6 abr 2013

López Dóriga, Norberto Rivera Y El Caso Schulenburg /Javier Sicilia


Retrospectiva
Revista Proceso # 1319, a 11 de febrero de 2002

·      López Dóriga, Norberto Rivera Y El Caso Schulenburg /Javier Sicilia
Recientemente, a raíz de una carta privada que Guillermo Schulenburg y otros prelados enviaron al Papa para pedir que no canonizaran a Juan Diego y que, contra todo sentido de la ética, Andrea Tornelli publicó en el periódico italiano Il Giornale, una terrible campaña de linchamiento —más terrible aún que la de 1996— volvió a desatarse sobre el que fue el último abad de la Basílica de Guadalupe.
En 1996, guardé silencio. La imbecilidad, el amarillismo periodístico y la política antievangélica de algunos sectores de la Iglesia me provocan asco. Hoy habría querido hacer lo mismo, si recientemente el noticiario de Joaquín López Dóriga, al rememorar la entrevista que en 1995 el pintor Ricardo Newman y yo hicimos a monseñor Schulenburg (Ixtus No. 15, invierno, 1995) —entrevista que, retomada por Andrea Tornelli en 30 Giorni ocasionó el primer linchamiento al entonces abad de la Basílica—, no hubiera pasado al aire ciertas declaraciones en voz de Schulenburg que López Dóriga dice ser las mismas de la entrevista que Newman y yo le hicimos.

Porque las cintas de esa entrevista están en mi poder y sólo existe de ellas una copia que tiene el cardenal Norberto Rivera, quien me dio su palabra de que no saldrían del arzobispado y de la Santa Sede, voy a contar aquí la historia de ese asunto y a exigirle a Joaquín López Dóriga y a Norberto Rivera que aclaren la cuestión de esas cintas que comprometen no sólo la honestidad y la credibilidad de ambos, sino la integridad de las políticas editoriales de Ixtus que son ajenas al escándalo, al amarillismo y a la imbecilidad de nuestra época.
En 1995, el pintor Ricardo Newman —entonces subdirector de la revista Ixtus— y yo entrevistamos a Guillermo Schulenburg. Su entrevista, junto con otras seis que hicimos a otros especialistas para conmemorar el misterio de Guadalupe (Alberto Athie, Mario Rojas, Donjad Hssler, Rafael Landerreche, Rodrigo Franyutti e Ignacio Solares), apareció, como he dicho, en el número 15 de la mencionada revista bajo el título de El Milagro Guadalupano. La revista tiraba entonces 300 ejemplares que circulaban entre sus suscriptores. Las declaraciones de Schulenburg pasaron entonces desapercibidas.
 Casi un año después (1996), utilizando los fragmentos más polémicos de aquella entrevista, Andrea Tornelli (el mismo que divulgó la carta privada que ocasionó el escándalo) publicó un reportaje que desató una terrible indignación en Roma y una campaña de linchamiento en México que concluyó con la renuncia de Schulenburg a la Abadía de Guadalupe y con el nombramiento de un rector. La época de los abades del Tepeyac había terminado.
 ¿Quién hizo llegar a Tornelli esa entrevista que nadie había atendido un año antes? ¿Cuál era el objeto si Juan Diego estaba ya beatificado? ¿Por qué buscar escandalizar la fe del pueblo?
 Alguien —no diré su nombre, un muy alto funcionario de la Iglesia, involucrado en el problema— me dijo: fue Norberto y algunos sectores interesados en apropiarse no sólo de la economía de la abadía —por cierto, horriblemente utilizada por el propio Schulenburg—, sino del control de la abadía y del propio capital simbólico de Juan Diego.
 En ese momento, cuando la tormenta estaba en su punto más álgido, otro alto funcionario, esta vez de Televisa, por el lado de la revista Época —tampoco diré su nombre—, me pidió que le vendiera las cintas. Le dije que no, que Schulenburg nos había dado esa entrevista para un medio impreso y que no utilizaríamos su voz ni mucho menos la entregaríamos a los medios, a menos que Schulenburg —cosa que nunca hizo— dijera que nuestra transcripción estaba falseada.
 Vamos a hacer esto —me respondió—: te mando un cheque en blanco y le pones los ceros que quieras. Le respondí: Ni Televisa ni todas sus empresas juntas tienen el suficiente dinero para comprarlas. Simplemente te digo que no se venden.
