Revista
Proceso
#2078, a 28 de agosto de 2016..
San Fernando,
Tamaulipas El terror que jamás se ha ido/Marcela Turati.
Una
de las heridas más dolorosas de la guerra antinarco se abrió en San Fernando,
Tamaulipas, entre 2010 y 2011. Ahí se perpetró un holocausto migrante. Y la
llaga no sana: Los Zetas aún rondan la zona, la justicia se esconde, la
impunidad campea. Se calcula que sólo en ese municipio todavía hay unos 3 mil
cuerpos enterrados, mientras que los supervivientes habrán de reconstruir sus
vidas en una región derruida, que sigue siendo pasto del miedo ante nuevas
desapariciones y agravios.
SAN
FERNANDO, TAMPS.- Todos sabían del exterminio cotidiano que aquí se llevaba a
cabo. Muchos presenciaron el momento en que el cruel grupo de veinteañeros que
controlaba este pueblo de parte de Los Zetas, apoyado por todo el departamento
de policía municipal, elegía a sus víctimas de entre los pasajeros de los
autobuses que paraban sobre la avenida principal, a una cuadra de la escuela.
Se
ensañaba contra los migrantes. Y contra cualquier mexicano sospechoso de lo que
fuera.
A
diario camionetas y patrullas cargadas con personas salían rumbo al ejido El
Arenal; regresaban vacías.
Las
súplicas de los cautivos pidiendo ayuda se quedaron clavadas en las pesadillas
de los habitantes de este pueblo con triste fama a partir de la masacre de los
72 migrantes perpetrada en agosto de 2010, durante el sexenio calderonista.
Pero
esa no fue la última matanza: siguieron varias, sistemáticas, silenciadas,
ocultas, que se cometieron por varios años. El segundo escándalo internacional
que sacudió a este pueblo, ubicado a dos horas de Texas en auto, fue el
hallazgo, en abril de 2011, de 47 fosas clandestinas con 193 cadáveres; la
mayoría pasajeros de autobuses.
“Eso
comenzó cuando mi hijo estaba en secundaria: íbamos a la escuela y veíamos que
los policías y los zetas bajaban pasajeros en pleno día. Me tocó ver cómo se
llevaban a una joven muy bonita, de buen cuerpo, que pedía que la ayudaran. La
agarraron como un costal de papas y se la llevaron con todos. Un policía le dio
la mano para que se subiera a la camioneta. Se llevaban a todos. Pedían ayuda,
pero ¿tú qué hacías como ciudadano?”, relata un habitante anónimo.
Estamos
en la intersección de la calle Padre Mier y la Ruiz Cortines, la avenida por
donde pasan los autobuses que cruzan la temida carretera 101 desde Ciudad
Victoria hasta la frontera.
Las
oficinas de las compañías de autobuses Transpaís, Ómnibus y Futura se anuncian
con letreros. Son las empresas que enfrentaban los cuestionamientos cuando los
viajeros no llegaban a las terminales de Matamoros o Nuevo Laredo porque habían
sido interceptados aquí.
San
Fernando es sitio del holocausto migrante. Pero no sólo sufrieron ellos. La
cacería fue también contra los sanfernandinos, sea porque eran considerados
“contrarios” –lo que significa que daban algún servicio a gente del Cártel del
Golfo–, contra las muchachas más lindas, contra los ricos –a quienes podían despojar
de sus pertenencias–, contra los jóvenes en edad reclutable, contra los
sospechosos, contra los dueños de los negocios que no negaban servicio a los
militares que en algún tiempo estuvieron destacados en este lugar, contra
quienes desobedecían el toque de queda de las seis de la tarde, contra quienes
hablaban o miraban de más. Contra quien fuera.
No
hay cifras de cuántos faltan.
San
Fernando, Tamaulipas, es muchas cosas: es el municipio bisagra por el que se
llega a las fronteras de Matamoros y Nuevo Laredo cuando no se quiere rodear
por Nuevo León. El suelo que alberga la mayor reserva de gas natural en el
país. El municipio productor de sorgo por excelencia y conocido por los
mariscos de la Laguna Madre. Es también el emblema de la violencia narca
asociada con el estado. Sitio donde las masacres fueron pan de cada día.
“Uno
ya sabía. Todo el pueblo sabía. Todos sabíamos. Cada quien puso su granito de
arena. Si conocías a alguien de gobierno le decías: ‘no chinguen, ayuden a esa
pobre gente, digan más arriba’. Pero no podías hacer algo más porque si
denunciabas o decías algo ya no regresabas”, dice otro habitante anónimo.
El
anonimato es la condición para hablar, pero aun así generalmente se habla en
voz baja.
“Esa
gente –dice otra persona refiriéndose a Los Zetas– está cerca, sigue por las
brechas, a veces entran al pueblo.”
