Cambia el
director, sigue la orquesta/Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.
El Mundo
| 2 de febrero de 2014.
Esta es
mi última Carta como director de EL MUNDO. Y este número 8.808, el último en el
que mi nombre aparecerá encabezando la mancheta. Así ha sido desde que hace 25
años fundé este periódico junto a mis compañeros. Y si a estos 8.808 días les
sumamos los 3.151 de ‘Diario 16′, son 11.959 días dirigiendo periódicos. Multiplíquese la
cifra por una conservadora tirada media de 250.000 ejemplares y el resultante
son nada menos que 2.989.750.000 copias a lo largo de 34 años. Casi 3.000
millones de periódicos distribuidos con mi firma durante más de la mitad de mi
vida. Si contamos, también por lo bajo, 4,5 lectores por ejemplar, estamos
hablando de al menos 13.500 millones de lectores. Unas cifras como para marear
y baldar a cualquiera. No a mí.
Voy
serenamente camino del vientre de la ballena pero, a diferencia de Jonás, yo no
me he ofrecido como víctima propiciatoria. Han sido los propietarios del
periódico quienes, en uso de sus legítimas atribuciones, han decidido poner fin
a esta etapa. No estaba, no estoy cansado. Si de mí dependiera habría seguido
siendo director de EL MUNDO no ya este año, no ya los tres años más que me
quedaban de contrato, sino toda la vida. Así se lo dije, mirándoles a los ojos,
a quienes tomaron la decisión. Y si hoy me volvieran a ofrecer el puesto, lo
aceptaría de nuevo sin parpadear.
No niego
que en muchas ocasiones -y especialmente durante estos durísimos años de crisis
económica y putrefacción política- he tenido la sensación de estar atrapado por
el deber de actuar en contra de mi propia conveniencia. Pero si eso era una
cárcel de agobios y tensiones, yo quería cadena perpetua. No por ambición ni
afán de poder -de sobra ha quedado demostrado que son los domadores de tigres
de papel quienes prevalecen en España- sino porque, como explicaba Arthur
Miller, «un periódico es una nación hablándose a sí misma» y ni uno solo de
esos casi 12.000 días he dejado de sentir la preocupación por mi país, la adrenalina
de los titulares y el cierre, el hormigueo de la información exclusiva, la
pasión cívica por transmitir a los lectores cuanto se les oculta y les
concierne. Lo he dicho siempre: el periodismo es una forma de vida que adquiere
valor en sí misma. La forma de vida más digna y emocionante a la que cabe
dedicar el tiempo de cada uno sobre esta tierra.
En
tiempos y circunstancias distintas me han destituido dos veces como director.
Hace 25 años bajo un Gobierno del PSOE, ahora bajo un Gobierno del PP. Al final,
la ballena es la ballena. Ya lo dijo John Adams: «Las fauces del poder están
siempre abiertas para devorar y su brazo siempre extendido para destruir, si
puede, la libertad de pensamiento y de palabra hablada y escrita…». Ahora ya
saben a qué me refería el domingo pasado cuando hablaba del espejo arrojado
contra el suelo mientras se derrite el «rey de nieve» y suena la canción de
Alaska y Dinarama: «¡Vete de aquí, no me supiste entender! (…) Ni tú, ni nadie,
nadie puede cambiarme».
Prefiero
que sean otros los que interpreten la secuencia de los acontecimientos desde
que volví a ser reportero por un día y reflejé las revelaciones de Bárcenas
sobre la financiación ilegal del PP y los sobresueldos de sus jefes; desde que
publicamos los SMS de Rajoy instando a «resistir» al ex tesorero aun después de
que se descubriera su fortuna en Suiza; desde que el presidente acusó en el
Parlamento a EL MUNDO de «manipular y tergiversar las denuncias de un
delincuente para generar una calumnia»; desde que pocos días después
demostramos que quien había «manipulado y tergiversado» había sido él,
reproduciendo la suculenta nómina de Bárcenas cuando «ya no estaba en el
partido»; desde que descubrimos que la Fiscalía investigaba las percepciones
del marido de María Dolores de Cospedal en el banco resultante de la fusión con
Caja Castilla-La Mancha; desde que ella declarara poco después en sede
judicial, sin venir a cuento, que «no leía» EL MUNDO y desde que el Gobierno y
la cúpula del PP en pleno boicotearan con ostentación e infamia un acto del
significado de la entrega de los Premios Internacionales de Periodismo -con
Vargas Llosa entre los receptores-, instituidos en memoria de tres compañeros
que dieron la vida por la libertad de prensa. El poder había convertido a EL
MUNDO en un apestado y las grandes empresas del Ibex -salvo honrosas
excepciones- actuaron en consecuencia.
