El
“Inventario” del adiós/ARMANDO PONCE
Revista
Proceso
# 1944, 1 de febrero de 2014.
“Su último aliento fue para Proceso”, dijo
Cristina Pacheco en medio de un abrazo, con voz que era un suspiro, en el
silencio que rodeaba una guardia fúnebre más el lunes 27 de enero en el Aula
Mayor de El Colegio Nacional. Y el último aliento de José Emilio Pacheco dio
como fruto la última de sus columnas “Inventario”, publicada en la edición 1943
de ésta, su revista. En torno de “Inventario”, nacida en 1973 en el Excélsior
que dirigía Julio Scherer García, gira el homenaje que Proceso ofrece en estas
páginas al poeta cuya personalidad y cuya obra resultan poco menos que
imposible evocar con palabras, por más que hayan sido las palabras el objeto
más obsesivo de su amor y su respeto.
El
viernes 24 de enero no fue como todos los viernes: Cristina Pacheco habló a la
sección cultural de Proceso para avisar que el “Inventario” se retrasaría y que,
por favor, no se le llamara a su esposo para no distraerlo. Acababa de pasarlo
en limpio en la computadora para que José Emilio Pacheco lo corrigiera. La
periodista se iba a su programa en Canal Once.
“Él
hablará cuando esté listo”.
Pasadas
las 18 horas, en pleno cierre de edición, la columna no había llegado.
A
las 18:38 finalmente entró con el siguiente mensaje en la computadora de la
reportera Niza Rivera:
“Querida
Niza:
“Espero
que te haya ido muy bien en tus vacaciones. Te agradecería que me llamaras para
decirme si todo llegó bien.
“Con
un esfuerzo mortal te mando el último artículo sobre Gelman.
“Mil
gracias por el libro. Dame el correo de Anne-Marie para agradecerle.”
Tres
veces le llamó Niza Rivera sin obtener respuesta. No fue sino hasta la cuarta
ocasión, hacia las 19:20 horas, cuando respondió para señalar que había oído el
timbre del teléfono pero no lo alcanzaba porque se había caído.
“Estoy
bien, si en una hora no he hablado, llámenme”, dijo.
Alarmada,
Niza le respondió que yo estaba por llegar, y que si deseaba me diría para que
mejor fuera a su casa.
Pero
José Emilio se negó.
En
cuanto llegué a la sección, unos minutos más tarde, hablé a su casa (él no
usaba celular).
“Estoy
bien, me tropecé con una hilera de libros en el estudio”, dijo de entrada.
No
mencionó para nada ningún golpe. Simplemente que, por su falta de fuerzas en
las piernas para levantarse, había estado en el suelo un buen rato.
Rechazó
de nuevo que lo fuera a ver o que pidiera a nuestro ayudante Víctor Ramírez,
quien siempre le llevaba la mensajería, se diera una vuelta.
Y
con su amabilidad extrema añadió:
“Además
estás en el cierre.”
Insistí:
No
hay problema, sólo faltaba tu ‘Inventario’, ahora lo veo y…”
“No,
no te molestes –repitió–, además no hay nadie quien abra, yo no puedo bajar.”
La
conversación duró una media hora.
A
la mañana siguiente, sábado 25, Alejandro Caballero, coordinador de
proceso.com.mx, me avisó que acababan de internar a José Emilio en terapia
intensiva del Instituto de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”.
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Desde
ese momento Laura Emilia, escritora y traductora como su padre, fue el único
lazo con la prensa para informar paso a paso sobre su salud. El primer parte
médico lo señalaba como “estable, pero delicado”.
Nadie
lo podía creer. La información, además, era imprecisa. Pero se hablaba de un
golpe en la cabeza. Algún diario inventó que se había rodado de las escaleras.
Durante
todo ese sábado y la mitad del domingo los reportes revelaban el mismo parte. Y
los médicos dijeron:
“Pronóstico
reservado.”
Con
fortaleza extraída de ningún otro lado sino del amor de su hermana menor
Cecilia, su madre Cristina y el suyo propio, Laura Emilia Pacheco salió esa
tarde a decir a los reporteros en el hospital de Tlalpan:
“Con
enorme pesar tengo que decirles que mi padre murió hace unos 20 minutos. Se fue
muy tranquilo, se fue en paz, murió en la raya, como él hubiera querido.”
Eran
casi las 19:00 horas. Habían sido dos días interminables para todo el mundo y
silenciosos para él, el más importante hombre de letras de la lengua española y
el más reconocido de México por su honestidad intelectual, su desapego a la
publicidad, su atenta mirada crítica al desastre de la política nacional y su
tarea inconmensurable en pos de una obra permanentemente revisada.