“Siguen
desapareciendo personas”, dice la madre de una joven que fue asesinada.
“Todo
mundo sabíamos que para El Arenal se metían camionetas con gente y regresaban
limpias”, dice alguien más.
Los
pobladores intentaron denunciar ante las autoridades que vivían en un infierno
a partir de la ruptura del Cártel del Golfo y sus aliados Los Zetas, cuando San
Fernando se convirtió en punto estratégico de acceso a la frontera, por lo que
lo predominante era vigilar las rutas: quién entraba o salía. La masacre de los
72 migrantes fue una advertencia.
El
pueblo fue controlado por un grupo de sicarios que impusieron el terror y se
esforzaban en ser sanguinarios, que disfrutaban su “orgía de sadismo”, como la
califica un agente estadunidense que estuvo infiltrado en la zona.
Los
sanfernandinos dicen que intentaron poner denuncias pero nadie los escuchó. Una
mujer dice que habló a una estación de radio en Monterrey pidiendo que mandaran
reporteros para que constataran el terror bajo el que vivían. Una madre dice
que escribió un papel pidiendo ayuda para el pueblo, se lo metió en el pecho,
caminó por días hasta que encontró la ocasión de arriesgarse a tirarlo frente a
un soldado. Un empresario dice que creó una cuenta de correo con una identidad
falsa y escribió a la Presidencia de la República, a la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos, al Ejército y a cuantas direcciones de correo encontró
para decir lo que aquí pasaba.
Sólo
hubo respuestas por temporadas. Nada frenó el horror.
La
mayor movilización de autoridades ocurrió cuando fueron descubiertas las fosas
clandestinas en las que habían sido enterradas casi 200 personas, justo en El
Arenal. La mayoría de los cadáveres (casi todos correspondían a varones
jóvenes) tenía el cráneo destrozado.
Los
sicarios al mando no mataban a balazos. El método era más lento, cruel y
doloroso: a golpes de marro.
Aunque
se han hecho diversas solicitudes de información a la Procuraduría General de
la República (PGR) para conocer detalles sobre los 193 cuerpos, éstas han sido
negadas. Sin embargo, datos a los que tuvo acceso la reportera muestran que de
los 120 cuerpos trasladados a la morgue del Distrito Federal sólo tres eran de
mujeres.
De
esos 120, 91 murieron por traumatismo craneoencefálico, con la cabeza rota por
un objeto duro. Sólo en 19 se gastaron balas.
Un
exempleado municipal, así como varias personas que estuvieron involucradas en
las exhumaciones, mencionan que había más fosas. Una persona dice que el
gobierno no informó que más de 290 cadáveres fueron desenterrados; otra refiere
que se calculaba que había unas 600 personas en fosas (Proceso 2025). La
Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada
(SEIDO) de la PGR y la procuraduría de Tamaulipas han mantenido la información
en secreto.
Los
pobladores que se atrevieron a hablar para este reportaje dijeron que el
presidente municipal Tomás Gloria Requena, quien gobernaba el municipio en
tiempos de las masacres, es delegado de la Confederación Nacional Campesina
para Veracruz. La gente lo acusa de haberse enriquecido esos años.
A
su vez, los policías municipales que detenían y transportaban migrantes al
matadero fueron puestos en libertad por un juez aun cuando fueron detenidos
tras el hallazgo de las fosas y señalados públicamente como culpables por la
PGR. A algunos se les vio muy activos en las pasadas campañas electorales.
Todos
la pagaron
Este
pueblo, famoso por sus cortes de carne y sus cocteles de camarón y pescados
extraídos de la laguna, dejó un doloroso tatuaje en el corazón de cada uno de
sus habitantes. No hay quien no tenga una pérdida que contar, sea la del vecino
que se llevaron porque denunció ante los marinos una casa de seguridad; la de
las vecinas violadas y asesinadas; la de la sobrina con un balazo en la cabeza;
la del patrón secuestrado; la de los hijos a los que no vieron más.
Están
historias como la de Laura Margarita Cepeda Alcalá, madre con dos hijos y un
yerno desaparecidos el mismo día, que hoy vende empanadas y junta fierros para
mantener a sus nietos.
Ella
busca a Óscar Martín Ochoa Herrera, de 34 años; a su hijo de crianza, Juan
Pablo Cepeda Alcalá, que apenas había llegado deportado de Estados Unidos, y a
su hijo natural Leonel Villarreal Cepeda, quien era agente de tránsito pero se
dio de baja cuando comenzó el control criminal.
“Después
de los 72 (migrantes) se llevaron a mucha gente, incluyendo a mis muchachos.
Nadie nunca nos ayudó en nada”, dice la mujer, que desde 2011 comenzó su
búsqueda.
