Columna PLAZA PÚBLICA/Miguel Ángel Granados Chapa
Fui formado en una familia donde imperaban la laboriosidad y el respeto a los compromisos: "hay que dar cumplimiento", predicaba mi madre ante los deberes que la vida iba imponiendo. Recuerdo la repetición de la fórmula a Horacio, mi hermano mayor, que en su adolescencia era suplente en una fábrica textil. Tenía que presentarse a la puerta del establecimiento al comienzo de cada turno (siete de la mañana, cuatro de la tarde y once y media de la noche) a ver si faltaba personal. Podían transcurrir varios días sin ser una sola vez llamado a trabajar, por lo que ocasionalmente, especialmente por la mañana, hubiera deseado no presentarse al pase de lista. Pero, de caer en la tentación del desgano, habría perdido su lugar en la lista (con lo que disminuían sus posibilidades de trabajo) y sobre todo no cumpliría sus deberes.
A mediados de 1977 estaba en preparación la reforma política por antonomasia, de que la sociedad mexicana sigue siendo beneficiaria. La reestructuración del sistema de partidos y de la integración de la Cámara de Diputados emprendida entonces fue la semilla que, gradualmente, dio frutos a lo largo de las tres décadas siguientes, con frenazos e interrupciones en 1988 y 2006, pero también con muchos momentos estelares en todo el resto del periodo. En ese lapso el creciente ejercicio de las libertades públicas, la del voto entre ellas, permitió la distribución del poder, que ya no más permaneció concentrado en una sola fuente que, todavía en 1982, obtuvo por mayoría 299 de las 300 bancas de esa clase en San Lázaro y consiguió que la calificación de la elección presidencial fuera acordada por unanimidad.
La declinación del poder priista ensanchó los horizontes de las incipientes fuerzas políticas de la oposición (o el crecimiento de éstas causó el declive del priismo, como se le quiera ver) pero no produjo ni permitió la transformación entera del sistema político, que hoy padece los remanentes del viejo autoritarismo, abusivo y corrupto (como el ejemplificado por los gobernadores Mario Marín y Ulises Ruiz, por sólo citar los casos extremos si bien no los únicos) y ha contraído nuevos males, como el olvido de las metas fundadoras de Acción Nacional, sustituidas a menudo por el cinismo; o como la transformación de la militancia abnegada de la izquierda (sin que deje de haber numerosos ejemplos de ella) en un crudo mercenarismo en que todo se vale con tal de obtener dinero. Por ello decliné más de una invitación a ser candidato a diputado o senador, si bien fui candidato a gobernador como una humilde contribución a ensanchar los caminos donde transite la esperanza política en Hidalgo.
En estas tres décadas surgió y se ha consolidado el poder político del duopolio de televisión y el oligopolio de la radio, que dependían de la voluntad estatal y lograron invertir la situación. En el mismo lapso la prensa se ha diversificado, desprovista (o libre, según se la quiera ver) en amplia medida de la comodidad que le propiciaba sujetarse al gobierno federal. Durante casi la mitad de los 30 años de escritura de esta columna (13 y medio) ha disfrutado la hospitalidad del Grupo REFORMA, diarios que contribuyen al crecimiento de la conciencia democrática con base en su solidez financiera, en la práctica simultánea de las libertades de prensa y de empresa.
Treinta años
Reforma, 17 Oct. 11
El 13 de julio de 1977 apareció por primera vez esta columna en un diario de la Ciudad de México. No me autocelebraré por que hoy se cumplan 30 años de ese momento. Me ahorran el rubor de hacerlo los generosos textos de Sergio Aguayo (Reforma, 11 de julio) y Javier Corral (El Universal, 10 de julio), así como la probadita de helado de mamey que me convida Germán Dehesa (Reforma, 12 de julio). Sin dejar de hacer referencia a mi propia persona, aprovecho la efeméride para revisar la transformación de la política -materia principal aunque no única de esta columna- y de la prensa, y los medios de comunicación en general, en estas tres décadas.
Fui formado en una familia donde imperaban la laboriosidad y el respeto a los compromisos: "hay que dar cumplimiento", predicaba mi madre ante los deberes que la vida iba imponiendo. Recuerdo la repetición de la fórmula a Horacio, mi hermano mayor, que en su adolescencia era suplente en una fábrica textil. Tenía que presentarse a la puerta del establecimiento al comienzo de cada turno (siete de la mañana, cuatro de la tarde y once y media de la noche) a ver si faltaba personal. Podían transcurrir varios días sin ser una sola vez llamado a trabajar, por lo que ocasionalmente, especialmente por la mañana, hubiera deseado no presentarse al pase de lista. Pero, de caer en la tentación del desgano, habría perdido su lugar en la lista (con lo que disminuían sus posibilidades de trabajo) y sobre todo no cumpliría sus deberes.
