El
siglo maldito y nosotros/Geoffrey Parker, historiador y autor de «El siglo maldito».
Publicado en ABC
| 24 de noviembre de 2013
Tenemos
dos formas de evaluar el impacto del cambio climático. Podemos acelerar la
cinta de la historia e intentar predecir el futuro a partir de las tendencias
recientes o podemos rebobinar y tratar de aprender del pasado. La última gran
catástrofe provocada por el clima, y la única que ha dejado huellas en
abundancia que poder analizar, tuvo lugar en el siglo XVII cuando una serie sin
precedentes de acontecimientos meteorológicos violentos –sobre todo unas
sequías e inundaciones prolongadas– acabaron con las cosechas y obligaron a
emigrar, lo que condujo a guerras, rebeliones y revoluciones en todo el mundo.
Se calcula que un tercio de la población humana pereció a causa de la letal
sinergia de desastres naturales y estupidez humana.
Entre
las manifestaciones de la estupidez humana del siglo XVII, la guerra ocupa un
lugar de honor: de hecho, se convirtió en la norma a la hora de resolver los
problemas nacionales e internacionales. España luchaba con sus vecinos casi
constantemente, mientras que las rebeliones en 1640, primero de Cataluña y
luego de Portugal y su imperio de ultramar, desencadenaron conflictos internos
que durarían décadas.
Solo en el año 1648, la intransigencia del Gobierno
provocó rebeliones que paralizaron Rusia (el Estado más grande del mundo) y
Francia (el Estado más poblado de Europa), así como Sicilia y Nápoles (ambas
gobernadas por Felipe IV); entretanto, en Estambul (la ciudad más grande de
Europa), unos individuos furiosos estrangularon al sultán Ibrahim, y en Londres
el rey Carlos I era juzgado por crímenes de guerra (el primer jefe de Estado en
serlo). En China, el número de levantamientos armados importantes pasó de menos
de diez en la década de 1610 a más de 80 en la de 1630, y en ellos participaron
más de un millón de personas; en 1644, un ejército rebelde se hacía con el
control de Pekín y obligaba al último emperador de la dinastía Ming a
suicidarse.
Muchos
historiadores han estudiado esta agitación política, conocida como La crisis
general del siglo XVII, pero pocos han trazado un mapa del cambio simultáneo
que se produjo en los patrones meteorológicos dominantes, en particular los
inviernos más largos y los veranos más húmedos, inundaciones y sequías que
interrumpieron los periodos de crecimiento y destruyeron cosechas en todo el
mundo. El año 1641 fue testigo del tercer verano más frío que se ha registrado
durante los seis últimos siglos en el hemisferio norte; el de 1641-42 fue el
invierno más frío que jamás se ha registrado en Escandinavia; el invierno de
1649-50 fue el más frío de los que se han registrado en China. Los climatólogos
han apodado a este periodo Pequeña Edad de Hielo y le han atribuido tres
cambios físicos –una oleada de erupciones volcánicas, el doble de episodios de
El Niño que en la actualidad y la práctica desaparición de las manchas solares—
que en conjunto provocaron una disminución de dos grados en las temperaturas
del planeta.
Ahora,
a un escéptico, un cambio de solo dos grados le parece insignificante; pero es
precisamente la escala del cambio al que nos enfrentamos actualmente. El hecho
de que sea un aumento (no una bajada) de dos grados no reduce el incremento de
los acontecimientos meteorológicos extremos ni las consecuencias negativas que
tienen para la Humanidad. En Centroeuropa, las «inundaciones del milenio» de
1997 y 2002 (llamadas así porque se consideraban acontecimientos que solo
ocurrían una vez cada milenio) duraron apenas un mes, pero provocaron daños por
valor de mil millones y 41.200 millones de dólares, respectivamente. La ola de
calor del verano de 2003 en Francia y Alemania duró solo dos semanas, pero
causó la muerte prematura de 70.000 personas. Hace solo una semana, en
Filipinas, el tifón Haiyan duró solo unas horas, pero ha matado a diez mil
personas y dejado sin casa a medio millón. Ante el panorama dantesco, un
misionero declaraba desde Leyte a los medios en voz baja: «La gente desesperada
cometerá actos desesperados». Ello me hizo pensar en documentos que he incluido
en «El siglo maldito», palabras como las de don Juan Chumacero, presidente del
Consejo Real, que advertía a Felipe IV en 1647, mientras el pan se acababa en
Madrid, que «se puede temer algún arroxamiento… porque el hambre a ninguno
respeta». Otros ministros recordaban al Rey que «el hambre es el mayor
enemigo».
El
actual debate sobre el cambio climático confunde dos problemas diferentes: por
un lado, si el clima mundial está cambiando; por otro, si, de ser así, las
actividades humanas tienen la culpa. Algunos siguen negando la influencia
humana (igual que otros siguen negando que fumar aumente el riesgo de padecer
cáncer de pulmón), pero las pruebas del siglo XVII demuestran no solo que los
cambios en el clima mundial son una realidad, sino también que a menudo tienen
consecuencias catastróficas.
A
pesar de la certeza de que otro episodio de desaparición de las manchas
solares, de erupciones volcánicas o de El Niño puede provocar hambrunas y
trastornos económicos, y conducir a la inestabilidad económica y política, al
igual que nuestros antepasados hace 350 años, no tenemos actualmente ninguna forma
de evitarlo; pero a diferencia de nuestros antepasados, sí poseemos los
recursos y la tecnología necesarios para prepararnos para ello. Por ejemplo, el
principal asesor del Gobierno británico para asuntos relacionados con la
ciencia ha examinado hace poco los estudios sobre la actual subida del nivel
del mar en las costas de Europa y ha llegado a la siguiente conclusión:
«Debemos invertir más en los proyectos sostenibles de gestión de costas y las
crecidas, o bien aprender a vivir con una mayor cantidad de inundaciones». Lo
mismo es válido para otros acontecimientos meteorológicos extremos, ya sean
unas sequías más intensas o unos tifones y huracanes más fuertes: podemos
gastar dinero en prepararnos ahora o podemos prepararnos para gastar mucho más
después.
En
el siglo XVII, la sinergia letal de desastres naturales y estupidez humana
–entre condiciones meteorológicas, guerras y rebeliones– mató a millones de
personas. Hoy día, una catástrofe natural de proporciones similares
(independientemente de que los humanos tengamos o no la culpa del cambio
climático actual) mataría a decenas de millones de personas. También provocaría
desplazamientos en masa y violencia, además de poner en peligro la seguridad
internacional, la sostenibilidad y la cooperación. Podemos seguir dejando para
más tarde la cuestión de si las actividades humanas alteran el clima o no, pero
no podemos aplazar la preparación para las consecuencias de esas alteraciones.
Estudiemos por tanto la trayectoria y las consecuencias de las catástrofes
causadas por el clima en el pasado, como las del siglo XVII, y preparémonos
para lo inevitable.
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