 Por ese entonces, López Dóriga —que tenía entonces un noticiario en la radio— comenzó a sacar ciertas declaraciones que Schulenburg hizo a los medios, haciéndolas pasar como las declaraciones de la entrevista que Newman y yo habíamos hecho. Llamé a un asistente de López Dóriga y le dije: Dígale al licenciado que deje de decir que las declaraciones que está pasando al aire con la voz de Schulenburg son las declaraciones que el propio Schulenburg hizo a la revista Ixtus. Las cintas están en nuestros archivos. Si continúa mintiendo vamos a demandarlo. Dejó de hacerlo.
El asunto no paró ahí. El 1 de junio de 1996 —con carta solicitud del 31 de mayo de 1996—, el cardenal Rivera nos citó a Ricardo Newman, a Tomás Reynoso (entonces director de la editorial JUS, que nos apoyaba en la publicación de Ixtus, y miembro de nuestro Consejo Administrativo) y a mí en la casa del arzobispado. El objetivo era que firmáramos una carta en la que declararíamos que la entrevista al Señor Abad de Guadalupe Mons. Guillermo Schulenburg Prado, se realizó con motivo de un número especial de la revista Ixtus (...) Que la entrevista fue grabada y fielmente reproducida en el No. 15 de la revista Ixtus y que dicha información no está manipulada. Que lo único que les mueve a dar este testimonio es su preocupación porque este asunto quede plenamente documentado y ayude a evitar confusiones y daños a nuestra Santa Madre Iglesia.
 Después de una ríspida charla en la que Newman y yo le reprochamos la política antievangélica con la que se habían conducido en este asunto, firmamos. El cardenal Rivera, como lo había pedido en su carta de solicitud del 31 de mayo, insistió en que le entregara copia de las cintas. ¿Para qué las quiere?, le pregunté. Para tener una documentación en el Arzobispado y en la Santa Sede de la verdad, respondió. Dudé. Sin embargo, y en contra de Newman —que sabiamente no quería que la entregáramos—, lo hice (mi razón fue mi adhesión como católico a la investidura, no a la persona, de uno de mis altos prelados). Voy a dársela —le respondí— porque no quiero ser un mal hijo de la Iglesia, pero con una condición: Deme aquí, delante de testigos, su palabra de que esas cintas no saldrán ni del Arzobispado ni de la Santa Sede y que no se hará de ella un mal uso en los medios. Me lo prometió.
Con la salida de Schulenburg de la Abadía, el asunto volvió al silencio. Sin embargo, en vísperas de la próxima canonización de Juan Diego, resurgió con mayor virulencia. La manera en que se ha desarrollado tiene la misma mecánica. De la misma forma que en 1996 alguien hizo llegar a Tornelli la entrevista de la revista Ixtus para que publicitara las declaraciones de Schulenburg, hoy le hicieron llegar la carta privada que el mismo Schulenburg y otros prelados dirigieron al Papa pidiéndole no canonizar a Juan Diego. Los fragmentos que reprodujo Tornelli en 1996 fueron usados a destiempo, cuando el Papa lo había beatificado; la carta privada que Tornelli hizo pública en 2002 fue publicada también a destiempo, cuando el Papa ya había dado su anuencia para la canonización.
¿Por qué entonces volver al escándalo? ¿Cuál es el nuevo motivo del segundo linchamiento a Schulenburg? ¿Por qué López Dóriga rememora la entrevista de Ixtus y pasa al aire las supuestas declaraciones que el exabad nos hizo a Newman y a mí? ¿Volvió a mentir o realmente tiene esas cintas en su poder?
Si mintió, como la primera vez lo hizo en la radio, engañando al público y utilizando falazmente un material que sólo pertenece a Ixtus, López Dóriga no sólo sería un pésimo periodista, indigno de ser informante del acontecer político de este país, sino un hombre despreciable.