Nunca
sabremos si yo continuaría siendo el director de EL MUNDO de no haber sucedido
todo esto y de no haberse entreverado tales episodios con los de Botsuana,
Corinna, Urdangarin y la Infanta. Debo admitir que lo anómalo no es que el
propietario de un periódico decida cambiar al director, sino que haya mantenido
durante 25 años al mismo. De ahí que mi gratitud hacia los sucesivos dirigentes
del grupo RCS -desde el legendario Cesare Romiti hasta el actual consejero
delegado Pietro Scott Jovane pasando por el gran Vittorio Colao- por la
confianza depositada tan larga y reiteradamente supere con creces el disgusto
actual.
Todo
administrador debe velar por los intereses de sus accionistas y es innegable
que las relaciones con el Gobierno y las demás instituciones del Estado forman
parte del marco en el que desarrolla su actividad una empresa periodística e
inciden en la marcha del negocio. En un momento tan difícil para el sector como
éste, el Ejecutivo de Rajoy podía haber tomado medidas que paliaran el impacto
del desmoronamiento de una inversión publicitaria que -se dice pronto- ha caído
en los periódicos desde los más de 2.000 millones de 2007 a los apenas 700 de
2013.
No estoy
hablando de ayudas directas sino de planes de reconversión tecnológica,
formación de periodistas, digitalización o fomento de la lectura, análogos a
los de otras democracias. En lugar de ello se nos ha obligado a pagar el error
administrativo del anterior Gobierno en la adjudicación de las licencias de la
televisión y se mantiene el IVA del 21% para los diarios digitales frente al
2,5% de Francia. Está claro que Rajoy apuesta por el mito de «un Gobierno sin
periódicos» -en realidad sueña con un Gobierno sin país- y ha optado por
convertir la crítica y la denuncia en una mercancía cada vez más onerosa para
los editores. No es extraño que en Unidad Editorial la cuerda se haya roto por
mi cintura.
Hay tres
cosas que, como les dije el jueves a mis compañeros, siento como punzadas en el
hígado: dejar de ser director mientras Javier Espinosa -símbolo de todo lo
mejor de este periódico- continúa secuestrado, no poder encabezar el desfile
del próximo 23 de octubre cuando EL MUNDO cumpla su primer cuarto de siglo y no
haber tenido tiempo para recoger los frutos del salto adelante que ha supuesto
el cambio de piel de nuestro diario. Orbyt cuenta hoy con más de 127.000
suscriptores, 91.000 de los cuales corresponden a EL MUNDO. Tenemos, pues, más
abonados digitales que todos los demás diarios españoles juntos y los orbyteros
son la sal de la tierra.
Además,
nuestra edición electrónica mantiene el liderazgo en internet, nuestras
aplicaciones para móviles y tabletas crecen exponencialmente y lo mismo sucede
con nuestras descargas de vídeo. En el canal tradicional, EL MUNDO es uno de
los dos únicos diarios nacionales con más de un millón de lectores acreditados
por el EGM -aventaja en 500.000 al tercero- y mantiene con claridad el segundo
puesto en difusión pese a que la fuerte contracción del mercado distorsiona la
perspectiva.
Cada uno
podrá interpretar como quiera las miserias del presente, pero coincido con el
diagnóstico que Miguel Ormaetxea hacía esta semana en su influyente blog
Media.tics: no hay mejor garantía de supervivencia para una empresa
periodística que conseguir que en el plazo de tres años el 50% de sus ingresos
sean digitales. Ahí están los desafíos, ahí están las oportunidades e,
inevitablemente, los riesgos. Recordad a Tácito.