Cuando
la noticia empezó a correr unos segundos después por obra y gracia de esas
redes sociales que un modernísimo Pacheco usó y cuestionó con fervor, parecía
una mentira. La conmoción se juntó con el estupor. Vicente Rojo, su amigo y
colega entrañable desde la juventud, y con quien en 1978 publicó 20 poemas y 20
serigrafías sobre su infancia, Jardín de niños (Proceso, 86), resumió el sentir
general en la página web del semanario: “Pido una disculpa, pero simplemente no
puedo hablar”.
Contaría
Cristina Pacheco que a su regreso a casa el viernes, antes de dormir, le dijo a
José Emilio que si quería ir al doctor, a lo que contestó: “Por un mísero golpe
en la cabeza no voy a ir al hospital”.
Debió
al menos parecer imposible para los lectores de su columna “Inventario”
aparecida ese mismo domingo. Estaba dedicada por JEP (así la firmaba) al poeta
argentino radicado en México hacía un cuarto de siglo, su amigo y vecino, Juan
Gelman, quien lo antecedió en la muerte el día 14 de enero. Debía posponer su
serie de “Inventarios” sobre el centenario de Albert Camus, publicados hacia el
final del 2013 y que remataría en enero con la histórica polémica que distanció
a éste de su colega francés Jean-Paul Sartre para siempre (“la razón la tenía
Camus”).
Sobre
el tema había comentado que le encantó el material donde la corresponsal de
Proceso en París, Anne-Marie Mergier, resumió la amistad epistolar entre Camus
y Roger Martin du Gard en base al libro que acababa de aparecer en Francia.
Anne-Marie me lo envió inmediatamente e inmediatamente Víctor Ramírez lo llevó
a su casa de la calle de Reynosa.
Luego
de una primera columna sobre el contexto histórico en el que vivió Gelman,
decidió hacer otra, ya sobre su aportación poética. Pero anunció:
“No
es bueno decir nunca en un artículo: ‘continuará’. Ya ves, tuve que posponer
Camus.”
Lo
tituló “La travesía de Juan Gelman”, que comienza así:
“¿Existirá
una palabra para la nostalgia de lo que no fue y estuvo a punto de ser?”
En
declaraciones a la prensa Pacheco ubicó a Gelman como “hasta el martes pasado
el mejor poeta vivo de la lengua”.
Gelman,
desde luego, se habría inconformado porque pensaba lo mismo de Pacheco. Ambos
habían recibido los dos galardones literarios más significativos otorgados en
España, el Reina Sofía de Poesía en Madrid y el Premio Cervantes en Alcalá de
Henares, que los colocó automáticamente en la candidatura del Nobel.
A
lo largo de 2013, debido a los problemas de su dificultosa movilidad y a
últimas fechas de una operación en los ojos que le impedía forzar la vista,
José Emilio hacía grandes esfuerzos para concluir la columna. La entrega se fue
haciendo impredecible. Para los tiempos de la revista, el cierre de la sección
cultural se había establecido los jueves, pero él la estaba enviando los
viernes poco antes de la comida.
Hace
un par de meses, como José Emilio nunca accedería a publicar todos los
“Inventarios” en varios volúmenes (“es un crimen meter a un autor en unas obras
completas, nadie lo lee”, decía Pacheco), y como siempre reescribía todos sus
textos, lo cual era una tarea imposible, Vicente Leñero sugirió que se fueran
editando temáticamente en libros no muy extensos.
A
JEP la idea le encantó.
En
otra ocasión se quejó de que sus libros ya cubrían en todas las paredes y
libreros tres hileras, lo cual le impediría escribir más el “Inventario” y
cualquier otro texto. Rafael Rodríguez Castañeda le propuso hacer una casa de
cultura que alojara su biblioteca en un inmueble que se vendía a espaldas de la
revista. Estaría manejada por un fideicomiso. El proyecto no se concretó.
Por
su parte, Julio Scherer nos dijo: “Que de ninguna manera deje José Emilio de
escribir el ‘Inventario’”.
“Tarde,
pero cumplí”, escribía. O de plano pedía disculpas por no haber terminado. En
la revista se producía desaliento, pero a él lo atormentaba.
En
1980 “Inventario” recibió el Premio Nacional de Periodismo en Divulgación
Cultural. Lo entregaría el presidente José López Portillo. José Emilio se
escondió, hizo creer que estaba fuera de México y me pidió, ya que al galardón
se agregaba un diploma para el medio que lo publicaba, si podía ir a recogerlos
a la ceremonia de Los Pinos.
Y
sí, fui.
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