30 nov 2014

El primer tercio y la gran crisis/LORENZO MEYER

Revista Proceso, No. 1987, 29 de noviembre de 2014
El primer tercio y la gran crisis/LORENZO MEYER
Números y significado

Al concluir el segundo año del sexenio de Enrique Peña Nieto (EPN), y teniendo como marco una inesperada y severa crisis política, han aparecido números que dicen mucho sobre la naturaleza del bienio.
 Una encuesta del Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados aparecida en octubre, es decir, antes de que la tragedia de Iguala agudizara la actual crisis política, muestra que apenas 11% de los ciudadanos aceptó tener mucha confianza en el presidente de la República; otro 21% le concedió algo de la misma. En contraste, 33% declaró que ya era poca su confianza en el personaje y, finalmente, 32% de plano aseguró no tenerle ninguna. En consecuencia, si se toman como punto de referencia las elecciones de 2012, donde EPN recibió el voto de 38.15% de quienes acudieron a las urnas, el conjunto de ciudadanos que aún confían en el ahora jefe del Ejecutivo es 16% menor al que votó por él hace dos años. La mayoría –dos tercios– ve a EPN con mucha o total desconfianza.
 Ahora bien, EPN y los suyos pueden optar por otras cifras, por ese número 11 que consideran simboliza el lado brillante de su bienio: el conjunto de “reformas estructurales” que en algún futuro modernizarán a México. Las 11 reformas son, en realidad, 10: energética, competencia económica, telecomunicaciones y radiodifusión, hacendaria, financiera, educativa, electoral, la del amparo, el código de procedimientos penales y transparencia; la laboral, que generalmente se incluye en el grupo, en realidad tuvo lugar al concluir el sexenio anterior.
 Blitzkrieg y petróleo

 La ofensiva legislativa relámpago de EPN y su partido contra el status quo se presentó como una gran victoria política, sobre todo por el contraste con la impotencia que en este campo mostró el PAN durante los 12 años que tuvo el control de la Presidencia.

Vistas con detenimiento, las 11 reformas mencionadas no fueron el parteaguas que el gobierno dijo que eran, salvo en un caso: el de los hidrocarburos. Y es que el cambio del artículo 27 constitucional para permitir el acceso del capital privado nacional e internacional a todos los campos de la industria del petróleo y el gas fue el golpe decisivo del neoliberalismo en contra del último gran pilar del nacionalismo forjado por la Revolución Mexicana que aún permanecía en pie.

Años antes, el gobierno panista de Felipe Calderón había intentado un ataque lateral a la herencia constitucional cardenista pero fracasó. Y es que Calderón se propuso abrir la explotación de los depósitos de petróleo en aguas profundas al capital privado extranjero prometiendo encontrar “un tesoro”, mas no logró el apoyo de la oposición priista. En contraste, EPN diseñó una estrategia que de entrada implicó contar con la anuencia y la colaboración activa e incluso entusiasta de la oposición panista y perredista. Fue de este modo que en tan sólo 20 meses EPN levantó el marco legal de un proyecto sexenal que debería permitir a su gobierno una gran libertad en la asignación de recursos y oportunidades al sector privado, en particular a empresarios cercanos a él y al grupo que controla al gobierno federal.

El corazón del proyecto

La estrategia legislativa que llevó a lograr las “reformas estructurales” se diseñó a partir del llamado “Pacto por México”. Este documento de 95 puntos, dado a conocer al día siguiente de la toma de posesión, se convirtió en el corazón político de la primera etapa del sexenio. Fue un gran acuerdo cupular entre el presidente y su partido, por un lado, y por el otro los presidentes de los dos grandes partidos que, formalmente, constituían la oposición de derecha e izquierda: el PAN, que tras dos sexenios en la Presidencia apenas obtuvo en 2012 el 25.4% de los votos, y el PRD, entonces la segunda fuerza política (31.5% de los sufragios), pero que para entonces ya estaba en una situación difícil, pues su candidato presidencial y gran movilizador del voto, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), lo había abandonado para fundar otro –Morena– que, inevitablemente, a partir de 2015 competiría con el PRD por el espacio izquierdo del espectro político nacional.

