Aniversario/ Gregorio Morán
Publicado en La Vanguardia | 13 de abril de 2013
Esta semana cumplo 25 años de
artículos semanales en este periódico. ¡25 años! Mi trabajo periodístico
durante 25 años se ha dedicado a la página de este diario, y lo digo con cierto
orgullo y como modo de expresar mi absoluto desprecio hacia las tertulias, los
tertulianos, las asesorías ocultas y demás comederos que consiente el oficio.
Soy un columnista que ha trabajado como periodista exclusivamente para los
lectores de La Vanguardia, quizá porque siempre tuve la convicción de que quien
se prodiga mucho acaba concentrándose muy poco. Todavía recuerdo a un golfo,
presunto historiador, presente con reiteración cada vez que usted enciende TV3,
que añoraba los doblones que yo cobraba. Si hiciéramos el balance de sus
discursos nacionalistas o sionistas (a gusto del pagador), sus tertulias, sus
asesorías, incluso ¡ay! sus obligaciones universitarias tan escasamente
atendidas, estaríamos ante un reflejo del intelectual mediático que nos ha
tocado sufrir.
¿Qué ha cambiado en 25 años?
Todo. Mi primer artículo en La Vanguardia se refería al Congreso de Filósofos
Jóvenes que acababa de celebrarse en Cáceres. Es verdad que los tales filósofos,
habían ya dejado en 1988 de ser jóvenes, pero tenía su gracia escuchar a
divertidos perdularios de la historia del pensamiento español –entonces se
podía decir así sin ofender– en unas sesiones catárticas donde se hablaba de
todo menos de lo evidente: que estábamos viviendo una mortecina ficción
ideológica.
Un detalle. Recuerdo que en
Cáceres, donde yo no había estado en mi vida y donde lamentablemente no he
vuelto, aún se daba en los restaurantes un guiso de lagarto. Hoy prohibido,
¡para conservar la especie y las buenas costumbres! No hace falta decir que lo
solicité admirado. ¡Comer lagarto en Cáceres! Yo había leído las historias de
Delibes y las ratas de río, que era manjar en épocas difíciles y que la gente
no quiere ni siquiera que se las mencionen. Pero lagarto era otra cosa. Una
cazuela de barro con un lagarto íntegro; no le faltaba de nada. Sabroso.
Nunca le he hecho ascos a
cualquier cocina, porque nosotros nacimos en una gastronomía del hambre, donde
los caracoles no eran los de la Borgoña –diez por ración, que se pueden comer
aún en París a precio de boutique–, y la casquería, esa palabra preciosa del
castellano tradicional, se traducía en pajaritos fritos, sesos, criadillas o
callos. Socialmente, la cocina ha sido la mejor metáfora de los cambios del
gusto y el placer; lo fundamental en una sociedad mediterránea. La comida se
convirtió en diseño, presentada por aventureros que pasaron de hacerle guisos
al capitán general de Barcelona, caso Ferran Adrià, a chicos de oro del
Brooklyn local. La cocina barcelonesa que degusté hace 25 años, ¡no digamos ya
antes!, era muy superior a esta basura sintética.
Si tuviera que hacer una
frase para la historia, después de 25 años entregado a un diario de Barcelona,
sólo lanzaría una expresión de reproche: cómo fue posible que destrozaran esta
ciudad que era cómoda, amable, paseable siempre –¿alguno de esos bonzos
municipales ha intentado alguna vez caminar por la Diagonal?–, con un clima
amable y una población discreta y poco entrometida. Una singularidad peninsular
que rompieron los talibanes cuando recorrieron la ciudad denunciando quién
tenía los carteles correctos y quién estaba fuera de la norma lingüística. La
ciudadanía siguió impecable, pero el nuevo fascismo nacionalista, descendiente
de los viejos tiempos nacional-católicos, enseñó la cara. Las ideas se heredan,
que hubieran dicho en la Universidad de Cervera, aquella que excluía la funesta
manía de pensar.
