REPORTAJE La Santa Muerte.
El barrio que venera a la Santa Muerte
FRANCESC RELEA 15/06/2008;
El barrio que venera a la Santa Muerte
FRANCESC RELEA 15/06/2008;
Publicado en El País SEMANAL, 15/06/2008
Bienvenidos a Tepito, en el centro de México DF. Uno de los barrios más peligrosos de América. Bautizado como “fábrica de delincuentes”. Una explosiva mezcla de contrabandistas, ‘narcos’ y comerciantes piratas con algo en común: su culto a una Virgen calavera.
Aquellos que no conocen Tepito no conocen México, dicen con orgullo los vecinos del barrio más bravo del país. Los tepiteños se revuelven contra la maldición de vivir en el territorio más peligroso, reducto del narcomenudeo (tráfico de droga), la fayuca (contrabando), los tianguis (mercado ambulante) y la piratería (venta de mercancía falsificada). En Tepito es posible comprar de todo. Desde marihuana y cocaína hasta un fusil AK-47, el arma más usada por los sicarios. Y por supuesto, todo tipo de productos de dudosa procedencia, ropa, complementos, películas en DVD, discos compactos… Sólo es cuestión de precio. Todo ocurre en pleno centro de la gigantesca capital mexicana, a 15 minutos del Zócalo, el corazón de la ciudad.
Las incursiones de la policía en el barrio suelen degenerar en batallas campales. La última fue el 22 de abril y duró hasta altas horas de la madrugada. Medio millar de agentes se incautaron de 150 toneladas de perfumes de contrabando, pero para lograr su objetivo tuvieron que doblegar la tenaz resistencia de grupos de jóvenes que quemaron vehículos y levantaron barricadas.
Una de las primeras medidas del jefe de Gobierno (alcalde) de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard, en febrero de 2007, fue la expropiación de un predio de Tepito conocido como El 40, que culminó con un espectacular operativo policial para desalojar y demoler 144 viviendas. Según las autoridades, era el mayor centro de distribución de droga, donde se comercializaba diariamente más de media tonelada de marihuana y entre siete y ocho kilos de cocaína, es decir, el 10% de la droga que se distribuye a escala minorista en la Ciudad de México.
El alcalde destaca la importancia de la cultura popular que genera un barrio tradicional y con historia propia como Tepito. Pero no minimiza su cara más negra. De los 38.000 habitantes, unos mil están presos. Si se añaden los que han pasado por la cárcel, la cifra es alarmante. “La densidad de criminalidad es muy elevada”, dice Marcelo Ebrard, que no duda en calificar Tepito de fábrica de delincuentes.
“No somos la lacra de la sociedad”, replica con mala cara Alfonso Hernández, cronista de Tepito y director del Centro de Estudios Tepiteños. Aquí nació hace 63 años Hernández, quien no tiene título académico y dice ejercer la profesión de hojalatero social. En su oficina de la calle Granaditas, rodeada de puestos de venta ambulante, habla animadamente del barrio que “mejor ha resistido la embestida de la modernización urbana a la hora de implantar nuevos patrones en las costumbres”.
El cronista ha escrito sobre la supervivencia del barrio en estos términos: “En la historia de la ciudad, Tepito lo ha sido todo. Barrio indígena y arrabal colonial, abrevadero cultural de los chilangos, semillero de campeones, atracadero urbano de barcos, ropero de pobres, lupanar metropolitano, tianguis y tendajón de sobrinas, refaccionaria automotriz de gabachas y europeas usadas. Reciclador de conciencias e inconsciencias, tendedero existencial de propios y extraños”.
Hay que remontarse a tiempos prehispánicos para encontrar los orígenes de Tepito y de la fuerza y bravura de sus moradores. Aquí se atrincheró Cuauhtémoc, el último rey azteca, 93 días durante el sitio de Tenochtitlán, en una feroz resistencia a las tropas de Hernán Cortés. “Fuimos el primer barrio que empezó a defender su solar nativo con un discurso artístico y cultural”, explica Hernández.
Un recorrido por las 50 manzanas de Tepito da la razón a Fernando César Ramírez, creador de la revista Desde el Zaguán y de varios proyectos culturales, que escribió: “El tianguis se ha tragado todo”. Aceras y calzadas de calles enteras desaparecen bajo el colorido de los toldos que cubren los innumerables puestos de venta ambulante. Tepito no es lo que era. El barrio ha cambiado radicalmente, dicen los más viejos del lugar cuando recuerdan con nostalgia las cantinas, cines, tiendas, tlapalerías y fondas que ya no están. El comercio informal tiene la culpa de su desaparición. Calles, plazas, viviendas y comercios son ahora “bodegas”, almacenes para guardar mercadería. “Ha llegado de distintas partes gente extraña que se ha adueñado del lugar del tepiteño en el comercio, en sus casas y en liderar a su gente”, dice Alfonso Hernández.
