El provocador incesante/Jorge Edwards
El
País | 30 de noviembre de 2014
Juan
Goytisolo recibió la llamada de larga distancia que le anunciaba el premio Cervantes
el pasado lunes, en su casa de Marrakech. La deliberación del jurado había sido
larga, difícil, y el premio se definió en la sexta rueda de votaciones. Se sabe
que Luis Goytisolo, el notable novelista de Antagonía y hermano suyo, era uno
de sus rivales, pero parece que había otros nombres de primera línea. Uno podía
creer que Juan había ganado el Cervantes hacía rato, pero ocurría exactamente
lo contrario: el autor de Señas de identidad, de Reivindicación del conde don
Julián, de Coto vedado, de otros clásicos de la literatura española del siglo
XX, había sido olvidado durante décadas, o había sido víctima de uno de esos
vetos no declarados que abundan en nuestras sociedades.
Nuestra
generación leía en Chile las primeras novelas de Juan Goytisolo a mediados de
la década de los cincuenta. El novelista fue una leyenda precoz, inesperada,
porque llegaba del interior de la España de Franco, y más tarde fue una leyenda
que se prolongaba en el tiempo y se renovaba entre minorías, de una manera en
parte marginal y en parte secreta. Es decir, para emplear terminologías más
recientes, fue desde su juventud y ha seguido siendo hasta hoy un escritor de
culto y un provocador literario incesante. En una entrevista de esta semana, a
propósito de su premio, declara lo siguiente, que sólo atino a copiar en forma
textual: “Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo. Cuando me
nombran persona non grata sé que tengo razón”.
A
mí me han dado uno que otro premio, antes incluso que a Juan Goytisolo, lo cual
demuestra la injusticia o la distracción de estas premiaciones, pero siempre he
luchado para que esos galardones que se reciben de mano ajena no perturben mi
ritmo propio de vida, de lectura, de escritura. Por eso recibí las noticias del
Cervantes en las duchas del Club de Tenis Santiago, en el estado en que Dios me
echó al mundo. Juan, según parece, recibió el aviso del suyo después de
regresar del Café de France por la plaza de Xemaá-el-Fná, saludando a la gente,
hablando con los niños del patio de su casa, de su familia de adopción.
He
leído siempre la prosa narrativa de Juan Goytisolo, sus ensayos literarios, sus
artículos, y ahora me propongo releerlos. Una de las ventajas de mi Madrid de
estos días consiste en tener dos o tres librerías espléndidas a distancia de
caminata, además de una librería anticuaria y de libros viejos en el centro de
la plaza de una de mis esquinas. La otra ventaja es disponer de algo de tiempo
para escribir y para releer: confieso que abuso, en esta etapa, de los placeres
interminables de la relectura. Por ejemplo, me pidieron que hablara de la
novela del siglo XX y me puse a leer de nuevo La montaña mágica, de Thomas
Mann, que leí en los años finales, entre el Colegio de San Ignacio y la Escuela
de Derecho de la calle Pío Nono, de mi adolescencia y mi primera juventud. Es
otra novela, desde luego, pero es también una recuperación, un
redescubrimiento: una forma digna de Proust de recobrar el tiempo de las
lecturas perdidas.
Una
de las razones que tuvo el jurado para premiar a Juan Goytisolo es “su
capacidad indagatoria en el lenguaje”. Después del realismo de sus primeros
textos, escritos entre la España del franquismo y el París de la década de los
cincuenta, creo que Goytisolo inventó una prosa introspectiva, de autoanálisis,
de autobiografía ficticia, engañosa, de personajes ajenos, literarios,
históricos emblemáticos, como la Celestina, o como el Conde don Julián,
convertidos, en un proceso de identificación literaria, en autorretratos. Se
distanció, de ese modo, de los escritores locales, y se acercó, a la vez, a los
grandes creadores del exilio hispánico: a un Pablo Picasso, a un Luis Buñuel.
Ahora
me atrevo a pensar que las interpretaciones del Quijote de los autores del 98,
las que leíamos en nuestros años de estudiantes, eran, a la vez que brillantes,
sugerentes, interpretaciones sesgadas, parciales. Aunque discrepara, Unamuno
estaba quizá demasiado cerca y de algún modo enredado en el jesuitismo católico
y vasco. Y lo castizo era una probable manía de Azorín, aun cuando la mirada
abierta, movediza, digresiva, irónica, de su querido Montaigne podía salvarlo.
Juan
Goytisolo, como novelista, como memorialista, como ensayista, introdujo una
mirada discrepante, plural, que como sudamericanos podríamos llamar mestiza.
Fue, como lo describió Carlos Fuentes, otro novelista latinoamericano, por
suerte para todos nosotros, los de una orilla y de la otra. Al insistir en los
antecedentes árabes de la literatura española clásica, nos enseñó a pensar
mejor, con una libertad más auténtica. La prosa de sus memorias, de su
escritura directamente autobiográfica, lo llevó a una exposición cruda y bella
de su intimidad, a un abandono de los pudores tradicionales, a una forma de
confesión poco frecuente en las letras nuestras, por mucho que nos cueste admitirlo.
La
concesión tardía del Cervantes no es tan buena, quizá, para él, ya que tiende a
sospechar de sí mismo, y con razones que son perfectamente suyas, pero es muy
buena para el premio y para los demás premiados. Implica una corrección, un
golpe de timón, un cambio de rumbo necesario, estimulante, favorable para
todos.
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