De todos los cambios propuestos en el Pacto por México, el más importante –el corazón del corazón– era el que se concentraba en los puntos o compromisos del 54 al 60, y que implicaron la reforma al artículo 27 constitucional en materia de hidrocarburos. Sin rechazar el principio de que los depósitos petroleros son propiedad de la nación, la reforma hizo de Pemex –símbolo del nacionalismo económico– una empresa petrolera más, una que deberá competir con otras pues se eliminó la restricción que desde 1960 impedía la firma de contratos con particulares para la extracción de hidrocarburos; también se abrió la petroquímica básica –hasta ese momento un monopolio del Estado– a la inversión privada, lo mismo que el transporte y la comercialización de los combustibles. Como corolario, el mercado eléctrico también se abrió al capital privado nacional o externo.

El aplauso externo

Las medidas anteriores, y en una actitud que recordó lo sucedido con Carlos Salinas, los gobiernos y los medios de comunicación internacionales se mostraron entusiasmados hasta el extremo por el retorno del PRI neoliberal al poder. Además, este retorno se hizo sin la sombra del burdo fraude electoral de 1988 (la compra e inducción de votos en 2012 se consideró peccata minuta, parte de los usos y costumbres del país y practicada por todos los contendientes). La revista Time del 24 de febrero de 2014 incluso dio su portada a EPN y lo presentó como el “salvador de México”.

La caída y prisión de la poderosa dirigente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), Elba Esther Gordillo, fue interpretada por esos mismos observadores externos no como el castigo a una antigua priista convertida en un obstáculo para devolver al SNTE su carácter de instrumento priista, sino como lo que no fue: el inicio de un ataque a fondo de un mal endémico: la corrupción. La captura en febrero de 2014 del poderoso e internacionalmente famoso narcotraficante de Sinaloa Joaquín El Chapo Guzmán volvió a producir el aplauso externo, pese a que la actividad de los cárteles del narcotráfico no disminuyó en nada.

Finalmente, mientras el PAN, los círculos empresariales y el exterior loaban la “valentía” de EPN para poner fin a la última herencia cardenista –la actividad petrolera como monopolio estatal–, la mayoría de los mexicanos mantuvo una opinión contraria. Una encuesta del instituto Pew de Estados Unidos, publicada a inicios de 2014, mostró que la apertura de la industria petrolera al capital privado extranjero era reprobada por la mayoría de los mexicanos (57% contra 34%).

Y, sin embargo, la economía no
se mueve

Las “reformas estructurales”, se dijo dentro y fuera del país, habían creado el “Mexican moment”. En los círculos empresariales se aceptó la tesis que sostenía que la ortodoxia económica traería como consecuencia un repunte de la economía mexicana y que, por fin, el país se reencontraría con la generación de empleo, la disminución de la pobreza y con todo lo que se asocia al crecimiento económico. Sin embargo, al concluir 2014, la promesa del crecimiento se mantenía como eso, como una promesa, mientras que la realidad insistía en mantener mediocre el incremento del PIB.

Al inicio de 2014, los pronósticos de la tasa de crecimiento del PIB –ligados a los vaivenes de la economía estadunidense– fueron modestamente optimistas: 3.4% se dijo en febrero en el Banco de México, pero al correr del año las expectativas fueron disminuyendo hasta quedar en vaticinios absolutamente mediocres: entre 2.1% y 2.6%. En noviembre de 2014 una encuesta señaló que, en relación con el año anterior, 40% de los mexicanos consideraba que su situación económica permanecía estancada, pero 48% aseguró que había empeorado (Excélsior, 24 de noviembre). Por otro lado, la Cepal hizo notar que mientras en la mayoría de los países latinoamericanos la pobreza y la indigencia iban a la baja, en México ocurría exactamente lo contrario, aquí iban al alza (“Panorama social de América Latina, 2013”).

Fue en este marco de insuficiencia económica para la mayoría pero de casi euforia para la minoría que estalló la crisis de inconformidad política masiva al final del segundo año de gobierno de EPN.

La crisis

El detonador de las protestas masivas contra el gobierno en general y contra EPN en particular se localiza en una ciudad de 140 mil habitantes –Iguala– en Guerrero, el estado con los peores índices de marginación. El asesinato de seis personas y el secuestro y paradero desconocido de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa por la policía municipal en complicidad con el crimen organizado –los Guerreros Unidos– la noche del 26 de septiembre, no obstante la presencia del 27 Batallón de Infantería en la ciudad, detonó una reacción de gran indignación que hechos más monstruosos en el pasado no habían logrado, como la desaparición en un solo día de 300 personas en Allende, Coahuila, a manos de Los Zetas en 2011.