Mi madre predicaba con el ejemplo. Improvisada profesora a los 13 años (ministerio que se prolongaría por 70 más), su primera encomienda la obligaba a caminar 4 o 5 kilómetros cada día, de ida y de regreso, de Pachuca al enclave minero denominado El Bordo. Entonces y a lo largo de la vida, cuando debió alimentar espiritual y materialmente a sus hijos, prolongó la duración de las jornadas y diversificó su contenido: fue al mismo tiempo que maestra costurera y, en épocas, encargada de un expendio de pan. Y siempre cumplió escrupulosamente sus deberes. Con una disciplina así vivida, y amorosamente transmitida, no me ha significado esfuerzo particular el haber escrito todos los días (salvo periodos de vacaciones cuando, ya muy adulto, aprendí a descansar) esta columna desde 1977.
Tras haber estudiado periodismo en la Universidad Nacional (donde también cursé la carrera de derecho), a partir de 1964 trabajé profesionalmente en la prensa. Diversos avatares que no es del caso reseñar me colocaron en mayo de 1977 en el desempleo profesional pleno (aliviado sólo por mi pertenencia al personal académico de la UNAM). Para mi fortuna, la Providencia o una hada bienhechora colmaron pronto ese faltante y en julio estaba ya a cargo de la redacción de noticias del Canal Once, escribía un artículo en la revista Siempre e, invitado por la perspicaz bonhomía de Luis Javier Solana, inicié la redacción cotidiana de una columna política con la que quiso ensanchar los horizontes de Cine Mundial.
A mediados de 1977 estaba en preparación la reforma política por antonomasia, de que la sociedad mexicana sigue siendo beneficiaria. La reestructuración del sistema de partidos y de la integración de la Cámara de Diputados emprendida entonces fue la semilla que, gradualmente, dio frutos a lo largo de las tres décadas siguientes, con frenazos e interrupciones en 1988 y 2006, pero también con muchos momentos estelares en todo el resto del periodo. En ese lapso el creciente ejercicio de las libertades públicas, la del voto entre ellas, permitió la distribución del poder, que ya no más permaneció concentrado en una sola fuente que, todavía en 1982, obtuvo por mayoría 299 de las 300 bancas de esa clase en San Lázaro y consiguió que la calificación de la elección presidencial fuera acordada por unanimidad.
La declinación del poder priista ensanchó los horizontes de las incipientes fuerzas políticas de la oposición (o el crecimiento de éstas causó el declive del priismo, como se le quiera ver) pero no produjo ni permitió la transformación entera del sistema político, que hoy padece los remanentes del viejo autoritarismo, abusivo y corrupto (como el ejemplificado por los gobernadores Mario Marín y Ulises Ruiz, por sólo citar los casos extremos si bien no los únicos) y ha contraído nuevos males, como el olvido de las metas fundadoras de Acción Nacional, sustituidas a menudo por el cinismo; o como la transformación de la militancia abnegada de la izquierda (sin que deje de haber numerosos ejemplos de ella) en un crudo mercenarismo en que todo se vale con tal de obtener dinero. Por ello decliné más de una invitación a ser candidato a diputado o senador, si bien fui candidato a gobernador como una humilde contribución a ensanchar los caminos donde transite la esperanza política en Hidalgo.
En estas tres décadas surgió y se ha consolidado el poder político del duopolio de televisión y el oligopolio de la radio, que dependían de la voluntad estatal y lograron invertir la situación. En el mismo lapso la prensa se ha diversificado, desprovista (o libre, según se la quiera ver) en amplia medida de la comodidad que le propiciaba sujetarse al gobierno federal. Durante casi la mitad de los 30 años de escritura de esta columna (13 y medio) ha disfrutado la hospitalidad del Grupo REFORMA, diarios que contribuyen al crecimiento de la conciencia democrática con base en su solidez financiera, en la práctica simultánea de las libertades de prensa y de empresa.
Cajón de Sastre
Como muestra inequívoca de los altos índices de lectoría que alcanzan los autores citados arriba, por la noticia dada en sus textos por Aguayo, Corral y Dehesa, he recibido innumerables mensajes de felicitación porque un día como hoy se inició la publicación de esta columna. No tengo empacho en declararlo, más allá de cualquier pobre vanidad (de la que ha mucho tiempo, si la padecí alguna vez, me he curado), porque muchos de esos mensajes significan que también hay lectores que cumplen 30 años de serlo. Además de expresiones amistosas que agradezco, un gran número de los recados recibidos por diversas vías aclaran que no siempre están de acuerdo con lo que se expresa en esta columna, dato formidable que conozco por la correspondencia diaria, pero que en ocasión de un festejo comprueba que quien lee y quien escribe ejercen la libertad y la razón. A veces, no en esta venturosa oportunidad en que todo es afecto, la interlocución se nubla por sinrazones ofensivas, pero ya se sabe que quien no quiera ver fantasmas no salga de noche.
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