Discurso de Francisco en la Divina Liturgia desde Turquía
ESTAMBUL,
30 de noviembre de 2014. En su última día de visita a
Turquía, el Papa Francisco participó junto al Patriarca Ecuménico Bartolomé, en
una Divina Liturgia, y al término dio un discurso donde abogó por la unidad de
los cristianos, la cual -afirmó-, es exigida por los pobres, los jóvenes y las
víctimas de los conflictos.
El discurso de Francisco:
Como
arzobispo de Buenos Aires, he participado muchas veces en la Divina Liturgia de
las comunidades ortodoxas de aquella ciudad; pero encontrarme hoy en esta
Iglesia Patriarcal de San Jorge para la celebración del santo Apóstol Andrés,
el primero de los llamados, Patrón del Patriarcado Ecuménico y hermano de san
Pedro, es realmente una gracia singular que el Señor me concede.
Encontrarnos,
mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo de paz, orar unos por
otros, son dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la
plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente
esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico. Un
verdadero diálogo es siempre un encuentro entre personas con un nombre, un
rostro, una historia, y no sólo un intercambio de ideas.
Esto
vale sobre todo para los cristianos, porque para nosotros la verdad es la
persona de Jesucristo.
El ejemplo de san Andrés que, junto con otro discípulo,
aceptó la invitación del Divino Maestro: «Venid y veréis», y «se quedaron con
él aquel día», nos muestra claramente que la vida cristiana es una experiencia
personal, un encuentro transformador con Aquel que nos ama y que nos quiere
salvar. También el anuncio cristiano se propaga gracias a personas que,
enamoradas de Cristo, no pueden dejar de transmitir la alegría de ser amadas y
salvadas. Una vez más, el ejemplo del Apóstol Andrés es esclarecedor. Él,
después de seguir a Jesús hasta donde habitaba y haberse quedado con él, «encontró
primero a su hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías"
(que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús». Por tanto, está claro que tampoco
el diálogo entre cristianos puede sustraerse a esta lógica del encuentro
personal.
Así
pues, no es casualidad que el camino de la reconciliación y de paz entre
católicos y ortodoxos haya sido de alguna manera inaugurado por un encuentro,
por un abrazo entre nuestros venerados predecesores, el Patriarca Ecuménico
Atenágoras y el Papa Pablo VI, hace cincuenta años en Jerusalén, un
acontecimiento que Vuestra Santidad y yo hemos querido conmemorar
encontrándonos de nuevo en la ciudad donde el Señor Jesucristo murió y
resucitó.
Por
una feliz coincidencia, esta visita tiene lugar unos días después de la
celebración del quincuagésimo aniversario de la promulgación del Decreto del
Concilio Vaticano II sobre la búsqueda de la unidad entre todos los cristianos,
Unitatis redintegratio. Es un documento fundamental con el que se ha abierto un
nuevo camino para el encuentro entre los católicos y los hermanos de otras
Iglesias y Comunidades eclesiales.
Con
aquel Decreto, la Iglesia Católica reconoce en particular que las Iglesias
ortodoxas «tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la
sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún con
nosotros con vínculo estrechísimo». En consecuencia, se afirma que, para
preservar fielmente la plenitud de la tradición cristiana, y para llevar a
término la reconciliación de los cristianos de Oriente y de Occidente, es de
suma importancia conservar y sostener el riquísimo patrimonio de las Iglesias
de Oriente, no sólo por lo que se refiere a las tradiciones litúrgicas y
espirituales, sino también a las disciplinas canónicas, sancionadas por los Santos
Padres y los concilios, que regulan la vida de estas Iglesias.
Considero
importante reiterar el respeto de este principio como condición esencial y
recíproca para el restablecimiento de la plena comunión, que no significa ni
sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos
los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el gran
misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el Señor, por medio del
Espíritu Santo. Quiero asegurar a cada uno de vosotros que, para alcanzar el
anhelado objetivo de la plena unidad, la Iglesia Católica no pretende imponer
ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común, y que estamos dispuestos a
buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y la experiencia del
primer milenio, las modalidades con las que se garantice la necesaria unidad de
la Iglesia en las actuales circunstancias: lo único que la Iglesia Católica
desea, y que yo busco como Obispo de Roma, «la Iglesia que preside en la
caridad», es la comunión con las Iglesias ortodoxas. Dicha comunión será
siempre fruto del amor «que ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que se nos ha dado», amor fraterno que muestra el lazo
trascendente y espiritual que nos une como discípulos del Señor.
