La
política de la negación/Jesús Ferrero es escritor.
Publicado en El
País |6 de abril de 2013
Todavía
a finales de los años setenta del siglo pasado los maestros de la escuela de
París permanecían cerrilmente empeñados en enjuiciar el poder como una fuente
de represión del sexo y el placer y no como una fuente de incitación al sexo y
a todos los placeres, perversos o no. Yo abandoné la escuela de París por eso:
no estaba de acuerdo en esa visión del poder. Como estudiante de historia y
antropología, tenía claro que habían existido formas de poder que en lugar de
reprimir los placeres, sexuales o no, incitaban a ellos, y me parecía que en el
Occidente moderno estaba ocurriendo lo mismo. Cuando Foucault cambió de enfoque
y empezó a aceptar que el poder lejos de prohibir el desahogo pulsional lo
estimulaba, para mí ya era demasiado tarde y me había olvidado de la
universidad y de sus claustros, que por no protegerte ni siquiera te protegían
del asesinato, como había demostrado el desdichado Althusser y su aún más desdichada
víctima: su mujer.
Bien
es cierto que todavía muchos ingenuos siguen viendo el poder como el eterno
represor del sexo y los demás placeres, quizá porque no piensan en el poder
romano.
Para
ver hasta qué punto el poder en Roma incitó a toda clase de placeres, mórbidos
o no, basta con recordar las fiestas de inauguración del Coliseo, con miles y
miles de animales sacrificados, cientos de ejecuciones, cientos de
representaciones más o menos mitológicas con escenas de bestialismo y zoofilia…
Fue la gran bacanal del sexo, la muerte y la sangre, en la que pudieron
solazarse los trescientos mil parados que en aquel momento tenía Roma.
Desde
los años setenta (en realidad ya antes, si bien no de forma tan insistente) el
poder en Occidente ha asumido el papel que tenía en Roma: el de gran incitador,
y en modo alguno el de gran represor. Uno de los asuntos más insoportables de
la posmodernidad es que todavía existen predicadores que pretenden liberarnos
de problemas de los que quizá siempre hemos estados liberados. A este respecto
recuerdo lo que me decía mi madre, una mujer de posguerra que se casó
embarazada. “¿De modo que piensas que ahora folláis más que antes?”, me
preguntaba, y añadía: “¡Que ingenuidad! La humanidad siempre se las ha
arreglado para cumplir con su deber fundamental”. Mi madre cree que siempre se
ha follado más o menos igual, es una certeza que nunca la ha abandonado, y esa
sabiduría tan desmitificadora ha sido muy importante en mi vida, y todos mis
acercamientos a la historia y a la antropología han estado presididos por esa
verdad heredada de la mujer que me trajo al mundo, y que me ha librado de
muchos espejismos acerca de la sexualidad.
El
poder como incitador y no como represor desarma a los que aún se llenan la boca
con conceptos como represión, liberación, derrocamiento de tabúes y necedades
por el estilo. Todavía no hace mucho anunciaban en un telediario una obra de
teatro en la que, según decía la presentadora, “se ensalzaba un sexo sin
tabúes”. Se refería al sexo anal. Vaya memez, ¡como si ahora estuviera
prohibida la sodomía y fuese necesario educar a ese respecto al personal!
Vivimos
sumergidos en un universo lleno de mensajes incitadores sobre el comer y el
follar, el follar y el comer. ¿Cuántos programas gastronómicos hay en la televisión?
¿Y cuántos que tocan de una u otra manera el sexo, sin contar que a partir de
una determinada hora todos los canales se vuelven pornográficos, incluidos
algunos de inspiración católica?