Por
encima de todas las cifras me siento fieramente orgulloso -y este es un
patrimonio que nadie podrá arrebatarme- de haber sido durante estos 25 años
fiel a los principios fundacionales de EL MUNDO, plasmados en esta misma página
el 23 de octubre de 1989. Prometí que «EL MUNDO no servirá jamás a otro interés
que el del público» y así ha sido. Prometí que «EL MUNDO no utilizará jamás la
información como elemento de trueque u objeto de compraventa en el turbio
mercado de los favores políticos y económicos» y nunca lo hemos hecho. Prometí
que «toda noticia de cuya veracidad y relevancia estemos convencidos será
publicada, le incomode a quien le incomode» y reto a que alguien aporte un solo
ejemplo de que no haya sido así. Prometí que «toda investigación periodística será
culminada, le pese a quien le pese» y en la medida de nuestras posibilidades
-con éxitos históricos como los GAL, Filesa o las actas de ETA y asignaturas
pendientes de la dimensión del 11-M-, nunca ha dejado de ocurrir. Prometí que
«en este periódico no habrá tabúes, ni cotos vedados, ni zonas de sombra, ni
sanctasanctórums» y no los ha habido.
Advertí
por último: «Si alguien pretende hacernos pasar por el aro, como a tantos
otros, que abandone desde hoy toda esperanza». ¿No es un milagro que dentro de
la más bien lúgubre historia de la libertad en España hayamos podido mantener
desafiante y enhiesto este estandarte durante todo un cuarto de siglo?
Mi último
acto antes de dimitir como miembro del Consejo de Administración de Unidad
Editorial ha sido apoyar con entusiasmo el nombramiento de Casimiro
García-Abadillo como nuevo director de EL MUNDO. No tengo ninguna duda ni de su
excepcional talento profesional, ni de su integridad personal, ni de su
compromiso con todos estos valores. Bajo su batuta y con la misma orquesta
-siempre he dicho que el director representa y coordina al elenco pero quienes
tocan son los músicos- la continuidad de nuestro proyecto está asegurada.
Casimiro tiene muchas de mis virtudes y pocos de mis defectos. Aunará la
firmeza con la templanza y eso creará espacios de distensión sin que el
periódico renuncie a ninguna de sus señas de identidad. El hecho de que el
presidente ejecutivo de la compañía continúe siendo Antonio Fernández-Galiano
-imbuido como pocos editores de la percepción del periódico como proyecto
intelectual y ágora de debate- garantiza además que el nuevo director va a
seguir teniendo la misma protección y cobertura con la que siempre he contado
yo.
Por todo
ello he preferido continuar ligado a Unidad Editorial y agradezco a sus
directivos y accionistas que me permitan hacerlo en términos razonables.
Mientras
EL MUNDO siga siendo EL MUNDO me sentiría incapaz -máxime tras lo sucedido el
jueves- de hacer la competencia en ningún terreno a quienes siempre consideraré
mis compañeros. Si las circunstancias cambian me tendrán, claro está, a su
disposición.
Mientras
sigue incubándose la crisis tremenda que de un modo u otro conmoverá todos los
pilares de la España que conocemos, a mí me toca ahora dar un paso atrás. El 2
de marzo reanudaré mis cartas dominicales, auxiliado por el genio de Ricardo
Martínez, bajo un nuevo epígrafe y en una ubicación distinta. Prepararé además
la publicación de mi próximo libro -cuando me lo autorice la editorial revelaré
su contenido-, me ocuparé de la revista ‘La Aventura de la Historia’ y dedicaré
algo más de tiempo a mis amigos tuiteros.
Esta
segunda vez el ‘One Brief Shining Moment’ de Camelot ha sido bastante menos
breve y ha brillado mucho más que la primera. Hasta nuestros más enconados
enemigos reconocen que la España de este último cuarto de siglo habría sido
distinta, y probablemente peor, sin un diario como EL MUNDO. No sabemos lo que
nos deparará el futuro, pero es la hora de pedir perdón a quienes dentro y
fuera de la redacción se hayan sentido injustamente tratados por mis
decisiones, la hora de dar las gracias de corazón a todos esos españoles que
han abierto casi catorce mil millones de veces un periódico con mi firma, la
hora de aprender las reglas de urbanidad del manual del buen ex director, la
hora de colgar en el vientre de la ballena el lema de Juvenal -’Vitam impendere
vero’- que me acompañará allí donde yo vaya.
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