Las declaraciones que el 29 de junio hizo Elba Esther Gordillo muestran no sólo lo que a lo largo de estos meses hemos denunciado –las instituciones del Estado están podridas–, sino su carácter delincuencial. Lo que Elba Esther declaró en relación con las prebendas y compromisos que permitieron al gobierno de Calderón llegar al poder revela el orden criminal de nuestra clase política: lo que importa no es la ciudadanía, sino el poder, el dinero y la impunidad, cuesten lo que cuesten.
Esta evidencia, de todos conocida –recordemos a Hank Rhon, a Molinar Horcasitas y a Bours después del caso de la guardería ABC, a los funcionarios de la procuraduría de Nuevo León delante de las víctimas de desaparecidos: “No tenemos nada para ustedes”, etcétera–, deja claro que si los criminales están actuando como lo hacen a lo largo y ancho del país es porque nuestra clase política vive una forma de criminalidad tan impune como la de la delincuencia que dice combatir. La vida política de nuestro país es, para parafrasear a Clausewitz, es la continuación de la delincuencia por otros medios. El resultado es el horror de 40 mil muertos, 10 mil desparecidos, 120 mil desplazados, 98% de los crímenes impunes y una clase política que cobra inmensos salarios para destrozar, al lado de los criminales, la vida de los hombres, mujeres, jóvenes y niños de este país.
Esta realidad tiene su base no en la corrupción de las instituciones, sino en la propia violencia legítima en la que el Estado se funda y que no se distingue de la de los criminales porque una y otra persiguen lo mismo: el poder y el dinero a toda costa. Unos y otros buscan parasitar, como lo señala Jean Robert, “los flujos de dinero sobrevalorado por la prohibición de la droga o los recursos públicos destinados a su persecución en el caso de las instituciones –armas, policías, ejército, educación–”. Se trata, como lo muestran las declaraciones de Elba Esther, del fraude como modo de vida. En una sociedad en donde se legitima el dinero y el poder como las claves fundamentales de la existencia, se multiplican organismos sociales “semejantes –dice Robert– a esas plantas llamadas saprofitas que se alimentan de la descomposición del huésped al que matan lentamente”. Así, las organizaciones criminales se han ido poco a poco convirtiendo en el modelo de esos parásitos sociales que vía el SNTE y los partidos se enquistan en las instituciones del Estado para reproducir la violencia criminal. Esta realidad, que nos ha sumido en el dolor, tiene que ver con una abolición progresiva de los límites donde las nociones de justa medida, de proporción y de vida buena, esas realidades donde la ética florece, perdieron su sentido y permitieron establecer redes y organizaciones parásitas que pueden habitar impunemente en todo el país. Al usar técnicas fraudulentas y hacer de la depredación, del pillaje y del crimen simples técnicas de gestión, la verdadera diferencia entre el crimen legal y el crimen ilegal sólo es una diferencia de intensidad. “En las zonas calientes –vuelvo a Robert– de choque frontal con lo que queda de la legalidad, el espectáculo del homicidio (y del horror) se vuelve(n) cotidiano(s), y en las zonas tibias, en donde no encuentra resistencia, el fraude de baja intensidad (como el que nos reveló Elba Esther y al que nos tiene acostumbrados la clase política) se vuelve instrumento de gestión”. Con ello lo que queda de nuestra vida civil es un aparato monstruoso de organismos parásitos que rápidamente van devorando cualquier sentido del bien.
Mientras los partidos y los gobiernos que nacen de ellos protejan la delincuencia y el crimen legal y no lo castiguen; mientras continúen parasitando a la ciudadanía y se nieguen a darle instrumentos políticos de participación vía una profunda Reforma Política y una verdadera Ley de Seguridad y de Víctimas; mientras su forma de vida sea el crimen, el horror se irá extendiendo y nosotros continuaremos padeciendo sus infernales costos.
Frente a eso, lo único que la sociedad tiene es la reserva moral que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad puso en marcha. Al movilizarse en nombre de sus muertos, el Movimiento develó el grado de inhumanidad al que la delincuencia nos ha reducido, y al hacerlo no sólo puso en movimiento la paz de la gente, sino que, al recuperar las fronteras de la ética, ha hecho visible las relaciones humanas que la criminalidad nos quiere arrancar. Al caminar, al ir al encuentro de las víctimas del parasitismo criminal, al abrazarlas, al consolarlas, al ir codo con codo hasta las organizaciones parásitas del Estado e increparlas y presionarlas de manera no-violenta para que sirvan a la vida humana, la gente no sólo ha mostrado la fuerza de lo débil, de lo que escapa a la monstruosidad y funda lo humano, sino también ha ido golpeando las conciencias de los hombres de Estado para mostrarles que lo humano nace del amor. Este amor puede, como lo mostró Gandhi, conseguir la paz y la justicia. “Para alcanzar un resultado decisivo –decía el Mahatma–, no basta con convencer a la razón; hay que tocar también el corazón (…) Ese es el único medio para ver cómo se abre en el hombre otra clase de comprensión (…)”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz y cambiar la estrategia de seguridad.
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