Islamaplage/ Arcadi Espada
El Mundo, Domingo,
28/Ago/2016
Como
sabrás, y habrás celebrado en nombre de la libertad, el Consejo de Estado ha
dictaminado que puede practicarse el burkinismo en las playas de Francia. Es,
pues, un gran momento para legislar adecuadamente sobre la práctica. Las
autoridades locales francesas no deberían tardar en crear playas islámicas
(Islamaplages), debidamente acotadas para que las mujeres y hombres que gustan
de la práctica puedan ejercer su libertad sin mayor problema. Así sucede desde
hace tiempo con el nudismo, una práctica que se sitúa en las antípodas del
burkinismo pero que, como ella, rompe el consenso sobre el atuendo que rige en
el espacio público. El burkinismo y el nudismo comparten problemas eminentemente
simbólicos. Podrían objetarse algunos otros vinculados con la higiene y la
seguridad públicas, pero no son relevantes.
Aparentemente,
los problemas del burkinismo son de otro orden. Una mujer cubierta de la cabeza
a los pies es para la mayoría de occidentales el símbolo de una opresión y de
una crueldad intolerables. Supone, además, una inflación de dios en el espacio
público, laico por definición. Occidente tardó siglos en organizar esa
tolerancia y es ahora, ¡en nombre de la supuesta tolerancia!, que la
intolerancia regresa. Los reaccionarios de todos los partidos han salido a
defender la libertad de las burkinistas. A mí, que lo sepas, esa libertad no me
importa lo más mínimo. Entre otros motivos porque soy incapaz de discernir las
intenciones. No sé ni puedo saber si dentro del bañador están dios, el califa,
el marido, la obesidad, la agorafobia o la pijería kitsch de Neuilly. Como a
los más honrados de los que defienden la prohibición de la prostitución o de
las corridas de toros, a mí no me importa si el burkinismo degrada o no a la
fátima, sino cuánto me degrada a mí. Toda legislación o decisión que parta de
los derechos humanos de las burkinistas tendrá siempre ese aroma desagradable
del paternalismo, de un Estado o de una civilización que quiere salvar a las
sometidas, sin que las sometidas lo hayan reclamado. Y resultará un argumento
vulnerable cuando, en nombre de esos mismos derechos humanos, las burkinistas
defiendan su potestad para vestir como les dé la santísima, bien santísima,
gana. Lo que hacen todos los reaccionarios, que ante el burkinismo invocan la
palabra libertad sin que se les queme la boca, es ocultar la verdadera razón de
su conducta, que no tiene que ver con la tolerancia sino con el miedo. El miedo
es legítimo: excepto cuando se burkinea. Si el atuendo no estuviera vinculado a
la tragedia del terrorismo y al único peligro real de disidencia que hoy
afronta la civilización, no habría ni prenda ni palabra. Excuso decirte hasta
qué punto ese vínculo insoslayable hace más imperiosa la rebelión laica y
democrática contra el burkinismo y sus apaciguadores.
El
burkinismo atenta contra aquella parte de la estética que llamamos moral. Pero
junto a la irrevocable declaración de principios, es decir, junto a la
evidencia de que ninguna persona libre puede aceptar sin conmoción y sin
rebeldía que otra vista el uniforme de la esclavitud, hay también una
repugnancia. Es la misma que me producía la visión y el olor, más o menos
imaginario, de los refajos de mis abuelas. Lo más importante de mi edad alude a
las mujeres. Yo he visto cómo aquellos bultos de luto adquirían con el paso de
las generaciones la forma de una mujer. Cómo ocupaban el espacio público y cómo
hacían infinitamente más rico e interesante el espacio privado, empezando por
el nuclear espacio de la cama. Editorial Funambulista publicó un libro del escritor
rumano Mircea Cartarescu, con traducción de Manuel Lobo. Se titula Por qué nos
gustan las mujeres. Da unas cuantas razones irrebatibles: “Porque tienen pechos
redondos, con pezones que se yerguen por debajo de la blusa cuando tienen frío,
porque tienen un trasero grande y rollizo, porque tienen caras de rasgos dulces
como las de los niños, porque tienen labios decorosos y lenguas que no te
repugnan. Porque no huelen a transpiración o a tabaco barato y no les suda el
labio superior. Porque se dibujan y se pintan la cara con la atención
concentrada de un artista inspirado. Porque tienen la obsesión de la delgadez
de Giacometti. Porque descienden de las niñas. Porque se pintan las uñas de los
pies. Porque son extraordinarias lectoras para las que se escribe tres cuartas
partes de la poesía y de la prosa del mundo. Porque las enloquece Angie de los
Rolling. Porque las enloquece Cohen. Porque sostienen una guerra total e
inexplicable contra las cucarachas. Porque incluso la más dura business woman
lleva bragas de florecillas y encajes enternecedores. Porque te dicen te quiero
justo cuando menos te quieren, como una especie de compensación. Porque no se
masturban”.
Hace
unos días, en un partido olímpico de voley-playa, una fotografía encaró a una
burkinista con una jugadora alemana. Una extendida pusilanimidad pilatesca dijo
no sé qué de dos culturas. Una indecencia incurable añadió que los dos cuerpos,
el amorfo y el formateado, representaban la misma opresión. Estuve mirando la
foto bastante rato. Reunía todos los cruces éticos y estéticos que pueden
pedírsele a un momento. Pensé que yo llevaba más de medio siglo observando cómo
las mujeres se han quitado cosas: pieles, hierros, caspas. El prodigioso
espectáculo. Miraba, y por más que miraba, inducido por la explicación mísera,
hipócrita, lacerante de los pies de foto, sólo veía una mujer.
Pero
sigue ciega tu camino
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