Arturo Beltrán Leyva.
Habría que comenzar por decir que no era para menos. A lo largo de 2009, los morelenses fueron testigos de una escalada de violencia poco común, así como de revelaciones sobre la infiltración del crimen organizado en las corporaciones policiacas locales.
Cuando se hace el recuento de las ejecuciones atribuidas al narco, sorprende el número de casos y también su distribución geográfica. De Huitzilac a Axochiapan, de Jonacatepec a Miacatlán, no cabe duda que Morelos es un territorio cuyo control se han disputado los delincuentes de una manera muy agresiva.
Tampoco fue muy estimulante para la vida cívica de la capital del estado que el enfrentamiento donde murieron Beltrán Leyva y sus secuaces haya ocurrido en una zona céntrica de la ciudad, con gran actividad comercial.
Es obvio, pues, que hubiera tensión este fin de año.
Sin embargo, también es justo decir que buena parte de los rumores que circularon sobre el inicio de una supuesta “guerra” entre los cárteles del narcotráfico, con epicentro en Morelos, tuvo como origen los medios de comunicación que tienen por costumbre difundir la imagen y el texto de los mensajes presuntamente escritos y exhibidos por el crimen organizado.
Una semana después del enfrentamiento en los condominios Altitude, algunos diarios locales y de la Ciudad de México publicaron fotos y contenido de un mensaje que alguien había colocado en un centro preescolar de la colonia Lagunilla, de Cuernavaca, en el que se alentaba a desatar una guerra en Morelos a causa de la muerte de Beltrán Leyva.
No entraré en mayores detalles sobre éste y otros mensajes de su tipo, porque es una postura editorial de Excélsior no difundirlos tal cual aparecen. En diferentes ocasiones he escrito aquí al respecto. He sostenido que la publicación de imágenes y contenido de estos mensajes —sin mayor contexto ni investigación, como suele hacerse— rinde un pobre servicio al público y resulta profundamente antiperiodística.
Y así como este diario ha rehusado dar publicidad gratuita a presuntos delincuentes —uno no puede sino especular sobre quiénes mal escriben estos mensajes y los colocan en la vía pública para que los medios tomen nota de ellos—, también se negó a difundir las fotos del cuerpo de Beltrán Leyva, a quienes los funcionarios públicos encargados de levantarlo le colocaron encima billetes y joyas ensangrentadas, en presencia del fotógrafo de un diario capitalino.
En este último caso, consideramos, entre otras cosas, que al hacer eso la autoridad no solamente se propasaba en sus funciones sino, peor aún, se apropiaba de las tácticas propagandísticas del crimen organizado. En ese sentido, tan negativa es la publicación de los llamados narcomensajes como de las fotos de la manipulación de un cadáver.
Vale la pena preguntarse qué parte de la responsabilidad tuvo la difusión y publicación de las fotos referidas —hay que recordar que el diario que las tomó las vendió o cedió a dos agencias de noticias internacionales— en el asesinato de la familia del marino Melquisedet Angulo, muerto en la operación contra Beltrán Leyva.
Y, por otro lado, preguntarse qué tanto pesó la publicación del narcomensaje colocado en el jardín de niños —y otro, que apareció unos días después en la colonia Tlaltepexco, al norte de Cuernavaca, con el mismo lenguaje revanchista y violento— en la sicosis que se apropió de los habitantes de Morelos en la última semana del año.
Afortundamente, pasó el primer día de 2010 y no ocurrió en territorio morelense la mencionada “guerra”, a la que un diario de la Ciudad de México trató con tal nivel de certeza que incluso le dio su encabezado principal.
Ese tipo de cobertura, ¿qué tanto refleja un clima de enfrentamiento real y qué tanto crea por sí misma la tensión? ¿Cuándo alcanzó la especulación la categoría de género periodístico?
Si un presunto informe de la agencia antidrogas estadunidense prevé el estallido de una “guerra” entre los cárteles del narcotráfico —como si no estuviéramos ya en medio de una violencia exacerbada—, ¿no es responsabilidad de los medios tomar distancia y reportear los hechos pausada y profundamente?
Las supuestas amenazas difundidas por algunos diarios –que hoy no aceptarán que las sobreestimaron—, y de las que se hicieron eco algunas autoridades locales, seguramente provocaron pérdidas a decenas de restaurantes que contaban con la clientela que festejaría en ellos la llegada de 2010. ¿Cómo explicarles ahora a ellos que esas notas fueron simples voladas?
Por supuesto, el que no haya estallado esa “guerra” no significa que no veremos nuevos episodios de violencia este año, incluso una violencia mayor, pero eso no quiere decir que el papel de los medios sea darle vuelo a hechos no confirmados basados en fuentes dudosas… ¡como una narcomanta!
¿Qué lecciones dan esas prácticas a los estudiantes de periodismo, a quienes se enseña en la universidad a buscar fuentes fidedignas de información y a comprobar los datos que recogen? ¿Quién necesita reporteros si una primera plana se resuelve con la foto de un mensaje que pudo haber escrito cualquiera, hasta un bromista de mal gusto?
Cubrir de manera distinta los temas de seguridad pública no implica hacer un favor a las autoridades o prestarse a la censura, sino actuar con responsabilidad hacia los lectores, quienes requieren de información sólida para poder tomar decisiones en su vida personal y comunitaria, más aún en épocas de incertidumbre como la que está atravesando el país
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