Ocultos dentro del laberinto casi impenetrable de los tianguis hay “laboratorios” de falsificación de discos compactos y DVD. Hemos entrado en las entrañas de la piratería, convertida en amortiguador social por la sociedad del espectáculo. Se trata de vender equipos de audio y vídeo baratos para tranquilizar al personal. Se fomentan consumidores compulsivos, después ya veremos qué hacemos con ellos. “La piratería es otra droga”, esgrime el cronista de Tepito. “El objetivo es que la gente deje de ser pueblo y se convierta en público consumidor”. Se abarata el mercado, donde las ganancias son en centavos.
Cada miércoles, la calle de Tenochtitlán se convierte en un mercadillo de ropa a peso. Una camisa, un pantalón, una falda o una chaqueta se venden a un peso (0,06 céntimos de euro). Un par de zapatos cuesta tres pesos (0,17 céntimos). Los compradores rebuscan entre montañas de ropa usada, limpia y, en algunos casos, de marca. Arnulfo Rosas tiene un puesto de venta en este ropero de los pobres. Desde hace 19 años compra ropa de segunda mano en grandes cantidades a los ayateros, que la consiguen en colonias de clase media y baja a cambio de loza o cristalería. Es uno de los oficios más antiguos de Tepito, en vías de extinción.
En un almacén cercano está la zona de los salderos. Aquí, ropa y zapatos de temporadas anteriores se venden a menos de la mitad del precio original. Las zapatillas de deporte están rebajadas de 500 a 250 pesos. Carlos Hernández, secretario general de la zona saldera, explica que la clientela viene de todas partes de la ciudad. “Somos un regulador del mercado entre Santa Fe (zona de alto poder adquisitivo) y Tepito”, comenta. Los salderos y los vendedores de ropa a peso son elementos residuales de lo que un día fue el barrio, cuando vivía de comercializar cueros, prendas de vestir y utensilios usados, para convertirse en un centro de distribución de piratería y estupefacientes. La entrada de la fayuca, hace 60 años, alteró el paisaje radicalmente.
Hasta aquí la descripción del barrio más controvertido de México, el más chilango y el más bravo de todos. Es hora de hablar de sus gentes. El fotógrafo Francisco Mata ha retratado a una amplia representación de tepiteños, que por primera vez salen a la luz para mostrar sus rostros, atuendos, tatuajes, cicatrices, costumbres y hablarnos de sueños y preocupaciones. Viven en las entrañas del barrio, y desde las páginas del libro Tepito ¡bravo el barrio! ayudan a comprender con sus rostros y sus palabras lo que se cuece hoy en Tepito. Hemos ido en busca de algunos de ellos.
“Me siento muy orgulloso de tatuar a gente que ha hecho historia en Tepito. Han pasado de todo, buenos o malos, de todo he tatuado”. José Luis Peña Jaramillo, de 48 años, conocido como El Socio Tatuador, ha dejado su huella en la piel de más de 20.000 personas. “En Tepito he hecho la gran mayoría de tatuajes. He enseñado a muchos que se fueron a trabajar a otras partes de la república. Soy uno de los pioneros en México y fui el primero que trajo al Distrito Federal máquinas profesionales y pigmentos de color”.
Todo empezó en California, donde pasó la adolescencia y parte de la juventud. Era un muchacho de 10 años cuando se hizo el primer tatuaje con unos amigos: una hoja de marihuana. No tuvo una vida fácil en Estados Unidos. Se metió en problemas –delitos graves, dice– que le llevaron a la cárcel, y tiene vetada la entrada en aquel país. Tiene un hijo soldado que acaba de regresar de Irak. Desde los 20 años vive en Tepito. “Es un país dentro de México”. “Hay centroamericanos y de todas partes de la república. Es difícil describir Tepito en pocas palabras. Puedes encontrar desde prostitución, droga y asesinatos hasta los intelectuales que han resaltado en muchas cosas”.
El Socio Tatuador opina que es exagerado decir que es el barrio más peligroso del mundo. “Nueva York tiene unos barrios… Y Los Ángeles, Chicago. Y España. Sí siento que es el más peligroso de México. Ha superado a un barrio de la ciudad de Tijuana, pegado a la frontera”.
José Luis Ponce de León, 49 años, posa pacientemente para el fotógrafo. Muestra orgulloso su cuerpo, decorado en un 90% con motivos orientales, prehispánicos y de la cultura de Estados Unidos. Es el hombre más tatuado de América Latina, desde Tijuana hasta la Patagonia, según sus datos, y vive en Tepito. Sólo le queda el rostro sin tatuar. No por mucho tiempo. “No me interesa lo que opine la gente”, advierte. “Siempre he dicho que voy a tatuarme al cien por cien. Sé que en México no está bien visto. Pero cuando ya te conocen y empiezas a platicar con la gente, se rompe el hielo. Que alguien tenga algún tatuaje no tiene que ver con si es buena o mala persona. No he cometido ningún delito y estoy todo tatuado”.
Cuenta que “desde chavo” tenía la idea de tatuarse. Era muy difícil, porque el padre, de formación militar, no estaba dispuesto a permitirlo y lo sacó del barrio. “Cuando regresé a Tepito busqué a un tatuado, hasta que encontré al Socio. Le platiqué mi idea, y de ahí a la fecha ha sido el único que me ha tatuado. Desde hace más de 10 años, cada sábado, un tatuaje”. ¿No hay que dejar descansar la piel? “Pues sí, pero si me hacía un tatuaje en el brazo, luego me lo hacía en la espalda, o en la pierna, y así iba por diferentes partes”.
