Condesa: La
colonia que perdimos/ Héctor de Mauleón
Crónica
El Universal, Martes 02 de
julio de 2013
La
publicidad informaba que el bar Zydeco hacía que la calle Tamaulipas se moviera
“al ritmo de los aires de Louisiana”, por la música negra que dicho
establecimiento solía ofrecer como atractivo principal. Ahora, las puertas del
Zydeco están clausuradas con sellos que señalan que el bar fue cerrado por el
delito de secuestro.
Es
viernes por la noche, la Condesa huele a alcohol, y cuatro patrullas con las
sirenas encendidas circulan a vuelta de rueda a lo largo de Tamaulipas. Hace
cosa de un mes un joven fue asesinado a las puertas de un after llamado el
Black. Sus agresores lo sacaron a la fuerza y le metieron un tiro en la nuca.
La respuesta oficial consiste en esas patrullas que revisan, aleatoriamente, a
los automovilistas.
Por
lo demás, en el rutilante corredor de bares, antros y restaurantes de la
colonia Condesa, nada parece haber cambiado. La música llena la calle. Los
bares están a reventar. Brillan las marquesinas del Celtics, el 50 Friends, el
Wallace, La Perla de Occidente, el IU Condesa, el Sal Negra. No se percibe
miedo. No hay señales de amenaza o de peligro. “Lo único peligroso aquí es la
taquería El Tizón: ha matado a mucha gente de arterioesclerosis”, me dice con
una sonrisa el propietario de un bar.
En
el Pata Negra, un cantinero informe que a pesar de los operativos “todo el
mundo sigue conectando”. Los dealers venden en la esquina, “o en la misma mesa
de los bares”. Sólo hay que preguntar al mesero, al franelero, al valet
parking. O bien, marcar por el celular al número de costumbre. “En la Condesa
se consigue de todo”.
Tomo
una copa en el Celtics, un pub de aspecto escocés. “Es fácil —dice uno de los
meseros—, cuando ves que se comienzan a parar todos juntos al baño, es que el
pedido ya llegó”.
Las
cosas comienzan siempre por no ser lo que son. Llegué a vivir a la Condesa a
principios de los años 90. La colonia era una anciana tranquila que conservaba
más o menos el mismo aspecto que a fines de los años 20 le imprimió el
arquitecto José Luis Cuevas.
En
sus antiguos caserones de verjas herrumbadas aún vivían los viejos exiliados
que habían huido de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. El mundo era tan
joven que el restaurante Xel-Há todavía no existía (en su lugar había un sitio
de comida griega, el Rodas) y el restaurante La Gloria era una miscelánea, en
cuyas alacenas se alineaban jabones, latas de chiles, frascos de salsa Tabasco
y botes de aceite Maravilla. En Michoacán había cerrajerías, tlapalerías y
vulcanizadoras. La Condesa era una sucesión de sastrerías, vidrierías,
panaderías y relojerías.
La
noche de domingo solían ser aburridas. Sólo funcionaba el Sep’s, que al parecer
ya era decadente desde el día mismo de su inauguración, y un poco más allá, la
churrería La Azteca.
Lo
que en el siglo XVIII había sido la extensa hacienda de la condesa de Miravalle
se acercaba a su tercera refundación. La primera ocurrió a principios del siglo
XX, cuando se inauguró en sus terrenos El Toreo (que estuvo donde hoy se alza
el Palacio de Hierro) y poco después el célebre Hipódromo, cuyo listón
inaugural fue cortado por el mismísimo don Porfirio.
La
segunda ocurrió cuando aquellos terrenos fueron fraccionados y el arquitecto
Cuevas realizó en ese sitio el último intento de dotar a la ciudad de una
fisonomía determinada: el espléndido art deco.
Yo
ignoraba que estaba presenciando la tercera refundación cuando la Fonda Garufa
abrió sus puertas y colocó las primeras mesas sobre la banqueta. Entonces vino
el vendaval, y nos “alevantó”.
Durante
los siguientes 10 años resistí tras de mi ventana la música nocturna de los
antros que abrían y cerraban y cambiaban de nombre; el ruido de las alarmas de
los autos que empezaban a berrear como un niño a mitad de la noche; las risas y
los gritos de los borrachos; el ruido de vasos rotos contra el asfalto; la
imposibilidad de encontrar un cajón de estacionamiento; el auge del imperio de
los valet parking; la desaparición de las viejas residencias transfiguradas de
pronto en lofts de aire neoyorquino; el aumento delirante en el precio de las
rentas; la muerte irreparable de los comercios tradicionales cuyos locales eran
convertidos en fondas. La pérdida irreparable de aquel barrio misterioso,
silencioso y arbolado.
Llamé
a una mudanza y huí de la Condesa. Hace tres años leí que unos hombres vestidos
de negro dejaron dos cuerpos en un auto en la calle de Pachuca, y esta noche,
en el bar de siempre, un desconocido me pregunta si tengo “un pase” porque anda
“muy erizo”, y afuera cuatro patrullas con las sirenas encendidas recorren la
calle, y una cinta amarilla indica que en el bar Zydeco se investiga el delito
de secuestro.
Veinte
años después de que lo supiéramos todos, las autoridades descubren que aquí se
vende droga.
Que
con su pan se lo coman.
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