Churchill,
Roosevelt y Juan XXIII/ Joaquín Estafaría
El
País |10 de abril de 2013;
A
José Luis Sampedro
El
objetivo de la revolución conservadora que nació a principios de los años
ochenta era sustituir a Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt y Juan
XIII como iconos del siglo XX, por Thatcher, Reagan y Juan Pablo II. Roosevelt
era el vencedor de la Gran Depresión con una política de regulación de la economía
y de protección social a los que se quedaban por el camino, molidos por el
sufrimiento, y tanto Churchill como él representaban los valores de los
aliados, triunfadores de la II Guerra Mundial. Juan XXIII había comenzado el
aggiornamientode la Iglesia católica y puesto en funcionamiento ese oxímoron
denominado “cristianismo de rostro humano”.
La
revolución conservadora que lideran Thatcher y Reagan tenía dos fases
ideológicas: primera, acabar con el Estado de bienestar nacido del miedo al
poder de atracción del comunismo (una especie de revolución pasiva dentro del
sistema); y segunda, liquidar los contenidos educativos y culturales permisivos
de Mayo del 68. Era pues una acción doble, compuesta por intereses económicos
liberales y valores políticos conservadores, que dos décadas después retoman y
actualizan los neocons de todo el mundo y que tiene su cénit en los EE UU de
George W. Bush, con los Rumsfeld, Cheney, Kagan, Kristol… Y prende por
necesidad: el fracaso del anterior paradigma dominante, el keynesianismo, para
hacer frente a un fenómeno nuevo, la estanflación, mezcla de precios altos y
economía paralizada, consecuencia en buena parte de las dos crisis del petróleo
de los años setenta. El keynesianismo había domeñado el desempleo pero no la
inflación. A este reto se enfrentan los conservadores.
Durante
más de un cuarto de siglo la revolución conservadora ha sido hegemónica en el
terreno del pensamiento, las ideas y las políticas económicas. Los atentados
terroristas de principio de siglo acentuaron sus rasgos más duros, pero
entonces ya se vio, aunque en dosis homeopáticas para lo que sucedió después,
que la fórmula para salir de la recesión consistía en introducir paladas de
dinero público en el sistema. La Gran Recesión que comienza en el verano del
año 2007 pone en cuestión sus postulados centrales, mucho más teorizados por
Thatcher y sus think tanks que por Reagan y sus muchachos (que se convirtieron
en representantes de un keynesianismo de derechas —“keynesianismo bastardo”, lo
denominó Joan Robinson— al dejar a sus herederos un gigantesco déficit público
motivado por las inversiones públicas en la guerra de las galaxias y en el
aparato militar, con el objeto de acabar con un comunismo exhausto). Entre esos
postulados destacan los siguientes:
El
Estado es el problema, el mercado la solución. Pero hoy sabemos que las
principales dificultades derivadas de un sector financiero con pies de barro y
de economías reales con paro y empobrecimiento de las clases medias son propias
de Estados débiles, demediados, no del Ogro Filantrópico de Octavio Paz ni de
leviatanes. Para arreglar esos problemas de mercados que no funcionan y tienden
al oligopolio se precisa de Estados y supervisores fuertes. La solución al
sistema financiero ha pasado por la continua intervención en el mismo del
sector público, con el dinero de los contribuyentes en juego, hasta el punto de
que ha vuelto a conjugarse el verbo nacionalizar. El único momento en que la
revolución conservadora, orgullosa, se activa y deja quebrar Lehman Brothers
bajo el principio de que cada palo aguante su vela, es cuando todo el tinglado
está a punto de desmoronarse. Los planes de estabilización son mecanismos
administrativos, y por tanto al margen del mercado, que buscan reequilibrar las
posiciones de poder en el seno de la economía. Así como la socialización de
pérdidas.