Si, por el contrario, las declaraciones que de Schulenburg pasó al aire pertenecen a la entrevista que Ricardo Newman y yo le hicimos a Schulenburg en 1995, entonces el responsable es Norberto Rivera que, traicionando su palabra y nuestra fe en ella, se las entregó. Si es así, Norberto Rivera no sólo sería indigno de la investidura que porta, y su palabra y su condición de hombre no valdrían ya nada, sino que, además, tendríamos delante de nosotros la sospecha de una repugnante red mafiosa en la que Tornelli, Norberto Rivera, Sandoval Íñiguez (recordemos que Tornelli reprodujo en el mismo Il Giornale documentos internos de la Iglesia en torno al asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, documentos supuestamente recabados por el propio Sandoval Íñiguez), López Dóriga, Televisa y sectores de la Iglesia mexicana vinculados con los Legionarios de Cristo —quienes promueven la supuesta papalidad del Cardenal Rivera— estarían involucrados.
¿Para qué? Primero, tal vez para destruir la credibilidad de Schulenburg —que con toda seguridad, después de lo de 1996, estaría golpeando fuertemente a Norberto Rivera en los altos círculos del Vaticano—: si no es posible rebatir los argumentos de Schulenburg sobre la existencia de Juan Diego (la Iglesia debió de haber utilizado únicamente el argumento de la fe: creemos en la palabra de los indios, porque son, como lo fueron la prostituta Magdalena y los pescadores discípulos de Jesús en relación con la resurreción, susceptibles de credibilidad y no argumentos científicos y racionistas que no posee), entonces destruyamos la credibilidad de la persona Schulenburg.
Después, quizás, porque lo que para estos grupos está en juego no es la existencia de Juan Diego, sino la apropiación de lo que el indio representa para la Iglesia como para la sociedad, como lo dijo Bernardo Barranco, en un artículo recientemente publicado por El Financiero. Hay intereses comerciales y políticos en los medios por la representación simbólica de Juan Diego (recordemos el uso comercial que se hizo de la Virgen en la última visita de Juan Pablo a México y que pareció casi una simonía moderna): para unos continúa siendo el indio postergado, el pasivo y taciturno indígena de algún programa asistencial o gubernamental; aquel que nace excluido y que nunca dice no y siempre hablará en diminutivo. En esta perspectiva paternalista, el indígena siempre es manipulable (sea por Samuel Ruiz o por Marcos) y testimonia que el país necesita, más que un cambio de estructura, cambios en el corazón de cada mexicano al estilo Teletón... es decir, al estilo de la peor degradación de lo cristiano.
Sea lo que sea, Joaquín López Dóriga y Norberto Rivera están en entredicho y desde aquí les exijo que deslinden sus responsabilidades en relación con esas cintas para que eviten mayores confusiones y daños a la Iglesia y al país. De lo contrario, habrán perdido para siempre no sólo la credibilidad, sino la verdad y la paz de su conciencia.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se instale en el Casino de la Selva.
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Proceso, # 1217, 27 de febrero de 2000 /Javier Sicilia

·      El nuncio que se va; el club que se queda
Justo Mullor se ha ido. Es irremediable. Su nombramiento como presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica no es sólo un mandato, es también una promoción. Uno y otra, en el orden de la jerarquía eclesial, no se discuten. Sin embargo, el mandato y la promoción, sobre todo en este caso en que el promovido había hecho bien su trabajo pastoral y diplomático, ocultan intenciones políticas que reacomodan los cuadros de la jerarquía eclesial para beneficios de unos y pérdidas de otros. Jerónimo Prigione, su antecesor, había recibido del Papa una encomienda difícil: restablecer las relaciones entre México y el Vaticano y lograr el reconocimiento jurídico de la Iglesia en México. Hábil diplomático, más representante político del Estado Vaticano que pastor, Prigione —quien en más de un sentido me recuerda al abbé Cenabre, el impostor de esa magnífica novela de Bernanos que es La impostura— cumplió su misión. Los costos, como suele suceder siempre que se intenta conciliar el Evangelio con el dinero y el poder terreno, fueron graves para la Iglesia mexicana. A cambio del plato de lentejas que fue el restablecimiento de las relaciones entre México y el Vaticano y del reconocimiento jurídico de la Iglesia mexicana, vendió la primogenitura evangélica para servir a Mammon. En la época de Prigione, no sólo "las estructuras del poder mexicano —como bien lo ha hecho notar Rodrigo Guerra López— intentaron ejercer su influencia en el interior de la Iglesia a través de la nunciatura" convirtiéndole "en un espacio de encuentro y acuerdo entre los distintos personajes de la vida pública y subterránea de México", sino que también, a través de ese intento, se logró poner dentro de la jerarquía mexicana a prelados interesados en pactar con los poderes del mundo y fortalecer a la Iglesia terrena.
