¿La hora
de las trincheras?/Mario Vargas LLosa.
El País, 2 de junio de 2013
La súbita
destitución de Arturo Fontaine como director del Centro de Estudios Públicos
(CEP) ha causado un pequeño terremoto en Chile, a juzgar por la veintena de
artículos sobre el tema que han llegado a mis manos. A muchos nos ha apenado
esa mala noticia, más que por Arturo, por el CEP y por Chile.
Arturo
Fontaine es un hombre de varios talentos, poeta, novelista, filósofo, profesor,
versado también en economía y en derecho, y uno de esos cuatro gatos liberales
que desde hace muchos años nos reunimos periódicamente en España y América
Latina para promover la cultura de la libertad, digamos que con logros más bien
reducidos. Hasta ahora, el más exitoso de esos cuatro gatos parecía ser él,
precisamente gracias al CEP, que dirige desde hace treinta y un años. Sin
exagerar un ápice, este think tank es una de las instituciones que más ha
contribuido a la formidable transformación política, social y económica de
Chile del país subdesarrollado que era en la democracia moderna y próspera que
es ahora y que araña ya las características de una nación del primer mundo.
El Centro
de Estudios Públicos lo fundaron un puñado de empresarios empeñados en
modernizar el pensamiento político de su país y de fomentar estudios e investigaciones
rigurosas de la problemática chilena en todos los ámbitos desde una perspectiva
independiente. Arturo Fontaine hizo del CEP algo todavía más ambicioso: una
institución de alta cultura en la que la doctrina liberal inspiraba los
análisis, propuestas y sondeos de los especialistas más calificados al mismo
tiempo que se promovían debates y encuentros entre intelectuales y
comentaristas de todas las tendencias, sin complejos de superioridad (ni
inferioridad). Entre sus innumerables aciertos, figura el haber creado el
sistema de encuestas de opinión pública más objetivo y confiable de Chile, a
juicio de todos los sectores políticos.
En las
actividades que patrocinó y en sus publicaciones el CEP ha combatido aquella
aberración que hace del liberalismo nada más que una receta económica centrada
en el mercado, y ha demostrado que la filosofía de la libertad es una sola, en
los ámbitos económico, político, social, cultural e individual, y que la
libertad, sin la tolerancia y la convivencia, es letra muerta. Todos quienes
han tenido el privilegio de leer estos años la notable revista del CEP Estudios
Públicos han podido comprobar que estos principios informaban las
colaboraciones y que en esa publicación había siempre un diálogo vivo,
controversias sobre todos los temas de elevado nivel intelectual y un respeto
sistemático con los adversarios, un afán de deslindar la verdad aunque ello
implicara corregir las propias convicciones.
El CEP
siempre se resistió a considerar, como muchos irresponsables, que el progreso
social es fundamentalmente una empresa económica, y dio atención no menos
importante que al mercado, a la libre competencia, a la apertura de fronteras,
a la disciplina fiscal y a las privatizaciones, al derecho a la crítica, a los
derechos humanos, a la cultura, a las actividades literarias y artísticas. Los
números monográficos de la revista del CEP dedicadas a Karl Popper, a Friedrich
Hayek, a Isaiah Berlin y a muchos otros pensadores de la libertad son
ejemplares. Por todo ello el Centro de Estudios Públicos ha alcanzado en estos
años un enorme prestigio que desborda las fronteras de Chile. Por su auditorio
han pasado figuras eminentes (y no solo liberales, sino social demócratas y
socialistas) en todos los campos del saber.
Ahora
bien, ¿por qué alguien que puede lucir unas credenciales tan envidiables al
frente de una institución que en buena parte es hechura suya ha sido
defenestrado de manera tan inopinada e injusta? Al parecer, los patrocinadores
del CEP habrían descubierto que Arturo Fontaine es demasiado independiente para
su gusto y que se toma libertades ideológicas que no convienen a su idea
particular de lo que debe ser el centro derecha, es decir, una derecha sin
centro que la estorbe. Lo habrían advertido en el hecho de que Arturo aceptó formar
parte del Directorio del Museo de la Memoria que creó el Gobierno de Michelle
Bachelet, y, sobre todo, en sus opiniones sobre el tema de la política
universitaria, asunto que, como es sabido, ha dado origen a intensos disturbios
y manifestaciones de estudiantes contra el Gobierno de Piñera y es objeto de
una polémica que lleva ya bastante tiempo en Chile (comenzó en los tiempos de
la Concertación).