Que el crimen involucrara la subordinación del cuerpo de policía y de toda la estructura municipal de Iguala y Cocula al crimen organizado, que la acción exhibiera un grado inaudito de crueldad –desollar y sacar los ojos de una de las jóvenes víctimas– y que el gobierno federal no lograra dar con los secuestrados, hizo que lo acontecido en Guerrero fuera la proverbial gota que derramó un vaso lleno de agravios en contra de la sociedad mexicana.

La tragedia de Iguala, a la que le había precedido la de Tlatlaya, donde el Ejército ejecutó a sus prisioneros y a la que después se le agregaría un caso concreto de tráfico de influencias a nivel presidencial –la mansión de lujo extremo que un contratista del gobierno del Estado de México, el tamaulipeco Juan Armando Hinojosa Cantú, construyó para la esposa de EPN–, desembocó en movilizaciones en todo el país y en el extranjero, que demandaron no sólo el esclarecimiento del crimen contra los estudiantes, sino incluso la renuncia de EPN. Esas movilizaciones y protestas buscaron y buscan hacer evidente el hartazgo de un buen número de ciudadanos con una estructura de gobierno corrupta hasta la médula y a todos los niveles, que es ineficiente, refractaria a la rendición de cuentas y asociada en numerosos puntos con un crimen organizado que tiene más cabezas que la Hidra de Lerna. Se trata de un reclamo masivo ante la incapacidad de resolver el problema del estancamiento económico, el rechazo a la desnacionalización del aparato productivo, a la reproducción de una estructura social donde una familia posee la segunda mayor fortuna del mundo mientras que la mitad de la población es clasificada como pobre y, finalmente, el disgusto frente a una política sostenida por acuerdos entre partidos que no representan otros intereses que los de ellos mismos.

¿Recuperar la iniciativa?

Tras quedar pasmado por semanas ante la crisis que se le vino encima, y después de transcurrir dos meses sin poder o sin querer encontrar a los estudiantes desaparecidos, pero descubriendo cada vez más fosas clandestinas con cadáveres que no se buscaban, EPN decidió asumir como propio uno de los lemas de las movilizaciones en su contra –“Todos somos Ayotzinapa”–, y el 27 de noviembre propuso un plan de 10 puntos para enfrentar no la raíz de la crisis sino sus manifestaciones más inmediatas. Se trató de un claro intento por arrebatar la iniciativa política de manos de los padres y compañeros de los estudiantes desaparecidos, de los jóvenes estudiantes que forman el grueso de las marchas en las calles. La iniciativa con sus 10 puntos puede ser vista como una edición de bolsillo del “Pacto por México” para combatir la inseguridad y el crimen organizado, reformar las policías estatales y reafirmar las declaraciones contra la corrupción y la pobreza. El punto más llamativo de la propuesta es un proyecto de ley que permitirá al gobierno federal desaparecer ayuntamientos ahí donde el crimen se haya apoderado de la autoridad local, lo que viene bien con el esfuerzo de EPN de recuperar algo del presidencialismo del pasado.

Hasta ahora, la respuesta de EPN y su gobierno a la crisis se antoja pequeña en relación a las dimensiones de ésta, donde lo que se cuestiona de manera masiva ya no es sólo al presidente y a su gobierno sino al régimen mismo. Está aún por verse si EPN realmente puede recuperar el liderazgo real del proceso político, pues si bien él y los suyos tienen el control de las instituciones formales, la legitimidad la tienen quienes los cuestionan.

La crisis que afronta EPN al final de su primer tercio es, finalmente, no sólo una crisis de su gobierno, sino de todo un régimen, resultado de una transición que se inició en 1997 y que a estas alturas pareciera agotada y fallida.

Lo sucedido en Iguala ha servido para hacer evidente a una parte sustantiva de la sociedad mexicana, en particular a los jóvenes, que el problema de fondo es que en el siglo XXI se logró modificar pero no acabar con el régimen autoritario creado por el PRI y el presidencialismo en el siglo pasado.

La cuestión importante al concluir 2014 no es tanto cómo enfrentará EPN lo que resta de su sexenio, sino cómo la sociedad mexicana puede aprovechar esta coyuntura crítica –la movilización y el hartazgo– para dar forma a un proyecto alternativo al que hoy existe, uno efectivamente nacional y para el siglo XXI.



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