Con la llegada de Justo Mullor en junio de 1997, la actitud cambió. Mullor venía no a continuar con los amarres entre el Estado y la Iglesia, sino a restablecer la vida pastoral y evangélica. Lo dijo claramente a su arribo: seré "pastor en 90% y diplomático en 10". Lo hizo. Contra los prelados adictos a las relaciones con el mundo e inclinados a una teología y a una evangelización de orden empresarial, fortaleció a la Conferencia del Episcopado Mexicano para que la Iglesia ingresara en un proceso de libertad que anunciara el Evangelio en todas sus vertientes; rompió la dependencia servil que había creado Prigione con el poder civil; profundizó la experiencia pastoral de la diócesis de San Cristóbal, defendió y apoyó el trabajo pastoral de Samuel Ruiz y de Raúl Vera, y limitó las ambiciones mundanas del ahora llamado "Club de Roma" (Rivera, Cepeda, Sandoval Íñiguez...) que miran a la Iglesia como la mira Prigione. En síntesis, Mullor, nombrado por Juan Pablo II, se encontraba en sintonía con la encíclica Redemptor hominis en donde el Papa insiste —contrariamente a la imagen integrista que ha esgrimido en la última parte de su pontificado— en la necesidad de que la Iglesia recupere la centralidad del hombre —que implica asumir y redimir lo humano en su historicidad y concreciones máximas— como camino privilegiado de su acción evangelizadora. Ahora ese mismo Papa lo remueve en un momento crucial para México: las elecciones presidenciales y el fortalecimiento del "Club de Roma" y sus relaciones con los intereses empresariales y políticos del neoliberalismo. ¿Por qué? Es evidente que desde hace algunos años, Juan Pablo II ya no tiene el poder sobre la Iglesia. Anciano y enfermo, hasta el grado de querer legítimamente dejar el pontificado, el Papa reina, pero no gobierna. Quien gobierna es el secretario de Estado, el cardenal Sodano, un íntimo amigo de Pinochet, un hombre que gusta de los privilegios que una jerarquía sierva y cómplice del poder del Estado otorga, que confunde el triunfo espiritual de la Iglesia con el triunfo del poder terreno, en síntesis, un hombre amante de los integrismos. Para un hombre así, los intereses eclesiales del "Club de Roma" no son desdeñables. Sólo de esa manera se explica el fortalecimiento de ese club y la fuerza que ha adquirido sobre la Conferencia del Episcopado Mexicano en cuyo seno hay muchos obispos que desaprueban sus métodos e intereses. Desde finales del año pasado y comienzos de éste se han suscitado varios acontecimientos que hablan de esa fuerza: la renuncia de Samuel Ruiz y la remoción de Raúl Vera como su sucesor natural (también en este caso se habló de promoción); la remoción y el congelamiento de Alberto Athié (uno de esos raros sacerdotes frente al cual uno siente el orgullo de ser hombre y católico) de la importante labor que realizaba en la Secretaría de Pastoral Social creando puentes para el diálogo en Chiapas, para el diálogo entre la jerarquía y el laicado, para que el depósito de la fe y su interioridad neumática se expresaran con toda la libertad y la creatividad posibles en un mundo como éste. Para coronarlo, lograron la remoción (perdón, la promoción) de Justo Mullor.
