Año Cero/Antonio Mavalon
El Financiero..., 26 de noviembre de 2018..
Cuando Donald Trump estaba haciendo su campaña explicaba, una y otra vez, que había que mandar a alguien a la Casa Blanca, una persona que no tuviera nada que ver con el pantano en el que, por corrupción, favoritismo e incapacidad, los políticos habían convertido a Washington.
Una vez llegado allí, o bien sintió que era una casa flotante o bien se dio cuenta, como en tantas otras cosas, que la información no era correcta.
El todavía electo, pero ya casi presidente de México, ha hecho una serie de declaraciones en distintos programas de radio y televisión que considero básicas para entender la evolución de los siguientes meses y, posiblemente, años sobre el comportamiento del poder político en nuestro país: sólo es fuerte y poderoso de verdad quien puede perdonar.
Desde que fue jefe de Gobierno, siempre me asombró su capacidad de marcarle la agenda al país. Sus conferencias de prensa, tan tempranas y junto a su 'dedito', fueron como la batuta que marcaba el diapasón durante el gobierno de Fox.
Ahora la situación es diferente porque, en función de todos los errores cometidos en el viejo régimen, ya no se trata de que pase lo que tenía que pasar.
Ya se llegó al poder y la agenda ha cambiado. Hemos pasado a hablar de conservar, con palabras huecas la coherencia institucional, a señalar claramente el cambio de todas las instituciones. En democracia eso se puede si tienes las ideas y el poder, porque para eso sirve la fuerza popular del voto.
Pero cuando se tiene esa fuerza, no tiene ningún sentido vulnerar o alterar, aunque sólo sea por una cuestión de coyuntura o para marcar cuanto antes quién manda aquí, ni el espíritu ni la letra de ninguna ley.
Democracia participativa y perdón; el discurso político, social y democrático se ha convertido en evangelizador y evangelizante.
Perdón, dice López Obrador, apoyado una vez más por su 'dedito'. No tendríamos cárceles suficientes para meter a todos los corruptos y, para hacerlo bien, tendríamos que empezar por arriba.
No está dispuesto a lavar la sangre derramada por la corrupción y la impunidad, ni unas cuantas cabezas de turco.
El presidente electo elige, como hizo Nelson Mandela en Sudáfrica, la representatividad de la condena moral de todo un régimen. Pero en pos de la gobernabilidad, de momento y hasta que las cosas no cambien, perdonará.
Hay dos opciones, primera, se renuncia hasta aquí y se declara una amnistía universal para uno de los males endémicos que ha tenido este país desde la conquista: la corrupción. O, por el contrario, se comienza por las escaleras, juzgando al régimen en los últimos cien años y pase lo que pase y caiga quien caiga.
López Obrador está tratando de establecer un nuevo régimen y lo está haciendo con el poder y la confianza que le otorgaron los mexicanos.
Lo que resulta más difícil de entender por todos los demás es el empeño en seguir manteniendo lo que fue. En seguir manteniendo, por respeto a la Constitución que, sin duda alguna, va a ser cambiada de arriba abajo, unas formas que más corresponden a todas las formas que fueron enterradas el primero de julio que a las que triunfaron ese mismo día.
Esto es lo que hay. Y esto es lo que ofrece el presidente: el perdón.
Tengo mis dudas de si los perdones sin castigo sirven. Pero, en cualquier caso, no seré incoherente conmigo mismo y seguiré apostando, porque es mejor un México integrado que un México separado.
Pero, al mismo tiempo, soy consciente de que uno de los problemas más graves que tiene el mundo es que, desde la crisis de 2008, asistimos a un espectáculo de codicia tan indecente que puso al mundo a temblar de rodillas e hizo que, al final, los más pobres pagáramos todos los excesos de los más ricos y se decretara otro perdón y amnistía hacia los que ya nos hundieron una vez.
No obstante, con un país en una semiguerra civil como la que tenemos, disfrazada de guerra contra el narco y con un país llegado al fin de las desigualdades y de la capacidad de la tolerancia, esa política evangelista aplicada por el presidente López Obrador puede ser, en este momento, la más oportuna.
En Brasil, fueron claves para que Jair Bolsonaro ganara su elección. En México, el Partido Encuentro Social no fue clave, pero el movimiento evangelista sí fue uno de los engranajes para que el éxito de Andrés Manuel López Obrador fuera tan importante como ha sido.
Para todos los que prefieren seguir instalados en el shock, en la sorpresa y enfocados en lo sucedido, me permito llamar su atención sobre el verdadero fenómeno que trasciende, y que no solamente está ocurriendo en México sino también en Brasil, de lo que son las nuevas aportaciones no de quién gana las elecciones sino de con quién las gana y para qué las gana.
Tanto Brasil como México, los dos países más importantes de la América que no habla inglés, se han convertido en países evangelizadores.
Su conversión a países evangélicos, y el impacto, se producirá para bien, como espero. Pero me preocupa mucho saber dónde están los límites del perdón y de la enseñanza porque, a fin de cuentas, para los creyentes fue el propio Dios quien inventó los castigos y los perdones.
Naturalmente, López Obrador, que no quiere ser como el Dios del Viejo Testamento, no busca una venganza hacia su pueblo, sino la sabiduría de este, para, de esta manera, juzgar a quien tenga que ser juzgado bajo el sabio consejo de quienes lo eligieron.
Pero no se engañen, las cosas no paran ahí. No es casual que los dos colosos económicos de la América que no habla inglés, México y Brasil, hayan cambiado simultáneamente en unos giros con independencia de derechas o izquierdas tan radicales como los que ha habido.
En medio de esos dos cambios, están los evangélicos. Está la guerra de las distintas iglesias. Estamos asistiendo, cuando se habla de democracia participativa, a lo que es la sustitución del poder absoluto del Papa de los católicos por la asamblea del perdón que practican muchos evangelistas.
A modo de postdata, todos los pueblos del mundo tienen una tendencia extrema. Someter a consulta popular si se debe seguir y perseguir el pasado de las anteriores administraciones es asegurarse que así va a ser. El problema, es que eso choca con el discurso de no empantanarse.
Mandela siempre decía lo mismo: ustedes me han elegido para que los dirija. Déjense dirigir.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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