Antes de
escribir este artículo he leído las dos conferencias y las entrevistas que ha
dado Arturo Fontaine sobre este asunto y creo poder resumir con objetividad su
pensamiento. Él piensa que la Universidad es una institución que no sólo
prepara profesionales sino forma ciudadanos y personas y que por lo tanto
requiere un régimen especial, y que no debería ser materia de lucro, porque,
cuando lo es —cita al respecto abundantes estadísticas de Estados Unidos y de
Brasil, dos países donde las universidades privadas con ánimo de lucro son
lícitas—, incumple su función y suele preparar profesionales deficientes. No
está contra las universidades privadas, ni mucho menos, a condición de que no
distribuyan beneficios entre sus accionistas sino que los reinviertan
enteramente en la propia institución, como hacen Harvard o Princeton.
Pero la
crítica que hace Fontaine a la situación universitaria chilena es la siguiente:
que, en un país donde las leyes prohíben explícitamente que haya universidades
privadas con ánimo de lucro, muchas instituciones hayan encontrado la manera de
burlar la ley haciendo pingües negocios en este dominio. ¿Cómo? Muy
sencillamente: alquilando terrenos o vendiéndolos a la Universidad o
construyendo los campus universitarios a través de empresas que hacen las veces
de testaferros de los mismos propietarios. Las sumas que Fontaine señala que se
habrían ganado en los últimos años mediante esta burla de la legalidad (la de
la “universidad fabril” la llama) son astronómicas.
Se puede
estar de acuerdo o en desacuerdo con esta postura de Arturo Fontaine —muchos
liberales lo están y muchos otros no lo están—-, pero nadie que cree que el
respeto de la legalidad es un principio básico de la civilización podría
discrepar con él cuando exige que en Chile se cumpla la prohibición legal de
hacer negocios con la Universidad. O que, en todo caso, se cambie la ley y se
autoricen las universidades privadas con fines de lucro. Pero, en ese caso,
estas empresas deberán funcionar como las otras, sin las prerrogativas de que
gozan ahora todas las universidades (exoneración de impuestos y subsidios
estatales, por ejemplo).
Lo que
parece estar en juego en la defenestración de Arturo Fontaine es más complejo
que una simple discrepancia: el temor de una parte mayoritaria de los
patrocinadores del CEP de que, en las próximas elecciones, gane de nuevo
Michelle Bachelet y que la Concertación que suba con ella al poder sea mucho
más radical de lo que lo fue en su anterior gobierno, como deja suponer cierto
extremismo retórico de sus últimos pronunciamientos. Desde luego que si Chile
retrocede hacia alguna forma de chavismo sería una catástrofe no solo para los
chilenos sino para toda América Latina. Pero nada puede perjudicar más a la
derecha, en esta circunstancia, que oponer a esta radicalización de la
izquierda un extremismo paralelo, atrincherándose en la intolerancia de las verdades
únicas y dogmáticas y purgando de sus filas a todos quienes osan discrepar.
Nada daría más razón a quienes sostienen, desde el bando opuesto, que la
derecha es egoísta, intolerante y autoritaria, que su adhesión a los valores
democráticos es superficial y de coyuntura, que detrás de la propiedad privada,
el mercado libre y la democracia burguesa hay siempre un Pinochet. Chile
parecía haber dejado atrás esa visión pequeñita y mezquina que, por desgracia,
todavía alienta en la derecha iliberal de América Latina.
Héctor
Soto, uno de los más lúcidos analistas chilenos, escribió en su columna de La
Tercera con motivo de este asunto que el gran mérito de Arturo Fontaine fue “su
aporte en términos de modernizar y civilizar a la derecha”. No la modernizó ni
civilizó lo bastante, por desgracia.
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