José Luis Ponce estudió periodismo y trabajó como locutor en radionovelas y doblajes. Está decidido a dejarlo todo por el tatuaje, su pasión. “Voy a agarrar mi equipo, mochila al hombro, y empezar a viajar, tatuando. Hasta donde llegue”.
En los últimos tiempos, Tepito ha suscitado el interés de antropólogos sociales, investigadores, devotos, impostores y curiosos de diverso pelaje. Y no por la violencia, el narcotráfico o la piratería, sino por el culto a la Santa Muerte, que crece día a día. A la postre, es otro motivo para excomulgar el barrio desde las mentes biempensantes.
El primer martes de cada mes, miles de personas se concentran en la Calle 12, entre Mineros y Panaderos. Llegan desde distintos rincones de la Ciudad de México y alrededores para rezar el rosario ante la Santa Muerte. A las siete de la tarde, la cola es interminable. “Sean breves, por favor. Sólo entrar y salir”, se desgañita doña Queta, la maestra de ceremonias, entre música de mariachis y consignas más propias de una manifestación que de una celebración religiosa. “Se siente, se siente, la santa está presente”. Los fieles llegan hasta el altar de la Santa Muerte, tocan el vidrio, se santiguan y dan media vuelta. El escenario está repleto de imágenes e iconos de la Santa Muerte, y de ofrendas como flores, velas y botellas de tequila y whisky.
Centenares de manifestantes ataviados con tatuajes, medallas, escapularios con una calavera, o transportando la imagen de la muerte desfilan como si se tratara de la Virgen de Guadalupe en una procesión de Semana Santa. La devoción a la Santa Muerte ha adquirido notoriedad en diversos puntos de México, donde la imagen permanecía oculta en hogares, pueblos e, incluso, algunas iglesias. Los detractores identifican a estos devotos con el mundo del crimen, y es cierto que narcos, políticos y delincuentes rinden culto a la Santa Muerte porque, a fin de cuentas, “no juzga a nadie”. En Tepito hay de todo. Entre los devotos de la Santa Muerte puede haber desde la señora que reza por la salud de su hijo gravemente enfermo, hasta el tipo que la víspera de cometer un delito pide ayuda a la Santa Muerte para que todo le salga bien. El escritor Homero Aridjis, estudioso del fenómeno, describe la veneración a la Santa Muerte como “un sincretismo de la tradición religiosa europea que llegó a México con los españoles, o sea, la tradición cristiana, con los cultos mexicanos a la muerte”.
Algunos de los asistentes rocían el ambiente con aerosoles. “Abre camino” para darle “buenas vibras a la santa”. Chamanes improvisados limpian con humo de puros habanos la imagen de la Santa Muerte. No faltan a la fiesta jóvenes mareros (pandilleros), tatuados, colocados con cerveza, marihuana, pegamento y otras sustancias poco recomendables. Hay buenos y malos. Algunos, muy mal carados. Todos con la santa. “Le debemos un respeto”.
Está a punto de empezar la misa y doña Queta anima al personal: “Alabí, alabá, alabim, bomba. La santa, la santa, ra, ra, ra”. El oficiante pide permiso a Dios “para invocar a la Santísima Muerte, nuestra niña blanca”. “Santísima Muerte, quita todas las envidias, trae la luz para los malos espíritus…”. Los asistentes repiten la plegaria. Piden también por “los hermanos que están en cárceles y presidios, que son muchos”.
Enriqueta Romero, doña Queta, de 62 años, madre de siete hijos, con 58 nietos y 18 bisnietos, puso el primer altar a la Santa Muerte en Tepito hace siete años. Ahora hay unos 1.500 en toda la Ciudad de México, especialmente en colonias como Iztapalapa e Itztacalco. “Soy devota de la Santa Muerte desde hace 49 años. Para mí, es un rayo de luz muy grande. Claro, que te voy a decir una cosa: primero Dios y después la Santa Muerte”, dice en su declaración de principios. ¿Y la Virgen de Guadalupe? ¿Es compatible con la Santa Muerte? “Para mí, sí. Yo salgo mucho a la calle, voy al centro, y soy de las que si veo una iglesia, entro y le doy gracias a Dios por todo lo que me ha dado. Y luego veo a la Virgen de Guadalupe y veo a San Juditas, y les doy gracias. Y llego a mi casa y visito a mi niña y le digo: ‘Ya llegué, bonita”. La relación con los narcos no es ninguna leyenda, confirma doña Queta. “Ellos creen en la Santa Muerte. Nadie les quita su derecho a creer en algo, para lo bueno y para lo malo. Todos podemos creer en ella, todos”.
El Tirantes. Arturo Ayala Plascencia, de 57 años, es uno de los personajes genuinos de Tepito. Suele vestir el clásico pachuco –traje de solapa ancha y pantalón holgado–, con camisas vistosas y tirantes, que hacen honor a su apodo. “Me molesta que la gente se arregle sólo cuando va ir a un baile. No debe ser así, por el simple hecho de que la gente siempre te ve. Por eso a mí me gusta estar siempre presentable, siempre bien vestido”.
El Tirantes se siente “muy orgulloso de haber nacido en la Rinconada, que está justamente a un costado de la iglesia de San Francisco de Asís. Y ese sitio está considerado el lugar de origen de Tepito”. “Yo soy comerciante, hermano, vivo del comercio. Fíjate, que, bendito sea Dios, mi mamá tenía un puesto de legumbres en el mercado de Tepito”. Una vida ajustada hasta que irrumpió la fayuca (contrabando). “Afortunadamente, a los 20 años me hice fayuquero y pude sacar a mis nueve hermanos del mercado. Ahora son unos prósperos fayuqueros”. Hoy todavía mantiene su puesto en el mercado, donde vende discos “de pasta”. ¿La piratería ha desplazado al contrabando? “Lo que pasa es que incursionaron los coreanos, los panameños, los chinos… Tepito se convirtió en internacional. ¡Pues sí, hermano!”.
El Mago. Cada día a la hora del almuerzo, un tipo alto y delgado, con una cola de caballo interminable y una baraja de cartas en la mano, recorre las mesas del Correo Español, uno de los restaurantes más clásicos de Tepito. Es Carlos Suárez del Solar, más conocido como El Mago. Estudiaba diseño industrial en la Universidad Iberoamericana hasta que lo dejó por la prestidigitación, la cartomancia y la hipnosis. “Son tres ramas que he ejercido profesionalmente durante 49 años”. “La vida nos va colocando en oportunidades y uno las toma o las deja. A mí me puso en mi verdadera vocación”.
Madraque fue su maestro y guía, que le impulsó a dejarlo todo por la magia. Eso fue en 1959. Hasta hoy. ¿Qué es la magia? “La magia existe y no existe. Está en cualquier persona, y la puede traer uno. La gente no comprende lo que son los trucos con las cartas, pero es habilidad manual. El día a día es un truco, el salir adelante. Me fascina cómo se sorprende la gente. Después de 49 años me sigue encantando lo que hago, asombrar a la gente. La mía es una profesión muy sui géneris que me ha recompensando muy bien.
El Mago lleva 12 años en el barrio. Cuando le contrataron no creían que aguantaría más de tres meses. “Me gusta la gente de Tepito. Los oriundos de aquí son gente excelente. Desgraciadamente, la mala publicidad de los medios mancha este concepto, por todo lo que hay, por todo lo que rodea. Han satanizado Tepito por el narcomenudeo y porque había que elegir un lugar para el discurso del día a día de los políticos. Le tocó a Tepito”.
La fuerte tradición del boxeo y la lucha libre en Tepito tiene que ver con el origen del barrio, estrechamente vinculado con el comercio de artículos usados y robados. “Con una vida así hay que ser bueno para los golpes”, dice en el frontón Las Águilas Octavio, El Famoso, Gómez, “y empiezan a surgir los gimnasios”. Muchos de los boxeadores eran pequeños delincuentes. Hay un gran respeto a los boxeadores, sobre todo a los ídolos y campeones. Con el tiempo, viene una etapa de cambio en el comercio urbano. Entra la mercancía ilegal y se infiltran los narcomenudistas.
El Famoso Gómez lo tiene claro: “La droga es el mayor problema de Tepito y de otros barrios de México”. Empezó a boxear en 1955. Sus ídolos eran Raúl Macías, que llegó a campeón del mundo de los pesos gallo en los años cincuenta, y José Medel, campeón en los años sesenta. “Tuve un buen profesor, me hizo estrella del boxeo”. Peleó en tres categorías y derrotó a campeones como Rafael Herrera. Cuando colgó los guantes se dedicó a la farándula, fue actor de teatro y cine. Ahora tiene unos 20 alumnos en el gimnasio, pero “ninguno con madera de campeón; es tan difícil como encontrar un policía honesto en México”. Un jefecillo del mundo de la droga llamó un día al Famoso Gómez. “Pretendía que sacara a los chavos (muchachos) del gimnasio. Quieren que en Tepito sólo tengamos fama de la mala, no de la buena”.
En el Gimnasio Morelos, varias chicas entrenan para ser campeonas algún día. Un cartel del Consejo Mundial de Boxeo colgado en una pared advierte: “Cuidado con las drogas”. Alma González Torres, de 43 años, le pega duro al saco de entrenamiento. “Hace 10 años vine aquí por primera vez con un hijo, para que entrenara y supiera lo que es la disciplina. José Medel era uno de los profesores”. Alma ha peleado 14 combates y quiere entrenar a otras chicas. Todo un desafío en un barrio duro y complicado. “Hay redadas constantemente, la policía nos desaloja el deportivo. Los jóvenes se alejan del boxeo, sólo piensan en la parranda y los desmanes, y se vacían los gimnasios”.
Ubicado en el segundo perímetro del centro histórico, Tepito bordea el corredor turístico catedral-basílica y corre el riesgo de ser presa de la especulación inmobiliaria. Una exposición sobre el barrio lleva por título: Tepito, quieto como un resorte, pero listo como una cerilla. Es un refugio de delincuentes, sí, y también de la creatividad, donde se recicla el lenguaje, el pensamiento y los objetos usados. Aquí se puede conseguir de todo, pero se paga más caro que en ninguna otra parte el impuesto a la ingenuidad.
Bienvenidos a Tepito, en el centro de México DF. Uno de los barrios más peligrosos de América. Bautizado como “fábrica de delincuentes”. Una explosiva mezcla de contrabandistas, ‘narcos’ y comerciantes piratas con algo en común: su culto a una Virgen calavera.
Aquellos que no conocen Tepito no conocen México, dicen con orgullo los vecinos del barrio más bravo del país. Los tepiteños se revuelven contra la maldición de vivir en el territorio más peligroso, reducto del narcomenudeo (tráfico de droga), la fayuca (contrabando), los tianguis (mercado ambulante) y la piratería (venta de mercancía falsificada). En Tepito es posible comprar de todo. Desde marihuana y cocaína hasta un fusil AK-47, el arma más usada por los sicarios. Y por supuesto, todo tipo de productos de dudosa procedencia, ropa, complementos, películas en DVD, discos compactos… Sólo es cuestión de precio. Todo ocurre en pleno centro de la gigantesca capital mexicana, a 15 minutos del Zócalo, el corazón de la ciudad.
Las incursiones de la policía en el barrio suelen degenerar en batallas campales. La última fue el 22 de abril y duró hasta altas horas de la madrugada. Medio millar de agentes se incautaron de 150 toneladas de perfumes de contrabando, pero para lograr su objetivo tuvieron que doblegar la tenaz resistencia de grupos de jóvenes que quemaron vehículos y levantaron barricadas.
Una de las primeras medidas del jefe de Gobierno (alcalde) de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard, en febrero de 2007, fue la expropiación de un predio de Tepito conocido como El 40, que culminó con un espectacular operativo policial para desalojar y demoler 144 viviendas. Según las autoridades, era el mayor centro de distribución de droga, donde se comercializaba diariamente más de media tonelada de marihuana y entre siete y ocho kilos de cocaína, es decir, el 10% de la droga que se distribuye a escala minorista en la Ciudad de México.
El alcalde destaca la importancia de la cultura popular que genera un barrio tradicional y con historia propia como Tepito. Pero no minimiza su cara más negra. De los 38.000 habitantes, unos mil están presos. Si se añaden los que han pasado por la cárcel, la cifra es alarmante. “La densidad de criminalidad es muy elevada”, dice Marcelo Ebrard, que no duda en calificar Tepito de fábrica de delincuentes.
“No somos la lacra de la sociedad”, replica con mala cara Alfonso Hernández, cronista de Tepito y director del Centro de Estudios Tepiteños. Aquí nació hace 63 años Hernández, quien no tiene título académico y dice ejercer la profesión de hojalatero social. En su oficina de la calle Granaditas, rodeada de puestos de venta ambulante, habla animadamente del barrio que “mejor ha resistido la embestida de la modernización urbana a la hora de implantar nuevos patrones en las costumbres”.
El cronista ha escrito sobre la supervivencia del barrio en estos términos: “En la historia de la ciudad, Tepito lo ha sido todo. Barrio indígena y arrabal colonial, abrevadero cultural de los chilangos, semillero de campeones, atracadero urbano de barcos, ropero de pobres, lupanar metropolitano, tianguis y tendajón de sobrinas, refaccionaria automotriz de gabachas y europeas usadas. Reciclador de conciencias e inconsciencias, tendedero existencial de propios y extraños”.
Hay que remontarse a tiempos prehispánicos para encontrar los orígenes de Tepito y de la fuerza y bravura de sus moradores. Aquí se atrincheró Cuauhtémoc, el último rey azteca, 93 días durante el sitio de Tenochtitlán, en una feroz resistencia a las tropas de Hernán Cortés. “Fuimos el primer barrio que empezó a defender su solar nativo con un discurso artístico y cultural”, explica Hernández.
Un recorrido por las 50 manzanas de Tepito da la razón a Fernando César Ramírez, creador de la revista Desde el Zaguán y de varios proyectos culturales, que escribió: “El tianguis se ha tragado todo”. Aceras y calzadas de calles enteras desaparecen bajo el colorido de los toldos que cubren los innumerables puestos de venta ambulante. Tepito no es lo que era. El barrio ha cambiado radicalmente, dicen los más viejos del lugar cuando recuerdan con nostalgia las cantinas, cines, tiendas, tlapalerías y fondas que ya no están. El comercio informal tiene la culpa de su desaparición. Calles, plazas, viviendas y comercios son ahora “bodegas”, almacenes para guardar mercadería. “Ha llegado de distintas partes gente extraña que se ha adueñado del lugar del tepiteño en el comercio, en sus casas y en liderar a su gente”, dice Alfonso Hernández.
Ocultos dentro del laberinto casi impenetrable de los tianguis hay “laboratorios” de falsificación de discos compactos y DVD. Hemos entrado en las entrañas de la piratería, convertida en amortiguador social por la sociedad del espectáculo. Se trata de vender equipos de audio y vídeo baratos para tranquilizar al personal. Se fomentan consumidores compulsivos, después ya veremos qué hacemos con ellos. “La piratería es otra droga”, esgrime el cronista de Tepito. “El objetivo es que la gente deje de ser pueblo y se convierta en público consumidor”. Se abarata el mercado, donde las ganancias son en centavos.