Sin él, con Raúl Vera y Samuel Ruiz fuera de Chiapas, con Alberto Athié congelado y una Conferencia Episcopal timorata y sumisa, la Iglesia mexicana camina hacia las espantosas y antievangélicas consecuencias que han sufrido los países en donde la Iglesia jerárquica ha vendido su primogenitura por un plato de lentejas. Pienso en la jerarquía española en la época de Franco y en la chilena en la de Pinochet. Ciertamente, la nuestra no será igual a las citadas. Tendrá el rostro afable de las inquisiciones modernas: el de la doble moral. Comenzamos a vivir bajo el imperio de un club eclesial entregado a los poderes del mundo, de un club que contra la opinión mayoritaria de la Iglesia y de sus obispos, está dispuesto a cometer pecados que frisan la simonía (recordemos la venta de la imagen del Papa, de la Guadalupana y del mensaje papal a ciertas cadenas comerciales); que privilegia a los ricos, que manipula a los pobres; un club que, contrario al Evangelio, juega a la política palaciega y veta a quienes no están de acuerdo con su visión; un club que condena la violencia y firma desplegados para que se use con cautela en la UNAM; un club que está dispuesto a degradar la sacralidad del mensaje evangélico con tal de tener un sitio en los medios de comunicación; un club que cambia la humildad de Cristo por el protagonismo del diablo. En síntesis, un club que desconoce el sentido del honor y la grandeza a la que el cristiano está llamado. Justo Mullor y su trabajo pastoral se van. Se queda, por el contrario, ese "Club de Roma" dispuesto a venderse, con la buena conciencia de salvaguardar el depósito de la fe, confundiendo la exterioridad de ese depósito con su interioridad pneumática y utilizando acríticamente cualquier alianza y cualquier medio que se le presente para servir a un fin "evangélico". A este club que quiere imponerle sus criterios a la Iglesia mexicana hay que recordarle que ella, como la ha referido Urs Von Ballthasar, "no puede verse salvada ni garantizada más que en la cruz de Cristo", saliendo a su encuentro en penitencia y conversión. De lo contrario, es sólo una espantosa impostura. La Iglesia, como la que defendió Justo Mullor, como la que defienden Samuel Ruiz, Raúl Vera, Alberto Athié, Morales Reyes, Lona y cada uno de los católicos que día tras día, con la clara conciencia de que Cristo está en el prójimo y en el débil, no calculan sus oportunidades y conservan el difícil oficio del servicio, es la esposa de Cristo pobre y crucificado. Esta esposa sólo puede ser amantísima y espiritual como su Señor si en su pobreza sirve. Se prostituye y lo traiciona cuando, como lo ha hecho el "Club de Roma", busca alianzas con el poder terreno y con los nuevos y prometedores métodos terrenales de organización política, diplomática y económica que le asegurarían una mayor fuerza y un aparente triunfo a la Iglesia visible. Todo eso traiciona el Evangelio y camina hacia la oscura fosa del integrismo.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los universitarios presos.
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Proceso,  # No.1223    9 de abril de 2000   
Clérigos y fieles raclaman cambios en la conducción de la Iglesia catòlica
Contra la "simonía" oficial
Señor director:
Desde mi condición de católica, he seguido con interés las reflexiones y señalamientos de su colaborador Javier Sicilia en torno del comportamiento poco evangélico de ciertos prelados de nuestra Iglesia.
Me parece muy grave que no se valore con justicia, en el seno de la misma Iglesia católica mexicana, la preocupación honesta e íntegra de una conciencia que, como la de Sicilia, defiende la inalienabilidad de los principios esenciales del Evangelio de Cristo, y que tiene la congruencia de dirimir con acierto lo que significa ser cristiano.
El Evangelio no es dúctil ni maleable; no debe estar sometido al arbitrio ni a las expectativas de unos cuantos; tampoco puede adaptarse a la conveniencia o a los intereses espurios de ciertos grupos o facciones; no es susceptible de usufructuarse, enajenarse o arrendarse para obtener prebendas, riquezas o poder.
Cristo fue muy claro cuando dijo: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", y también fue contundente al expresar: "Al que se le ha confiado más, se le exigirá más". Es decir, a los sucesores de los primeros apóstoles, los sacerdotes católicos, y a quienes la responsabilidad de conducir a la grey por el camino de la palabra evangélica y de velar por que permanezca el verdadero espíritu de la génesis cristiana.
No es posible contemplar sin vergüenza el comercio abominable que se ha hecho (y se hace) de la religión católica, la mayoría de las veces propiciado por aquellos apóstoles de Cristo que hacen de la Iglesia (el cuerpo místico de Cristo) una cueva de ladrones. Un ejemplo, el deleznable negocio de la imagen guadalupana, que ha invadido el ámbito de la especulación y de los juegos de azar, en los boletos de la lotería instantánea.
