- Optimismo, pero ¿cuánto?/Walter Laqueur, consejero del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.
Traducción:
José María Puig de la Bellacasa
La
Vanguardia | 24 de marzo de 2013
Está
en marcha un debate en Estados Unidos iniciado por los neurocientíficos: ¿qué
grado de optimismo nos resulta positivo en la política? ¿Qué grado es dañino?
En un libro reciente, La predisposición al optimismo, Tali Sharot razona que
las pruebas indican que el cerebro humano “está programado” en dirección al
optimismo y que tal predisposición podría conducir a catastróficos errores de
cálculo en nuestra vida privada y también en política… Sin embargo, el reciente
número especial de Scientific American (enero/febrero, 2013), publicación
destacada en el terreno científico, sostiene, por contra, que el peligro
principal radica en el pesimismo y que necesitamos algo parecido a una vacuna
contra el pesimismo y la negatividad.
¿Dónde
se halla la verdad? Las pruebas no son concluyentes: el número de personas
entrevistadas es relativamente pequeño y limitado a algunos países
occidentales. Las actitudes cambian con el tiempo y el lugar. Los economistas
han sido considerablemente pesimistas en los últimos años y apenas hace falta
explicar por qué. Pero algunos artículos publicados en destacadas revistas
estadounidenses como Foreign Affairs tienden a ser bastante optimistas aun en
estos momentos. El autor de uno de estos artículos, destacada figura política,
pronostica, por ejemplo, que Europa y EE.UU. saldrán más fuertes de la crisis
actual, cosa que puede ser totalmente cierta pues se necesitan reformas y
cambios y estos suelen darse, normalmente, de resultas de una crisis. Sólo en
tales condiciones, bajo presión, se adquiere suficiente comprensión de las
cosas para admitir los cambios, sobre todo los dolorosos. Otro artículo
sostiene que, aun teniendo en cuenta que las noticias procedentes de Oriente
Medio son cualquier cosa menos alentadoras, todo saldrá bien por lo que
respecta a la primavera árabe. Las revoluciones no avanzan en línea recta,
requieren tiempo y siempre se producen contratiempos (cosa que, de nuevo, puede
ser cierta, pero ¿cuánto tiempo? Hizo falta casi un siglo para que se impusiera
la democracia tras las revoluciones de 1848 en Europa. Y también hicieron falta
dos guerras mundiales. Y Europa no es Oriente Medio).
Tal
optimismo es alentador en un momento en que el pesimismo se ha convertido en
moneda frecuente y de uso extendido. El panorama era distinto hace tan sólo
unos años, cuando se imponía el optimismo sobre el futuro de Europa y,
asimismo, al inicio de la primavera árabe. Cabría añadir a la lista el
optimismo imperante sobre el futuro de Rusia tras el desmoronamiento de la URSS
en los noventa.
El
optimismo (dentro de unos límites) es fundamental, sobre todo en época de
crisis. Sermonear que no se puede hacer nada para salir de una mala situación
es suicida y franquea la entrada a charlatanes peligrosos. Alemana y Rusia no
necesitaron más de catorce años tras sus derrotas aparentemente totales (1918 y
1989) para volver al estatus de gran potencia.
Tal
vez estos no sean los ejemplos más alentadores, pero ha habido recuperaciones
espontáneas y pacíficas; por ejemplo, la de Francia tras la derrota por
Alemania en 1870-71 cuando la mayoría consideraba que Francia estaba acabada
para siempre. Cuando Roosevelt accedió al poder en 1932, su canción de campaña
electoral se convirtió de hecho en himno del Partido Demócrata que proclamaba
que “los días felices han vuelto”. Parecía ridículo; hicieron falta unos años
pero en último término la situación mejoró. Nadie sabe las causas de tales
recuperaciones: a veces es la aparición de una nueva generación, a veces puede
haber otras razones, objetivas o no.
El
peligro surge cuando el optimismo vira al panglossianismo. El doctor Pangloss
es el tutor en el Cándido de Voltaire que cree que todo sucede para bien en
este que es el mejor de los mundos. Su optimismo no se debilitó ni siquiera
cuando fue ahorcado por la Inquisición. Voltaire era un pesimista o se
convirtió en un pesimista, sobre todo a raíz del terremoto de Lisboa en 1755.
Pero Europa no ha registrado una catástrofe natural en los siglos transcurridos
desde entonces.
El
caso de Francia en el siglo XIX no fue único. Tiende a indicar que el declive
no es en absoluto algo irreversible, que los estados de ánimo cambian, que la
abulia (la falta de voluntad) da paso al activismo, incluso a la
hiperactividad. Rusia ha tenido buena suerte al poder exportar petróleo y gas
en periodos de elevada demanda. Pero en otras partes las causas han sido de
carácter muy distinto. Todo esto podría suceder en Europa y en Oriente Medio.
Es improbable que suceda de la noche a la mañana. Tal vez sucederá sólo en
respuesta a una crisis más profunda que la actual. Tal vez, como en Oriente
Medio, la ola fundamentalista habrá de terminar cumplidamente su propia carrera
y sólo después habrá mostrado su incapacidad de aportar respuestas a los
desafíos económicos y sociales. El declive no procederá necesariamente en
dirección al amargo final. Un cambio para mejor, al menos una moderada
recuperación, es siempre posible.
La
esperanza es mejor guía que la desesperación, pero ha de ser esperanza
acompañada de una medida de precaución. “La esperanza mana eterna…” es uno de
los versos más citados de la poesía inglesa. Pero el hombre que los escribió,
Alexander Pope (1688-1744), era una persona prudente. Tenía mucho enemigos y, a
juzgar por la palabra de su hermana, nunca salía de paseo sin la compañía de un
perro de temible apariencia. Y llevaba, también, un par de pistolas cargadas.
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