Los logros efímeros de una cumbre de emergencia/Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Exteriores de Israel.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. Publicado en EL PAÍS, 01/07/2007;
Impulsados por el miedo común al fundamentalismo islámico y la falsa idea de que es una fuerza política ilegítima, los llamados “moderados” de Oriente Próximo [Olmert, Abbas, Mubarak y Abdalá II] han vuelto a reunirse en la ciudad costera egipcia de Sharm el Sheikh, donde tradicionalmente se celebran las cumbres árabes de emergencia.
En la primavera de 1996, los supuestos “moderados” -el presidente egipcio Hosni Mubarak, el rey Hussein de Jordania, Yasir Arafat e incluso varios representantes de las dinastías del Golfo- ya se reunieron en Sharm el Sheikh con el presidente norteamericano Bill Clinton y el secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, en un intento desesperado de impedir la ascensión del radicalismo islámico. También confiaban en dar un espaldarazo electoral al primer ministro israelí, Simón Peres, quien, muy debilitado por la campaña de atentados suicidas de Hamás, estaba a punto de ser derrotado a manos de Benjamín Netanyahu. Pero el fundamentalismo ni se inmutó. Es más, tanto en su identidad yihadista como en su identidad política se ha fortalecido sin cesar desde entonces.
En octubre de 2000, Sharm el Sheikh fue escenario de otra cumbre, con la mayoría de los mismos actores. En esa ocasión, el objetivo era conseguir el fin de la Intifada palestina y que israelíes y palestinos alcanzaran un acuerdo de paz definitivo. Los dos objetivos contaban con el apoyo de todos los participantes, pero ninguno de los dos se hizo realidad. Yo fui uno de los participantes en aquella cumbre del año 2000 y, como tal, comprendo las razones de que sea tan distinto lo acordado por los “moderados” de la dura realidad impulsada por los “extremistas”. La única forma que tenía Arafat de detener la Intifada y cortar el avance de Hamás era un acuerdo de paz con Israel especialmente generoso para los palestinos. Pero dicho acuerdo se frustró, porque la Intifada había despertado tales esperanzas entre los palestinos que era imposible que Israel pudiera satisfacerlas.
A pesar de los encomiables esfuerzos del primer ministro israelí, Ehud Olmert, en la última cumbre de Sharm el Sheikh, sus logros serán inevitablemente efímeros. No es realista creer que transferir a los palestinos los ingresos fiscales que les corresponden, eliminar un número limitado de controles militares en la Cisjordania ocupada e incluso liberar a 250 presos de Al Fatah “sin sangre en las manos” son acciones que van a servir para apagar el volcán palestino, apuntalar el poder de su presidente, Mahmud Abbas, y mejorar la posición de Al Fatah con respecto a Hamás. De hecho, todo indica que Hamás puede ver aumentada su popularidad gracias al intercambio del cabo israelí Gilad Shalit por nuevos prisioneros, incluidos algunos “con las manos manchadas de sangre”.
Esta alianza de moderados de Oriente Próximo tiene un precio que ni Israel ni la Administración de Bush parecen dispuestos a pagar. La estrategia de israelíes y estadounidenses de abrir una brecha entre Gaza y Cisjordania, al tiempo que se niegan a mantener negociaciones sobre un acuerdo de paz que pudiera dar a Abbas el arma definitiva para debilitar a Hamás, es una política contradictoria. Además, por mucho que los moderados puedan criticar el golpe de Hamás en Gaza, los dirigentes árabes no pueden arriesgarse a sufrir las consecuencias que un rechazo total de esa organización tendría en sus países. Mubarak ya ha hecho un llamamiento a que se reanude el diálogo interno palestino, que podría desembocar en otro nuevo intento de gobierno de unidad nacional, el mismo tipo de ejecutivo con el que Israel y Estados Unidos se han negado a negociar.
Se pide a Abbas que lance un órdago -derrotar a Hamás y, de paso, la causa del fundamentalismo islámico en la región- con recursos insuficientes. Al hipotecar toda su política para Oriente Próximo al concepto de “enfrentamiento ideológico” contra las fuerzas del mal, Bush está depositando su estrategia sobre los hombros exhaustos de un presidente palestino derrotado, sin proporcionarle verdaderamente las herramientas necesarias.
Peor aún, cuando Israel y Estados Unidos suministran dinero y armas a Abbas sin ofrecerle un horizonte político que refuerce su posición entre los palestinos, al tiempo que todos los líderes de Hamás en Cisjordania son detenidos, se contribuye a que el presidente tenga una imagen de colaboracionista a ojos de su pueblo.
Por supuesto, los árabes tampoco están libres de pecado. Ningún Gobierno israelí va a arriesgarse a hacer una oferta de paz verdaderamente importante a una Autoridad Palestina cuyo mandato está plagado de renuncias y anarquía. La revelación de Hamás como temible fuerza militar refleja la ineptitud egipcia para impedir el contrabando de armas a Gaza. A Egipto le interesa controlar a Hamás, pero se niega a pagar el precio de una confrontación directa, porque eso podría hacer que los egipcios parecieran los protectores de Israel.
En realidad, la visión estratégica de Mubarak es increíblemente estrecha. Al presentarse como una especie de mediador, su objetivo es, sobre todo, granjearse la amistad de EE UU, cuyo Congreso critica abiertamente su balance en materia de derechos humanos. En su propio país necesita cultivar la imagen de defensor de la causa palestina con el menor coste posible. La última cumbre de Sharm el Sheikh es, entre otras cosas, un mensaje a los saudíes: el centro político de Oriente Próximo es El Cairo, no La Meca.
Exigir que los israelíes hagan concesiones es perfectamente legítimo e incluso necesario. Pero esas exigencias pierden credibilidad debido a la incapacidad árabe de aliviar la miseria de los palestinos y -no menos importante-, porque no están ayudando a los palestinos a abordar las difíciles decisiones que tendrán que tomar si desean que alguna vez exista un Estado palestino en el que impere el orden.
En la primavera de 1996, los supuestos “moderados” -el presidente egipcio Hosni Mubarak, el rey Hussein de Jordania, Yasir Arafat e incluso varios representantes de las dinastías del Golfo- ya se reunieron en Sharm el Sheikh con el presidente norteamericano Bill Clinton y el secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, en un intento desesperado de impedir la ascensión del radicalismo islámico. También confiaban en dar un espaldarazo electoral al primer ministro israelí, Simón Peres, quien, muy debilitado por la campaña de atentados suicidas de Hamás, estaba a punto de ser derrotado a manos de Benjamín Netanyahu. Pero el fundamentalismo ni se inmutó. Es más, tanto en su identidad yihadista como en su identidad política se ha fortalecido sin cesar desde entonces.
En octubre de 2000, Sharm el Sheikh fue escenario de otra cumbre, con la mayoría de los mismos actores. En esa ocasión, el objetivo era conseguir el fin de la Intifada palestina y que israelíes y palestinos alcanzaran un acuerdo de paz definitivo. Los dos objetivos contaban con el apoyo de todos los participantes, pero ninguno de los dos se hizo realidad. Yo fui uno de los participantes en aquella cumbre del año 2000 y, como tal, comprendo las razones de que sea tan distinto lo acordado por los “moderados” de la dura realidad impulsada por los “extremistas”. La única forma que tenía Arafat de detener la Intifada y cortar el avance de Hamás era un acuerdo de paz con Israel especialmente generoso para los palestinos. Pero dicho acuerdo se frustró, porque la Intifada había despertado tales esperanzas entre los palestinos que era imposible que Israel pudiera satisfacerlas.
A pesar de los encomiables esfuerzos del primer ministro israelí, Ehud Olmert, en la última cumbre de Sharm el Sheikh, sus logros serán inevitablemente efímeros. No es realista creer que transferir a los palestinos los ingresos fiscales que les corresponden, eliminar un número limitado de controles militares en la Cisjordania ocupada e incluso liberar a 250 presos de Al Fatah “sin sangre en las manos” son acciones que van a servir para apagar el volcán palestino, apuntalar el poder de su presidente, Mahmud Abbas, y mejorar la posición de Al Fatah con respecto a Hamás. De hecho, todo indica que Hamás puede ver aumentada su popularidad gracias al intercambio del cabo israelí Gilad Shalit por nuevos prisioneros, incluidos algunos “con las manos manchadas de sangre”.
Esta alianza de moderados de Oriente Próximo tiene un precio que ni Israel ni la Administración de Bush parecen dispuestos a pagar. La estrategia de israelíes y estadounidenses de abrir una brecha entre Gaza y Cisjordania, al tiempo que se niegan a mantener negociaciones sobre un acuerdo de paz que pudiera dar a Abbas el arma definitiva para debilitar a Hamás, es una política contradictoria. Además, por mucho que los moderados puedan criticar el golpe de Hamás en Gaza, los dirigentes árabes no pueden arriesgarse a sufrir las consecuencias que un rechazo total de esa organización tendría en sus países. Mubarak ya ha hecho un llamamiento a que se reanude el diálogo interno palestino, que podría desembocar en otro nuevo intento de gobierno de unidad nacional, el mismo tipo de ejecutivo con el que Israel y Estados Unidos se han negado a negociar.
Se pide a Abbas que lance un órdago -derrotar a Hamás y, de paso, la causa del fundamentalismo islámico en la región- con recursos insuficientes. Al hipotecar toda su política para Oriente Próximo al concepto de “enfrentamiento ideológico” contra las fuerzas del mal, Bush está depositando su estrategia sobre los hombros exhaustos de un presidente palestino derrotado, sin proporcionarle verdaderamente las herramientas necesarias.
Peor aún, cuando Israel y Estados Unidos suministran dinero y armas a Abbas sin ofrecerle un horizonte político que refuerce su posición entre los palestinos, al tiempo que todos los líderes de Hamás en Cisjordania son detenidos, se contribuye a que el presidente tenga una imagen de colaboracionista a ojos de su pueblo.
Por supuesto, los árabes tampoco están libres de pecado. Ningún Gobierno israelí va a arriesgarse a hacer una oferta de paz verdaderamente importante a una Autoridad Palestina cuyo mandato está plagado de renuncias y anarquía. La revelación de Hamás como temible fuerza militar refleja la ineptitud egipcia para impedir el contrabando de armas a Gaza. A Egipto le interesa controlar a Hamás, pero se niega a pagar el precio de una confrontación directa, porque eso podría hacer que los egipcios parecieran los protectores de Israel.
En realidad, la visión estratégica de Mubarak es increíblemente estrecha. Al presentarse como una especie de mediador, su objetivo es, sobre todo, granjearse la amistad de EE UU, cuyo Congreso critica abiertamente su balance en materia de derechos humanos. En su propio país necesita cultivar la imagen de defensor de la causa palestina con el menor coste posible. La última cumbre de Sharm el Sheikh es, entre otras cosas, un mensaje a los saudíes: el centro político de Oriente Próximo es El Cairo, no La Meca.
Exigir que los israelíes hagan concesiones es perfectamente legítimo e incluso necesario. Pero esas exigencias pierden credibilidad debido a la incapacidad árabe de aliviar la miseria de los palestinos y -no menos importante-, porque no están ayudando a los palestinos a abordar las difíciles decisiones que tendrán que tomar si desean que alguna vez exista un Estado palestino en el que impere el orden.
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