Cada miércoles, la calle de Tenochtitlán se convierte en un mercadillo de ropa a peso. Una camisa, un pantalón, una falda o una chaqueta se venden a un peso (0,06 céntimos de euro). Un par de zapatos cuesta tres pesos (0,17 céntimos). Los compradores rebuscan entre montañas de ropa usada, limpia y, en algunos casos, de marca. Arnulfo Rosas tiene un puesto de venta en este ropero de los pobres. Desde hace 19 años compra ropa de segunda mano en grandes cantidades a los ayateros, que la consiguen en colonias de clase media y baja a cambio de loza o cristalería. Es uno de los oficios más antiguos de Tepito, en vías de extinción.
En un almacén cercano está la zona de los salderos. Aquí, ropa y zapatos de temporadas anteriores se venden a menos de la mitad del precio original. Las zapatillas de deporte están rebajadas de 500 a 250 pesos. Carlos Hernández, secretario general de la zona saldera, explica que la clientela viene de todas partes de la ciudad. “Somos un regulador del mercado entre Santa Fe (zona de alto poder adquisitivo) y Tepito”, comenta. Los salderos y los vendedores de ropa a peso son elementos residuales de lo que un día fue el barrio, cuando vivía de comercializar cueros, prendas de vestir y utensilios usados, para convertirse en un centro de distribución de piratería y estupefacientes. La entrada de la fayuca, hace 60 años, alteró el paisaje radicalmente.
Hasta aquí la descripción del barrio más controvertido de México, el más chilango y el más bravo de todos. Es hora de hablar de sus gentes. El fotógrafo Francisco Mata ha retratado a una amplia representación de tepiteños, que por primera vez salen a la luz para mostrar sus rostros, atuendos, tatuajes, cicatrices, costumbres y hablarnos de sueños y preocupaciones. Viven en las entrañas del barrio, y desde las páginas del libro Tepito ¡bravo el barrio! ayudan a comprender con sus rostros y sus palabras lo que se cuece hoy en Tepito. Hemos ido en busca de algunos de ellos.
“Me siento muy orgulloso de tatuar a gente que ha hecho historia en Tepito. Han pasado de todo, buenos o malos, de todo he tatuado”. José Luis Peña Jaramillo, de 48 años, conocido como El Socio Tatuador, ha dejado su huella en la piel de más de 20.000 personas. “En Tepito he hecho la gran mayoría de tatuajes. He enseñado a muchos que se fueron a trabajar a otras partes de la república. Soy uno de los pioneros en México y fui el primero que trajo al Distrito Federal máquinas profesionales y pigmentos de color”.
Todo empezó en California, donde pasó la adolescencia y parte de la juventud. Era un muchacho de 10 años cuando se hizo el primer tatuaje con unos amigos: una hoja de marihuana. No tuvo una vida fácil en Estados Unidos. Se metió en problemas –delitos graves, dice– que le llevaron a la cárcel, y tiene vetada la entrada en aquel país. Tiene un hijo soldado que acaba de regresar de Irak. Desde los 20 años vive en Tepito. “Es un país dentro de México”. “Hay centroamericanos y de todas partes de la república. Es difícil describir Tepito en pocas palabras. Puedes encontrar desde prostitución, droga y asesinatos hasta los intelectuales que han resaltado en muchas cosas”.
El Socio Tatuador opina que es exagerado decir que es el barrio más peligroso del mundo. “Nueva York tiene unos barrios… Y Los Ángeles, Chicago. Y España. Sí siento que es el más peligroso de México. Ha superado a un barrio de la ciudad de Tijuana, pegado a la frontera”.
José Luis Ponce de León, 49 años, posa pacientemente para el fotógrafo. Muestra orgulloso su cuerpo, decorado en un 90% con motivos orientales, prehispánicos y de la cultura de Estados Unidos. Es el hombre más tatuado de América Latina, desde Tijuana hasta la Patagonia, según sus datos, y vive en Tepito. Sólo le queda el rostro sin tatuar. No por mucho tiempo. “No me interesa lo que opine la gente”, advierte. “Siempre he dicho que voy a tatuarme al cien por cien. Sé que en México no está bien visto. Pero cuando ya te conocen y empiezas a platicar con la gente, se rompe el hielo. Que alguien tenga algún tatuaje no tiene que ver con si es buena o mala persona. No he cometido ningún delito y estoy todo tatuado”.
Cuenta que “desde chavo” tenía la idea de tatuarse. Era muy difícil, porque el padre, de formación militar, no estaba dispuesto a permitirlo y lo sacó del barrio. “Cuando regresé a Tepito busqué a un tatuado, hasta que encontré al Socio. Le platiqué mi idea, y de ahí a la fecha ha sido el único que me ha tatuado. Desde hace más de 10 años, cada sábado, un tatuaje”. ¿No hay que dejar descansar la piel? “Pues sí, pero si me hacía un tatuaje en el brazo, luego me lo hacía en la espalda, o en la pierna, y así iba por diferentes partes”.