Me pregunto: ¿Quién o quiénes autorizan este tráfico especulativo? Es incongruente protestar y rasgarse las vestiduras cuando algún político intenta usar esa imagen como estandarte en busca de votos, y quedarnos callados cuando es desechada en los pestilentes botes de basura, cada vez que la fortuna no acude a la convocación que se le hace mediante la fórmula: "Ráscale, ráscale, la suerte está de tu parte". Este abominable y detestable comercio ya fue tipificado por San Pablo, y se llama simonía.
En cuanto al llamado "club de Roma", me gustaría saber si tiene nexos con ese otro Club de Roma (de tendencia fascista) que postula el control del crecimiento poblacional (a ultranza) de las mayorías marginadas por considerar que amenaza los privilegios de las clases y países más poderosos, como se infiere en el informe contenido en Los límites del crecimiento (Fondo de Cultura Económica, 1973).
Espero que la posición crítica del señor Javier Sicilia sirva para despertar (dentro de nuestra Iglesia) más conciencias que se sumen en defensa de los principios inherentes al Evangelio de Cristo. (Carta resumida)
Atentamente
Aglae Margalli
Baja California
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Para "un auténtico católico"
Señor director:
Le agradecería publicar esta carta, dirigida al señor Javier Sicilia.
Estimado señor Sicilia:
Las palabras siempre serán insuficientes para expresar la dicha que experimenté al leer su artículo Mi Iglesia (Proceso 1221). Como usted, soy católica, amo a mi Iglesia y me considero viva gracias a ella.
Lo felicito porque, con el valor y la sencillez de su pluma, ha expuesto lo que seguramente millones de católicos hemos querido gritar, sobre todo en circunstancias de ignominiosa injusticia.
Esté seguro de que el maravilloso don que Dios le dio para escribir lo está empleando como auténtico católico. Gracias por decir todo aquello que muchos no sabemos decir y, además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los universitarios presos.
Atentamente
Doctora Luz María Anaya Castillo
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Proceso,  No.1227    7 de mayo de 2000   
·      Javier Sicilia/Felipe Arizmendi y el soplo del espíritu
Para Samuel Ruiz, en agradecimiento por recordarnos el camino.
Pese a los esfuerzos del Club de Roma y del gobierno de México por limpiar la diócesis de San Cristóbal de las Casas de sus testigos evangélicos (Samuel Ruiz y Raúl Vera), el Espíritu Santo que, para escándalo de los racionalismos modernos, sigue soplando en la Iglesia, logró inspirar la última labor de Justo Mullor en México, a la Comisión Episcopal Mexicana y al Papa para poner en la sede de San Cristóbal a otro hombre evangélico: Felipe Arizmendi.De entre los obispos incómodos, Arizmendi parecía ser el menos incómodo; conocedor de la zona y del conflicto chiapaneco, Arizmendi, durante su estancia como obispo de Tapachula (zona donde los grupos indígenas son pocos) guardó frente a los ataques a Samuel Ruiz y Raúl Vera una prudente distancia. Equilibrado, los defendió cuando fue necesario, guardó silencio cuando las circunstancias lo impusieron e hizo críticas cuando lo creyó prudente.
Sin embargo, desde el 2 de mayo, cuando tomó posesión de su cargo en la diócesis de San Cristóbal de las Casas, vimos emerger a un Felipe Arizmendi, no distinto, pero sí absolutamente evangélico. Su prudencia política se transformó en un desafío cristiano y en una continuación del camino que Samuel Ruiz le ha recordado a la Iglesia mexicana.
Arizmendi, por lo que se puede leer en su mensaje pastoral, no ha llegado, como lo esperaba el gobierno y los obispos que han decidido pactar con él, a legitimar las acciones de gobernación y del gobierno de Albores Guillén; no llegó tampoco a desmantelar el lento y admirable trabajo que la feligresía de San Cristóbal, acompañada por su ahora obispo emérito, Samuel Ruiz, han realizado. Llegó, por el contrario, a vivir y a practicar el Evangelio, y eso quiere decir que llegó a vivir la causa de Dios, que es la causa del hombre y a continuar la tarea emprendida por Samuel Ruiz y apoyada por Raúl Vera; llegó a tratar de hacer posible que en ese sitio atravesado por una guerra sorda, por los desplazados, por las enemistades y las traiciones del gobierno de México, se pueda vivir la paz de Cristo.