En 25 años cambió todo,
empezando por nosotros. ¿De verdad puedo decir que sigo pensando lo mismo que
entonces? Sería un estúpido que no ha aprendido nada. En 1989, fecha simbólica
que rememoró la Revolución Francesa, y que yo mismo recogí en visita a las
exposiciones parisinas, ya no era posible pensar que avanzábamos. Por ahí
habría que empezar. Retrocedíamos. El ciclo progresivo de la sociedad había
terminado. Aquello de los poderes omnímodos del Papa polaco, el presidente
norteamericano actor de reparto, el mundo comunista a punto de convertirse en
mercado mafioso y el socialismo hispano animando a hacerse rico a la manera de
Solchaga, eran un mal augurio.
Tuvimos nuestro momento de
gloria. 1992. ¡Vive Dios, qué exageración! Barcelona con sus Juegos Olímpicos y
Sevilla la guapa con un derroche de salero y fantasía a cargo del erario
público. Jugábamos de farol y todo se fue viniendo abajo conforme pasaban los
años y vivíamos del recuerdo de unos fastos más falsos que una Semana Santa.
Aún recuerdo la batalla sórdida, de entretelas, entre la Generalitat de
Catalunya y el Ayuntamiento de Barcelona, CiU frente al PSC, con tongo
incluido. ¡Qué ingenuos! Los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 pasarán a la
historia no por la audacia temeraria de un arquero magistral, sino por la mayor
operación urbanística que se había hecho en Barcelona desde que fracasara el
Eixample. ¡Cuánto dinero ganaron las agencias publicitarias gracias a Pasqual
Maragall, la promesa del cambio!
A veces se sostiene, y no sin
cierta verosimilitud, que el periodismo barcelonés se fue al carajo con el
asunto de Banca Catalana y Jordi Pujol. No es cierto. El final de la orquesta
del Titanic, que eso era la prensa de Barcelona, se hundió en 1992 tocando un
himno aún por encargar a Vangelis y titulado Carros de fondos públicos. ¡Éramos
la hostia! Y así fue, en la oblea nos quedamos. A partir de entonces llegó la
realidad para demostrarnos que los acuerdos entre Felipe González, presidente
del Gobierno, y Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, no eran el comienzo
de una era de riqueza y bienestar, sino el deslizamiento por una pendiente sin fondo.
¿Éramos más libres entonces?
No, sencillamente éramos más cándidos, y posiblemente algún sociólogo nos
explique ahora que la candidez es un estado similar al de la libertad
individual. Seamos sinceros. Lo más llamativo de es que estábamos convencidos
de que entre Convergència y el PSC había un abismo. Un abismo catalán, se
entiende. Y resultó que no había nada, que era más de lo mismo. La inanidad de
Maragall, que nos negábamos a ver, porque nos caía muy bien y además había
forrado a las agencias publicitarias y conocía a sus jefes y era un tipo
genialoide. Un fantasma que no había trabajado nunca, enfermo de indolencia,
frivolidad y soberbia; con mucho pedigrí y poca enjundia.
Ni la prensa ni la sociedad
de hace 25 años era mejor que ésta. No exageremos. Sencillamente tenía mayor
optimismo, porque todo parecía rodar y además en la misma dirección. Recuerden
que teníamos a gala ser un oasis cuando Madrid era una baralla. ¡Cuánto camello
se alimentó de aquel oasis! Estábamos en plena decadencia y como suele suceder
no nos enterábamos del deslizamiento. Nuestro president no se cansaba de
decirnos que sintiéramos el orgullo del país, que para eso él pagaba cantidades
ingentes a los talentos mediáticos. La generación literaria de pitufos
deportivos, herederos espurios de Manolo Vázquez Montalbán, descubrieron que la
crónica deportiva daba más dinero y menos complicaciones que la política.
Y así llegamos, en 25 años, a
ser menos de lo que éramos pero con un superlativo orgullo de constituir “la
teta” de España, en este país donde hay poca vaca y mucho camello. Pero nada
nos libra de esta decadencia vergonzosa, donde un president es capaz de hinchar
el pecho e ir a Madrid –con gran eco mediático local– y volver meses más tarde,
clandestinamente, a pedir una ayudita porque han gastado los fondos, incluidos
los de reptiles.
Hay una enseñanza brutal tras
25 años de escribir sabatinas y es que aquello que entonces nos parecía
insólito ahora no sólo nos parece normal, sino que ni siquiera lo contamos
porque no es noticia. La realidad ha salido de los periódicos. Esa sería mi
conclusión después de 25 años.
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