La
desregulación como meta. En 1986, Margaret Thatcher lidera el big bang en la
Bolsa de Londres. La City londinense deviene en el paraíso de la desregulación
y la innovación financieras, hasta cotas verdaderamente difíciles de entender
incluso para los expertos. Desde entonces se ha hecho mucho dinero en esos
mercados, pero la titulización de hipotecas y otros créditos, los productos
derivados, los fondos de alto riesgo, o los instrumentos opacos que han estado
en el origen de la Gran Recesión que arranca de EE UU, tienen en la City su
patria y su versión más sofisticada.
El
capitalismo popular. La adquisición de acciones en empresas de las que no se
conocía ni siquiera su actividad, por el mero hecho emulador y gregario de que
el vecino está ganando mucho más dinero que tú, formó parte de la nueva
economía, ese paradigma efímero, con fuerte presencia mediática, que decía que
se habían acabado los ciclos económicos simplemente por la aplicación conjunta
de las entonces nuevas tecnologías de la comunicación y la información, y la
flexibilidad empresarial. Ello acabó con los primeros efectos nefastos en la
economía real de las hipotecas de alto riesgo. Ya sabemos lo que ocurrió: la
sociedad de propietarios, que pretendía hacer de cada individuo un poseedor de
vivienda propia, generó la burbuja inmobiliaria que ha estado en el origen de
nuestros problemas actuales. Los desahucios se explican precisamente por lo
anterior.
Entre
las ideas, las ideologías y los intereses suele haber una interacción compleja.
Los mercados financieros estaban interesados en defender la desregulación; la
ideología del libre mercado de Thatcher y Reagan les hizo un gran servicio.
Pero si la economía es una ciencia social, sus postulados tienen que ser
probados. Esta crisis ha cuestionado esos supuestos ampliamente difundidos por
la revolución conservadora. Esta, que es poliédrica en sus efectos, generó
mucha riqueza pero la repartió muy regresivamente: hasta hoy, Gran Bretaña y EE
UU han sido las sociedades más desiguales y con más falta de cohesión del mundo
desarrollado. En estos momentos en que se hace balance de un mito, conviene
recordar a sus perdedores. Que son realidad tangible.
Posdata.
Hay un aspecto poco recordado, pero muy siniestro, en la biografía de Margaret
Thatcher: la protección y el cariño dados al general Pinochet cuando este tuvo
que aguardar en Londres a la petición de extradición, por delitos contra la
humanidad, hecha por el juez Garzón. Thatcher, que multiplicó los tactos de
codos públicos y las tazas de té con el dictador chileno, declaró en el
congreso del Partido Conservador, en octubre de 1989, que la persecución a
Pinochet se debía a “una venganza de la izquierda internacional por la derrota
del comunismo, por el hecho de que Pinochet salvara a Chile y salvara a
Latinoamérica”. Thatcher y Pinochet no solo estaban unidos por sus intereses
(el apoyo de Chile a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas), sino por sus
simpatías por un sistema económico, el neoliberalismo, que ha tenido hasta
ahora sus momentos más puros bajo la dictadura militar chilena, con la
hegemonía de los Chicago Boys y su apóstol, Milton Friedman, en la misma.
El
periódico El Mercurio, de Santiago contiene en su hemeroteca la fantástica
historia con la que Pinochet cuenta su caída del caballo y su conversión a la
religión liberal… en la economía: “Este es un viaje sin retorno del modelo
económico. (…) Agradezco al destino la oportunidad que me dio de entender con
mayor claridad la economía libre o liberal”. En el Chile de Pinochet la fórmula
fue una férrea dictadura política acompañada de una privatización casi absoluta
de la economía y la desaparición de cualquier síntoma de protección social. Lo
que los economistas de la Escuela de Chicago soñaron, pero no pudieron
experimentar ni siquiera en la Gran Bretaña de Thacher o en los EE UU de Reagan
(por las resistencias que los ciudadanos imponían a las consecuencias
socialmente más dolorosas de sus políticas), lo hicieron en el Chile militar,
sin sindicatos libres ni sociedad civil organizada. Sobre todo ello no hay ni
una palabra de condena de Thatcher
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