Esa paz, como lo ha mostrado don Samuel y cada hombre y mujer que han decidido darle todo al Evangelio, es escandalosa e incómoda porque denuncia los atropellos, se niega a las injusticias, a las bajezas, a las armas y a los intereses que no son los que le competen al hombre en su libertad de hijo de Dios. Arizmendi lo dijo con estas palabras en su mensaje pastoral de toma de posesión de la diócesis: "La Iglesia los ama sinceramente; no los abandona ni los traiciona. ¡No teman! Mi compromiso es estar con ustedes y continuar apoyando su promoción y su liberación evangélica, para que sean sujetos de su historia y de la evangelización. Queremos seguir luchando siempre con medios pacíficos para que se reconozcan sus justos derechos (...)".
Este Arizmendi, que ha hablado claro, me recuerda al viejito Roncalli, que al sentarse en la silla papal y convertirse en Juan XXIII abrió las ventanas de la Iglesia para que el Espíritu Santo insuflara con más fuerza; me recuerda a Samuel Ruiz que, transformado por el soplo del Espíritu, tomó el camino de los pobres y decidió mirar con sus ojos, sentir con su corazón y caminar con sus pasos; me recuerda a un Raúl Vera que, sentado como coadjutor en la diócesis de San Cristóbal de las Casas, se dejó interpelar por el dolor y el amor del pueblo chiapaneco. Me recuerda también que la Iglesia no son sólo sus prelados, sino el pueblo de Dios que al acoger a su nuevo pastor y haber transitado por los arduos caminos del Evangelio lo obliga a caminar al lado de ellos y de sus largas luchas.
Arizmendi ha llegado a Chiapas y, junto con su pueblo, ha hablado alto. La tarea que él y la Iglesia tienen por delante no es fácil. Para mantener la dignidad de ese pueblo y del Evangelio tendrán, como lo hizo en su momento Samuel Ruiz, que enfrentar la enfermedad de nuestro tiempo: la pérdida de la medida del hombre; los intereses económicos que, a través de la intimidación, del vacuo sueño de la modernidad, quieren reducirle a un engranaje económico sometido a los poderes del Mercado y de las trasnacionales, destruyendo sus tradiciones y sus bienes más inalienables; tendrán que enfrentar y denunciar las estrategias paramilitares que están creando no sólo la desunión en las comunidades, sino también, lo más horrible, los desplazados cuya miserabilización es el testimonio más claro y brutal de lo que busca hacer el oscuro sueño del Mercado con el hombre y sus culturas; tendrán también que enfrentar el odio y el desprestigio de quienes no buscan la medida del hombre, sino los intereses del mundo.
En este sentido, el desafío que Arizmendi y la Iglesia tienen en Chiapas, muestra que el drama de la Iglesia y del Evangelio se juega entre los pastores y su pueblo, esos dos polos igualmente poderosos, igualmente importantes de la sacralidad objetiva (los pastores que tienen la consagración, los poderes del magisterio y los sacramentos) y de la sacralidad subjetiva (el pueblo de Dios y su camino hacia la santidad) que se apoyan siempre uno en el otro. A través de esta dialéctica, que se da en el interior de la Iglesia, la Iglesia misma deja entrar el soplo del Espíritu, sobrepasa la pura esfera de la objetividad, es decir, su relación puramente funcional, y provoca la libertad cristiana que es un acontecimiento inmenso, una suerte de explosión que siempre incomoda a los intereses del mundo.
Arizmendi y el pueblo Chiapaneco han decidido continuar transitando por ese camino. Lo que resta saber es si la Iglesia de México en su conjunto lo tomará junto con ellos. No lo sabemos. Los intereses políticos y económicos de ciertos obispos, de ciertas congregaciones y de ciertos laicos mundanos siempre entorpecen esta labor. Pero, a pesar de ellos, el Espíritu Santo no cesa de soplar. Si Felipe Arizmendi, como lo mostró en su mensaje pastoral el 2 de mayo, es fiel a ese soplo que lo puso al frente de la diócesis de San Cristóbal, y el pueblo chiapaneco se mantiene fiel a ese soplo y al camino que abrieron junto con Samuel Ruiz; si lo mejor de la Iglesia de México los sostiene contra los poderes y los intereses que hoy se están jugando en esa región, entonces, todos juntos, podremos afirmar con toda verdad lo que Felipe Arizmendi proclamó: "¡No teman!".
demás, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los universitarios presos.


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