José Luis Ponce estudió periodismo y trabajó como locutor en radionovelas y doblajes. Está decidido a dejarlo todo por el tatuaje, su pasión. “Voy a agarrar mi equipo, mochila al hombro, y empezar a viajar, tatuando. Hasta donde llegue”.
En los últimos tiempos, Tepito ha suscitado el interés de antropólogos sociales, investigadores, devotos, impostores y curiosos de diverso pelaje. Y no por la violencia, el narcotráfico o la piratería, sino por el culto a la Santa Muerte, que crece día a día. A la postre, es otro motivo para excomulgar el barrio desde las mentes biempensantes.
El primer martes de cada mes, miles de personas se concentran en la Calle 12, entre Mineros y Panaderos. Llegan desde distintos rincones de la Ciudad de México y alrededores para rezar el rosario ante la Santa Muerte. A las siete de la tarde, la cola es interminable. “Sean breves, por favor. Sólo entrar y salir”, se desgañita doña Queta, la maestra de ceremonias, entre música de mariachis y consignas más propias de una manifestación que de una celebración religiosa. “Se siente, se siente, la santa está presente”. Los fieles llegan hasta el altar de la Santa Muerte, tocan el vidrio, se santiguan y dan media vuelta. El escenario está repleto de imágenes e iconos de la Santa Muerte, y de ofrendas como flores, velas y botellas de tequila y whisky.
Centenares de manifestantes ataviados con tatuajes, medallas, escapularios con una calavera, o transportando la imagen de la muerte desfilan como si se tratara de la Virgen de Guadalupe en una procesión de Semana Santa. La devoción a la Santa Muerte ha adquirido notoriedad en diversos puntos de México, donde la imagen permanecía oculta en hogares, pueblos e, incluso, algunas iglesias. Los detractores identifican a estos devotos con el mundo del crimen, y es cierto que narcos, políticos y delincuentes rinden culto a la Santa Muerte porque, a fin de cuentas, “no juzga a nadie”. En Tepito hay de todo. Entre los devotos de la Santa Muerte puede haber desde la señora que reza por la salud de su hijo gravemente enfermo, hasta el tipo que la víspera de cometer un delito pide ayuda a la Santa Muerte para que todo le salga bien. El escritor Homero Aridjis, estudioso del fenómeno, describe la veneración a la Santa Muerte como “un sincretismo de la tradición religiosa europea que llegó a México con los españoles, o sea, la tradición cristiana, con los cultos mexicanos a la muerte”.
Algunos de los asistentes rocían el ambiente con aerosoles. “Abre camino” para darle “buenas vibras a la santa”. Chamanes improvisados limpian con humo de puros habanos la imagen de la Santa Muerte. No faltan a la fiesta jóvenes mareros (pandilleros), tatuados, colocados con cerveza, marihuana, pegamento y otras sustancias poco recomendables. Hay buenos y malos. Algunos, muy mal carados. Todos con la santa. “Le debemos un respeto”.
Está a punto de empezar la misa y doña Queta anima al personal: “Alabí, alabá, alabim, bomba. La santa, la santa, ra, ra, ra”. El oficiante pide permiso a Dios “para invocar a la Santísima Muerte, nuestra niña blanca”. “Santísima Muerte, quita todas las envidias, trae la luz para los malos espíritus…”. Los asistentes repiten la plegaria. Piden también por “los hermanos que están en cárceles y presidios, que son muchos”.
Enriqueta Romero, doña Queta, de 62 años, madre de siete hijos, con 58 nietos y 18 bisnietos, puso el primer altar a la Santa Muerte en Tepito hace siete años. Ahora hay unos 1.500 en toda la Ciudad de México, especialmente en colonias como Iztapalapa e Itztacalco. “Soy devota de la Santa Muerte desde hace 49 años. Para mí, es un rayo de luz muy grande. Claro, que te voy a decir una cosa: primero Dios y después la Santa Muerte”, dice en su declaración de principios. ¿Y la Virgen de Guadalupe? ¿Es compatible con la Santa Muerte? “Para mí, sí. Yo salgo mucho a la calle, voy al centro, y soy de las que si veo una iglesia, entro y le doy gracias a Dios por todo lo que me ha dado. Y luego veo a la Virgen de Guadalupe y veo a San Juditas, y les doy gracias. Y llego a mi casa y visito a mi niña y le digo: ‘Ya llegué, bonita”. La relación con los narcos no es ninguna leyenda, confirma doña Queta. “Ellos creen en la Santa Muerte. Nadie les quita su derecho a creer en algo, para lo bueno y para lo malo. Todos podemos creer en ella, todos”.
El Tirantes. Arturo Ayala Plascencia, de 57 años, es uno de los personajes genuinos de Tepito. Suele vestir el clásico pachuco –traje de solapa ancha y pantalón holgado–, con camisas vistosas y tirantes, que hacen honor a su apodo. “Me molesta que la gente se arregle sólo cuando va ir a un baile. No debe ser así, por el simple hecho de que la gente siempre te ve. Por eso a mí me gusta estar siempre presentable, siempre bien vestido”.