“Un
día entraron las gentes a la casa. Mi hijo corrió espantado al cuarto. Lo
agarraron a golpes, lo sacaron bien sangrado. A mi hermana la sacaron con
metralleta. A Juan le pusieron unos golpes en la panza. Iban encapuchados y
vestidos de soldados. Amenazaron con que si alguien denunciaba iban a cortarle
la lengua. Dijeron que si salían limpios los iban a soltar. No pidieron
rescate, no los botaron muertos, no se los ha tragado la tierra… ¡quiero saber
dónde están!”
Muestra
las fotos. Llora. Siente que enloquece. Le robaron el motivo de su vida.
Pueblo
de los mil huérfanos
Los
campos de sorgo colorado, robusto, erecto, se mecen con el viento. La cosecha
está lista, puebla el paisaje. Pero falta gente que la recoja: las compañías
que viajaban de todo México con máquinas trilladoras no volvieron; muchos
jóvenes que heredarían estas tierras ya no están.
“Somos
los mayores productores de sorgo de la República Mexicana. En 2012 y 2013 no
podíamos trillar, todo se echaba a perder. Ya no se podía trillar por la
inseguridad. Aquí no entraba nadie. Antes de que entraras te mataban, te
desaparecían o te quitaban lo que tenías”, dice la exdiputada Marta Alicia
Jiménez, quien, durante la visita de un grupo de reporteros, luce contenta
porque este año sí habrá cosecha, y a la vez triste por la derrota electoral de
su partido, el PRI, a la gubernatura.
Narra
cómo la violencia acabó la cosecha y el comercio. Menciona la dictadura maligna
bajo la que vivían sometidos por Los Zetas. Dice que una tercera parte del
pueblo se fue, y quienes han vuelto encontraron sus casas saqueadas.
Da
un número: “En el padrón electoral se refleja: Antes eran 50 mil empadronados;
ahorita son 37 mil, aunque muchos no se dieron de baja y se fueron o están
desaparecidos”.
En
la entrevista se queja de la mala fama que se le ha hecho al pueblo y dice que
quienes cometieron las atrocidades eran fuereños. También dice que es falso que
el gobernador saliente, Egidio Torre Cantú, no haya hecho nada contra la
inseguridad, pues, argumenta, pidió ayuda para que mandaran a marinos y
soldados.
“San
Fernando se hizo famoso por los 72, pero otros municipios están peor”, agrega.
La
exdiputada acaba de constituir una asociación civil a través de la cual quiere
“bajar recursos” y construir un orfanatorio para 200 infantes. Su cálculo es
que hay unos mil niños huérfanos.
Entre
ellos menciona a uno llamado David, hijo de un vendedor de discos piratas que
presenció cuando mataron a su papá con “un bat, como un martillo, un mazo”, y
muchos años no volvió a hablar; a Miguel, un niño enfermo que no alcanza a
respirar por las secuelas que le dejó ver cómo hombres armados le quitaban a su
papá, y a Nicole, una bebé que encontraron abandonada adentro de una caja de
tomates luego de que a su mamá se la llevaron.
“Desgraciadamente
nuestros niños vivieron en carne propia y vieron cómo mataron o cómo
desaparecieron a sus papás (…) Tenemos un padrón de casi mil niños que
perdieron a su papá o a su mamá, o a ambos, y algunos hasta a los abuelos (…)
De esos mil fue de los que nos dimos cuenta aunque muchos no hablaban, sólo
sufrían en silencio”, dice, y cuenta que a su puerta también llegó la tragedia:
su sobrina baleada.
Algunos
en la calle no creen que la preocupación de la exlegisladora sea
desinteresada. La clase política simulaba que todo estaba en orden. Ella dice
que durante los peores años contrató a una psicóloga para que ayudara a niños y
niñas enfermos por el trauma.
Y
quizá ningún sanfernandino se escape del trauma. En todo el recorrido surgen
anécdotas de terror. El restaurante de mariscos con las muestras de la granada
que explotó dentro. La esquina donde se establecían los retenes de los
criminales. Las muchas casas donde faltan habitantes. La calle de donde
“levantaban” a la gente. La ferretería de donde sacaron los marros asesinos.
Los ejidos donde se encontraron fosas.
“Yo
pienso que hay de 2 mil 500 a 3 mil cadáveres enterrados. Y se me hacen pocos.
Si lo hicieron por mucho tiempo y, luego, durante unos dos meses, bajaron a
todos los pasajeros de autobuses. Eran dos autobuses diarios”, calcula una
persona bien informada.
Al
salir de San Fernando recibimos una llamada y una voz femenina dice con
urgencia: “En marzo de 2011 se llevaron a mi hijo Jesús Eduardo. Tenía 23 años.
Acababa de salir de la maquiladora, se paró en un Oxxo donde había un retén de
los malos. Y ya no supimos de él. En ese tiempo, por voltear a ver se lo
llevaban a uno. De día y de noche era un infierno. Aún tenemos miedo”.
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