Ocurre
sin embargo que cuando los sistemas se empecinan en repetir siempre los mismos
mensajes incitadores, generan asfixia en el cuerpo social, y empiezan a surgir
rebeliones y místicas de la negatividad. Los anacoretas del siglo III después
de Jesucristo huían al desierto porque rechazaban políticamente la disipación
tan publicitada por el sistema romano. Era una opción mística, pero a su manera
era también una opción política que consistía en abandonar la polis y todas las
incitaciones del poder. San Agustín, que fue de joven amante de los
espectáculos circenses y sangrientos, sabía algo de eso.
Creo
que es desde ese ángulo desde donde debemos ver el movimiento de los
anoréxicos, por un lado, y por otro el movimiento de los nuevos apáticos y
negadores del sexo, que se está extendiendo en Japón de forma inquietante pero
en modo alguno sorprendente.
En
un mundo gobernado por la gula y el placer de comer y defecar, como si fuésemos
un tubo más que un organismo, el anoréxico se sitúa como el místico de la
privación más radical que cabe imaginar, una privación que ya fue adoptada por
los anacoretas del pasado. Ellos eran también claramente negadores de la gula y
sentían las mismas sensaciones que los místicos de la privación de ahora: los
anoréxicos.
Más
allá de que pretendan imitar a las modelos, como creen los habituados al
simplismo, los anoréxicos son místicos que rechazan comer, algo tan fundamental
como respirar, enfrentándose crudamente a sus padres, que les dieron la vida y
los alimentaron. Pero en realidad no hacen nada que no hicieran anacoretas como
san Antonio, el de las visiones, el alucinado. Y los místicos de ahora que se
privan de comer ya saben también que no alimentarse es exponerse a toda suerte
de alucinaciones, algunas muy pavorosas y de una intensidad muy superior a las
propiciadas por las drogas.
¿Es
la respuesta a tanto exceso gastronómico, a tanto gordo, a tanta grasa, a tanta
publicidad, a tanta incitación sistemática? ¿Es también buscar la muerte?
Seguramente sí, pero todo nuestro sistema está impregnado de muerte y
desesperación.
Otra
mística de la privación, más reciente, es la de los negadores del sexo. Puede
que el 5% de la población mundial sea asexuada, como decía en un excelente
artículo Rita Abundancia, pero es que en Japón, curiosamente el país más
pornográfico y pederasta de la tierra, la asexualidad se está propagando como
una epidemia, sobre todo entre los adolescentes. Ocurre además que en muchos
casos el desdén por el sexo se conjuga con el desdén por la comida (en un país
como Japón con una gastronomía tan cultivada), y se limitan a alimentarse de
cereales con leche. Resulta muy sintomática esta tendencia, surgida en el seno
de la cultura más cibernética del mundo, en la que todos los individuos viven
enganchados a los hilos del sistema, como elementos de una misma máquina bien
engrasada y digitalizada, y donde las rebeliones han brillado por su ausencia.
Son
nuevos movimientos de anacoretas, que surgen de nuestras sociedades como
surgieron en los primeros siglos del cristianismo y por razones muy parecidas.
Son nuevas disciplinas de la privación en el interior de sistemas que nos
incitan a no privarnos de nada. Toda una mística y toda una política tan
explícitas como reales, lo queramos aceptar o no. La humanidad se las arregla
para cumplir con sus deberes gastronómicos y sexuales, cierto, pero también
para oponerse a ellos cuando se cansa y cuando quiere plantar cara a las
órdenes sistemáticas por hartazgo, por asco, por fatiga y desidia. Viendo lo
que está pasando uno entiende mejor el mensaje de Sartre: “Estamos condenados a
ser libres”, y cuando nos obligan a comer y a follar por sistema, de pronto
decidimos no hacerlo, en parte porque no conocemos un infierno más tétrico que
la sensación de esclavitud. Los caminos de la rebelión son tan inextricables
como los del Innombrable, dirían los dos hombres que esperaban a Godot.
Jamás
caeré en la asexualidad y en la anorexia, ni aconsejo caer en ellas, pero
entiendo por qué en nuestro tiempo surgen movimientos que nos retrotraen a la
remota edad de los anacoretas.
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