- El segundo sexo revisitado/Carmen Posadas, escritora.
ABC, 2 de junio de 2013;
Cada vez
con más frecuencia surgen voces que escandalizan a las feministas
recalcitrantes cuestionando el postulado de que hombres y mujeres somos
iguales. E incluso van más allá y se atreven a poner en entredicho la mismísima
Biblia del feminismo. Me refiero a El segundo sexo, célebre libro de Simone de
Beauvoir, en el que decía más o menos que nosotras no nacemos mujeres, sino que
llegamos a serlo. Es decir que la diferencia entre unas y otros es solo
cultural, no de otra índole, y que el comportamiento femenino está condicionado
por lo que se espera y desea de nosotras. Lo más curioso del caso es que las
voces discordantes de las que hablo no pertenecen al sexo masculino sino a ese
segundo sexo al que yo también me honro en pertenecer. Supongo que si lo que
voy a decir a continuación lo escribiera un hombre, le sacarían la piel a
tiras, pero como soy chica, me voy a dar el gustazo de afirmar que Simone de
Beauvoir estaba equivocada. Por supuesto no es mi intención apearla del
pedestal al que, con todo merecimiento, la aupó el siglo XX. Tampoco voy a
negar su rol fundamental a la hora de sacarnos del rincón al que nos había
relegado la Historia y situarnos en el centro de la vida actual. Lo que sí voy
a puntualizar es que su postulado, por muy útil y por muchas puertas que
abriera en su momento, no resulta cierto.
Sí, sí se
nace mujer. Y no, no somos obligadas por el hombre ni por la cultura vigente a
ponernos guapas para gustarles tal como apuntaba ella en su libro sino que la
coquetería y la seducción son universales, ancestrales y forman parte
importante de nuestra forma de ser. Nancy Hudson, una escritora canadiense que
el año pasado puso en pie de guerra a las feministas francesas con su libro
Reflejos en el ojo del hombre, sostiene, por ejemplo, que buscar la igualdad en
lo que se refiere a tener acceso a las mismas oportunidades que ellos sigue
siendo fundamental, pero para alcanzar dicha igualdad es necesario hacer un
buen diagnóstico del problema. Y decir, por ejemplo, que las actitudes consideradas
«femeninas» no son detestables. «No tiene nada de malo querer gustar» –apunta
Hudson con lo que ella llama su mirada darwiniana, es decir, observando al ser
humano como lo haría el famoso autor de El origen de las especies–; «Somos
mamíferos abocados por la naturaleza a reproducirnos y a mejorar la especie».
Lo que sí le parece absurdo a Hudson (y a mí también) es la exacerbación que
del sexo hace la sociedad y, sobre todo, el mundo capitalista a través de la
publicidad. ¿Se apareará uno más ventajosamente si conduce determinado tipo de
coche? ¿Es necesario fingir un orgasmo para vender una marca de chocolate? ¿Le
perseguirán a una los hombres si usa tal o cual perfume? Hasta ahora el cuerpo
femenino era el más explotado en este sentido, pero de unos años a esta parte,
empieza a serlo también el masculino. Ahora son ellos los que adoptan
posturitas sexys para vender jabones, relojes o cremas de afeitar. Yo debo de
ser una carca y una antigua porque no me ponen nada esos efebos depilados que
se contorsionan sudorosos incitándome a comprar tal o cual producto. Aunque
empiezo a pensar que tal vez no se trate de ser o no carca sino que mi frialdad
como consumidora está relacionada con el hecho de que hombres y mujeres somos
diferentes, incluso cuando se trata de incitarnos a consumir. De esta
particularidad se dieron cuenta hace ya muchos años las revistas dedicadas a
uno u otro sexo. Salvo honrosas (y rara vez exitosas) excepciones, las revistas
femeninas contienen sobre todo fotos de mujeres, mientras que las de hombres…
las de hombres también contienen mayoritariamente fotos de mujeres, a menos que
se trate de publicaciones gays. ¿A qué se debe esto? A que a nosotras nos gusta
mirar a otras mujeres para imitarlas, para inspirarnos. Ellos son distintos,
tienen el sexo presente en casi todas sus actividades habituales, incluso
mientras leen tranquilamente una revista. En efecto, somos diferentes y no se
trata de un tema cultural o aprendido, como sostenía Beauvoir. Por supuesto no
quiero decir con esto que no sea necesario continuar intentando erradicar los
muchos resabios machistas que aún persisten en el primer mundo y no digamos en
el tercero. Pero lo haríamos más eficazmente si nos olvidáramos de lo
políticamente correcto. Cada sexo tiene aptitudes distintas y, para alcanzar la
igualdad, no hace falta empeñarse en emular al contrario. Siempre me ha llamado
la atención por ejemplo ese afán de algunas congéneres mías por decir que una
mujer puede hacer exactamente lo mismo que un hombre. Eso será verdad en el
plano intelectual, pero no puede extrapolarse a todas las circunstancias ni a
todas las profesiones. Hace unos meses hubo una gran polémica en los medios de
comunicación porque unas chicas insistían en su derecho a convertirse en
bomberas y otras en mineras. «Somos víctimas de una injusta discriminación»
–argumentaban– «¿acaso no somos tan aptas como ellos?». No sé en qué quedó la
polémica, pero desde luego no hace falta dedicar ni una línea a explicar que,
obviamente, nosotras no somos tan fuertes como los hombres. Otra cosa que llama
la atención son esos educadores empeñados en formar a los niños (varones) para
que sean, según sus propias palabras, «seres humanos sensibles». Y para
lograrlo, los ponen a jugar con muñecas o a las casitas. De momento me temo que
no han tenido demasiado éxito con el experimento. Indefectiblemente, las
muñecas acaban convertidas en armas arrojadizas y la casita en un wigwam
cherokee. No sé qué tiene que ver la sensibilidad con jugar a las casitas, pero
negar que los varones sienten mayor inclinación a ciertos juegos y las chicas a
otros es tan tonto como querer ser bombera o minera.
Por todo
esto, yo, que soy gran admiradora de Simone de Beauvoir, estoy segura de que
ella, que era una mujer sabia y por tanto inclinada a cambiar de opinión,
escribiría ahora un libro que bien podría llamarse El segundo sexo revisitado.
Uno en el que, sin renunciar a la esencia de sus tesis dijera que no, que no
somos iguales. Ni mejores ni peores, ni más inteligentes ni más tontas, ni
menos ni más sensibles, sino gloriosamente diferentes. Y a Dios gracias,
añadiría yo, porque sería aburridísimo de otro modo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario