La
piadosa mirada de José Emilio/ENRIQUE KRAUZE
Revista
Proceso
# 1944, 1 de febrero de 2014.
Como
José Emilio nos enseñó a extrañar, así extrañaremos su “Inventario” en Proceso. Representaba, ante
todo, un esfuerzo enorme de investigación, disciplina y laboriosidad. Apoyado
sólo en sus libros y su prodigiosa memoria, recreaba semana tras semana un
capítulo curioso, típico, trascendente de la historia literaria (y de la
historia sin más) mexicana, latinoamericana o universal. ¿A qué género
pertenecían? Su contenido podía variar, pero su forma habitual era la de una
narración: un cuento de la realidad.
Cuando
aparecieron las modernas herramientas de investigación, Google o Wikipedia,
José Emilio –por un momento– temió la obsolescencia de sus textos y quizá por
eso se resistió a recogerlos. Pero entendió que pertenecían a un universo
distinto. Las bases de datos son inertes. Los hechos, hechos son. Y pocos
escritores nuestros, acaso sólo Alfonso Reyes, han dotado a la materia
histórica, por más nimia que pareciera, de un aliento poético semejante.
¿Qué
buscaba José Emilio en la historia? Buscaba la abolición del olvido. Una
inabarcable nostalgia por el paraíso perdido era su estado natural. Veía las
calles de su colonia, las plazas, parques y edificios de su ciudad, los cielos
ennegrecidos, como personajes trágicos de una lenta caída, en el sentido casi
bíblico del término. Pero en su actitud no hubo, salvo raras excepciones,
iracundia profética (no era un espíritu religioso) sino una digna resignación
(no sentimental, estoica) cuya expresión común era la elegía. Su temple se
parece al de Netzahualcóyotl, y también su canto. Inspirado en aquel
melancólico rey, escribió:
No
tenemos raíces en la tierra.
No
estaremos en ella para siempre:
sólo
un instante breve.
También
se quiebra el jade
y
rompe el oro
y
hasta el plumaje de quetzal se desgarra.
No
tendremos la vida para siempre:
sólo
un instante breve.
Pero
sabía gozar. El tema de nuestras conversaciones (comidas pantagruélicas en el
Pabellón Suizo, hoy derruido) era la geografía literaria de la ciudad. Me
insistía, por ejemplo, en levantar un mapa detallado de las casas donde vivió
Octavio Paz. Y alguna vez publicamos un libro suyo sobre la invasión del 47,
con los detalles más vívidos e inverosímiles sobre aquella guerra injusta que
José Emilio parecía haber atestiguado en Chapultepec, al lado de Guillermo
Prieto: la exacta localización del campamento americano, el sitio preciso de la
batalla de Padierna, los primeros daguerrotipos que tomaron las tropas de
Taylor. Como un titán de la memoria, luchaba por poner en blanco y negro los
trabajos y los días de sus ancestros y sus contemporáneos. No lo movía sólo el
amor al pasado sino un amor específico y desesperado: el amor nacido de la
piedad.
Abro
su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo y leo su dedicatoria. Es de 1978.
Escrita en pluma fuente, su inconfundible letra –simétrica y marcial, como un
caligrama chino– semeja los viejos tipos de imprenta. Una caligrafía para
desafiar al tiempo.
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