Fumando Facebook/ Carlos Quesada es quiropráctico y filólogo.
Se llamaba, ya lo sabes, Facebook, y no mentiré si digo que a mi generación (millenials, últimos dinosaurios crecidos sin ordenador) nos metió de una patada en el siglo XXI y transformó el sentido de la frase “Estoy conectado”. A partir de entonces, lo estuvimos muchas horas. Internet dejó de ser la librería exótica en la que consultabas alguna rareza, o una nube mágica de donde bajabas gratis tus canciones favoritas, y pasó a ser el bar más marchoso en el comedor de tu casa, donde conocías gente, cotilleabas, discutías de temas, ligabas, sentías. Y lo hacías sin pagar un duro y porque te daba la gana.
Pasé alimentando aquel perro guardián de mi soledad durante varios años, con imágenes de mis viajes, mis fiestas, y mis besos, hasta que un buen día alguien tuvo la ocurrencia de montar una cena de exalumnos reunidos por el poder de Facebook, y tras una velada en que me hablaron de mis personas recientes y mis últimos paraderos como si los conocieran, y en la que traté de matizar sin suerte algunos recuerdos embarazosos que todos ellos guardaban de mis castigos y mis suspensos, me di cuenta en seguida pero terriblemente tarde que había creado un monstruo. Que tenía un doble llamado como yo allá afuera, en la red. Que empezaba a ser más cierto o mejor recordado que yo mismo. Y que todo ser humano que aspirara a una vida decente tenía derecho al olvido.
Dejé Facebook. Hace años que no entro allí, raramente pienso en él, y sólo el derrumbe reciente me hizo volver esta vista a atrás.
Facebook aún no ha explicado lo que pasó el otro día. Pudo ser un fallo humano. Según me cuentan amigos programadores, pudo ser que un empleado metiera un código erróneo repetido millones de veces y que eso fuera suficiente para colapsarlo todo. A lo mejor ese empleado pudo escuchar lo que Frances Hugen contó frente al Senado de Estados Unidos el día anterior a la caída mundial. Hugen trabajó como gerente en Facebook y lo dejó en 2021. Lo hizo por dudas y por remordimientos. Hugen guarda documentos. Hugen les dijo a los senadores que la empresa se dedicaba a ganar dinero sin importarle la seguridad de la gente, sin un debido control de los mensajes de odio, sin un interés real por cortar los bulos, sin un cuidado creíble de los datos personales, y sin tener en cuenta el impacto demencial que tiene esa plaza pública de comentarios, puyas, y lapidaciones sobre la autoestima de millones de adolescentes. Cuando acercas demasiado tu mano a una llama, te quemas. Tardamos décadas en denunciar alto y claro lo que podía pasar al fumar, porque cuando dabas una calada parecía no pasar nada. Los datos personales, las fotos digitales, la autoestima, o la verdad no huelen, no pesan, no tienen sabor. Y por eso cuando las pierdes al principio no lo notas. Pero estamos fumando Facebook.
Los días risueños de 2007 han pasado. Parece el momento adecuado de tomar cartas en el asunto, de atar en corto a Facebook y compañía, de legislar en serio. Otro amigo abogado me cuenta que existen grietas en los contratos que aceptamos con Facebook, que están ganando millonadas a costa de algo tuyo sin que tú te lleves tu parte correspondiente.
Me dice que una causa así apoyada con 10.000 firmas podría provocar un cambio. Pero no es sólo un asunto de ley ni gobiernos, sino encontrar esas 10.000 personas que han empezado a notar el humo virtual en sus pulmones. Porque Facebook es ya el 60% de la población mundial. Y este Facebook Frankenstein lo hemos montado con nuestras fotos, nuestros datos, nuestra vida. Tú y yo.
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