En
el mundo de hoy se alzan con ímpetu voces que no podemos dejar de oír, y que
piden a nuestras Iglesias vivir plenamente el ser discípulos del Señor
Jesucristo.
La
primera de estas voces es la de los pobres. En el mundo hay demasiadas mujeres
y demasiados hombres que sufren por grave malnutrición, por el creciente
desempleo, por el alto porcentaje de jóvenes sin trabajo y por el aumento de la
exclusión social, que puede conducir a comportamientos delictivos e incluso al
reclutamiento de terroristas. No podemos permanecer indiferentes ante las voces
de estos hermanos y hermanas. Ellos no sólo nos piden que les demos ayuda
material, necesaria en muchas circunstancias, sino, sobre todo, que les
apoyemos para defender su propia dignidad de seres humanos, para que puedan
encontrar las energías espirituales para recuperarse y volver a ser
protagonistas de su historia. Nos piden también que luchemos, a la luz del
Evangelio, contra las causas estructurales de la pobreza: la desigualdad, la
falta de un trabajo digno, de tierra y de casa, la negación de los derechos
sociales y laborales. Como cristianos, estamos llamados a vencer juntos a la
globalización de la indiferencia, que hoy parece tener la supremacía, y a
construir una nueva civilización del amor y de la solidaridad.
Una
segunda voz que clama con vehemencia es la de las víctimas de los conflictos en
muchas partes del mundo. Esta voz la oímos resonar muy bien desde aquí, porque
algunos países vecinos están sufriendo una guerra atroz e inhumana. Turbar la
paz de un pueblo, cometer o consentir cualquier tipo de violencia,
especialmente sobre los más débiles e indefensos, es un grave pecado contra
Dios, porque significa no respetar la imagen de Dios que hay en el hombre. La
voz de las víctimas de los conflictos nos impulsa a avanzar diligentemente por
el camino de reconciliación y comunión entre católicos y ortodoxos. Por lo
demás, ¿cómo podemos anunciar de modo creíble el mensaje de paz que viene de
Cristo, si entre nosotros continúa habiendo rivalidades y contiendas?
Una
tercera voz que nos interpela es la de los jóvenes. Hoy, por desgracia, hay
muchos jóvenes que viven sin esperanza, vencidos por la desconfianza y la
resignación. Muchos jóvenes, además, influenciados por la cultura dominante,
buscan la felicidad sólo en poseer bienes materiales y en la satisfacción de
las emociones del momento. Las nuevas generaciones nunca podrán alcanzar la
verdadera sabiduría y mantener viva la esperanza, si nosotros no somos capaces
de valorar y transmitir el auténtico humanismo, que brota del Evangelio y la
experiencia milenaria de la Iglesia. Son precisamente los jóvenes – pienso por
ejemplo en la multitud de jóvenes ortodoxos, católicos y protestantes que se
reúnen en los encuentros internacionales organizados por la Comunidad de Taizé
– los que hoy nos instan a avanzar hacia la plena comunión. Y esto, no porque
ignoren el significado de las diferencias que aún nos separan, sino porque
saben ver más allá, son capaces de percibir lo esencial que ya nos une.
Santidad,
estamos ya en el camino hacia la plena comunión y podemos vivir ya signos
elocuentes de una unidad real, aunque todavía parcial. Esto nos reconforta y
nos impulsa a proseguir por esta senda. Estamos seguros de que a lo largo de
este camino contaremos con el apoyo de la intercesión del Apóstol Andrés y de
su hermano Pedro, considerados por la tradición como fundadores de las Iglesias
de Constantinopla y de Roma. Pidamos a Dios el gran don de la plena unidad y la
capacidad de acogerlo en nuestras vidas. Y nunca olvidemos de rezar unos por
otros.
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