Revista
Proceso
# 2072, 17 de julio de 2016..
La
moral es un árbol que da Moreiras/FABRIZIO MEJÍA MADRID
En
breve se cumplirán 20 años de que me demandaron –como diría mi vecino– “por
haberle dañado su honor a alguien”. La peripecia contuvo todos los puntos del
decálogo de estos casos:
Lo
que creo es que hay que tener honor para que alguien te lo dañe. No es, por
supuesto, lo que opine uno mismo de su más alta consideración, sino que se
trata de algo que se describe como “fama pública” o, más sencillamente, lo que
los demás opinen de ti. Una reputación –dicen– se hace durante toda una vida y
se pierde en un segundo. Pero eso que es el “honor” es difícil de establecer si
no es el de una heroína que no se entrega a su pasión por el “qué dirán”. En el
siglo XV español tenía una razón de existir: el honor de una dama equivalía a
su virginidad, a no mezclar la sangre azul con la plebeya. Los caballeros se
batían en duelo por él: ante el matar o morir, el dicho perdía su prioridad. Se
demostraba con ello la disposición a proteger el linaje dinástico, la
“hidalguía”, es decir, ser hijo de alguien. Pero en las leyes mexicanas y los
juzgados ¡Sponda! las cosas no son tan precisas. Primero porque el “honor”
puede ser visto como “virtud” –algo intrínseco al Señor que, de hecho, quiere
decir “hombría”– o como “mérito”, es decir, algo tangible que corra riesgo de
ser dañado: un reconocimiento, un cargo, un ascenso. La fama, por descontado,
es una inmortalidad de segunda mano, pero en esa palabra se mezclan cosas tan
distintas como la protección a la privacidad, a la intimidad, a los datos
personales o a la inviolabilidad del propio domicilio y hasta la dignidad
humana que –para mí– es la mesura ante la certeza del final. La dignidad no es
intrínseca a nadie, es sólo la modestia ante la fortuna, buena o mala. No hay
dignidad en el alarde ni en la desesperación.
Creo
que el único “honor” que debería interesarle a la justicia debería ser el
concreto: este Señor vs Su Charro Negro. En el caso de Moreira contra Aguayo
debería considerarse que no están en igualdad de circunstancias. Uno es un
académico y el otro es un hombre de poder. La reputación de un hombre público
que ha sido presidente de su partido, gobernador y delegado del sindicato de
los maestros de Elba Esther Gordillo, no debería ser opacada por un artículo de
periódico. La etérea reputación tendría que ser medible: el Señor dejó de
obtener un beneficio, gracias a que hablaste mal de sus supuestas virtudes. Y
ese es el otro problema de que el honor haya emigrado de la señorita de
vestidos largos y abanicos a las leyes. El juez toma una denuncia de “calumnia
y difamación” sin preocuparse de si los dichos eran ciertos o no. Por extraño
que parezca, mi Ministerio Público, mientras masticaba su pizza, me lo dejó
claro hace 20 años:
–Lo
que yo dictamino es si te lo chingaste; me vale madre si fue con o sin razón
–explicó en lenguaje jurídico.
Con
el peperoni asomado, sólo se toma en cuenta que el afectado, es decir, Señor
que denuncia, diga que sus relaciones sociales o familiares se distorsionaron
por culpa del dicho, para que se le dé entrada. Por eso, Moreira dice que
Aguayo lo dañó “en sus sentimientos y afectos”, dos asuntos que son de índole
privada, tras las puertas de su casa. Lo que debiera ocurrir es que se
sopesaran los dos derechos: el de libertad de expresión siempre debería salir
adelante, distinguido de la vulneración de la vida íntima. Parecería que el
asunto es sencillo: el texto de Aguayo se escribió mientras Señor estaba
detenido por lavado de dinero en España. Y, como salió en libertad, podría
asumirse que nada de lo que se escribió y caricaturizó en esos días vulneró
alguno de sus derechos.
Pero
siempre está mi querido Ministerio Público tragando pizza, mi querido abogado
instándome a la última instancia de “las palancas” y mi querido destino y
libertad en la hamaca de las creencias y apegos literarios de mi querida
subprocuradora. La vida azarosa de los ciudadanos en México a la sombra del
árbol aquel.
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