El Tirantes se siente “muy orgulloso de haber nacido en la Rinconada, que está justamente a un costado de la iglesia de San Francisco de Asís. Y ese sitio está considerado el lugar de origen de Tepito”. “Yo soy comerciante, hermano, vivo del comercio. Fíjate, que, bendito sea Dios, mi mamá tenía un puesto de legumbres en el mercado de Tepito”. Una vida ajustada hasta que irrumpió la fayuca (contrabando). “Afortunadamente, a los 20 años me hice fayuquero y pude sacar a mis nueve hermanos del mercado. Ahora son unos prósperos fayuqueros”. Hoy todavía mantiene su puesto en el mercado, donde vende discos “de pasta”. ¿La piratería ha desplazado al contrabando? “Lo que pasa es que incursionaron los coreanos, los panameños, los chinos… Tepito se convirtió en internacional. ¡Pues sí, hermano!”.
El Mago. Cada día a la hora del almuerzo, un tipo alto y delgado, con una cola de caballo interminable y una baraja de cartas en la mano, recorre las mesas del Correo Español, uno de los restaurantes más clásicos de Tepito. Es Carlos Suárez del Solar, más conocido como El Mago. Estudiaba diseño industrial en la Universidad Iberoamericana hasta que lo dejó por la prestidigitación, la cartomancia y la hipnosis. “Son tres ramas que he ejercido profesionalmente durante 49 años”. “La vida nos va colocando en oportunidades y uno las toma o las deja. A mí me puso en mi verdadera vocación”.
Madraque fue su maestro y guía, que le impulsó a dejarlo todo por la magia. Eso fue en 1959. Hasta hoy. ¿Qué es la magia? “La magia existe y no existe. Está en cualquier persona, y la puede traer uno. La gente no comprende lo que son los trucos con las cartas, pero es habilidad manual. El día a día es un truco, el salir adelante. Me fascina cómo se sorprende la gente. Después de 49 años me sigue encantando lo que hago, asombrar a la gente. La mía es una profesión muy sui géneris que me ha recompensando muy bien.
El Mago lleva 12 años en el barrio. Cuando le contrataron no creían que aguantaría más de tres meses. “Me gusta la gente de Tepito. Los oriundos de aquí son gente excelente. Desgraciadamente, la mala publicidad de los medios mancha este concepto, por todo lo que hay, por todo lo que rodea. Han satanizado Tepito por el narcomenudeo y porque había que elegir un lugar para el discurso del día a día de los políticos. Le tocó a Tepito”.
La fuerte tradición del boxeo y la lucha libre en Tepito tiene que ver con el origen del barrio, estrechamente vinculado con el comercio de artículos usados y robados. “Con una vida así hay que ser bueno para los golpes”, dice en el frontón Las Águilas Octavio, El Famoso, Gómez, “y empiezan a surgir los gimnasios”. Muchos de los boxeadores eran pequeños delincuentes. Hay un gran respeto a los boxeadores, sobre todo a los ídolos y campeones. Con el tiempo, viene una etapa de cambio en el comercio urbano. Entra la mercancía ilegal y se infiltran los narcomenudistas.
El Famoso Gómez lo tiene claro: “La droga es el mayor problema de Tepito y de otros barrios de México”. Empezó a boxear en 1955. Sus ídolos eran Raúl Macías, que llegó a campeón del mundo de los pesos gallo en los años cincuenta, y José Medel, campeón en los años sesenta. “Tuve un buen profesor, me hizo estrella del boxeo”. Peleó en tres categorías y derrotó a campeones como Rafael Herrera. Cuando colgó los guantes se dedicó a la farándula, fue actor de teatro y cine. Ahora tiene unos 20 alumnos en el gimnasio, pero “ninguno con madera de campeón; es tan difícil como encontrar un policía honesto en México”. Un jefecillo del mundo de la droga llamó un día al Famoso Gómez. “Pretendía que sacara a los chavos (muchachos) del gimnasio. Quieren que en Tepito sólo tengamos fama de la mala, no de la buena”.
En el Gimnasio Morelos, varias chicas entrenan para ser campeonas algún día. Un cartel del Consejo Mundial de Boxeo colgado en una pared advierte: “Cuidado con las drogas”. Alma González Torres, de 43 años, le pega duro al saco de entrenamiento. “Hace 10 años vine aquí por primera vez con un hijo, para que entrenara y supiera lo que es la disciplina. José Medel era uno de los profesores”. Alma ha peleado 14 combates y quiere entrenar a otras chicas. Todo un desafío en un barrio duro y complicado. “Hay redadas constantemente, la policía nos desaloja el deportivo. Los jóvenes se alejan del boxeo, sólo piensan en la parranda y los desmanes, y se vacían los gimnasios”.
Ubicado en el segundo perímetro del centro histórico, Tepito bordea el corredor turístico catedral-basílica y corre el riesgo de ser presa de la especulación inmobiliaria. Una exposición sobre el barrio lleva por título: Tepito, quieto como un resorte, pero listo como una cerilla. Es un refugio de delincuentes, sí, y también de la creatividad, donde se recicla el lenguaje, el pensamiento y los objetos usados. Aquí se puede conseguir de todo, pero se paga más caro que en ninguna otra parte el impuesto a la ingenuidad.
Foto de Marcelo Salinas
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