Las
preguntas de Perceval/Gustavo Martín Garzo, es escritor.
Publicado en El
País 5 de octubre de 2013;
Hay
un episodio del ciclo artúrico que nos puede ayudar a entender lo que pasa en
nuestro país. Su protagonista es Perceval, uno de los caballeros de la Tabla
Redonda, famoso por su participación en la búsqueda del Santo Grial. Perceval
llega a un lugar desolador. Los ríos se han secado, no crecen las plantas, los
árboles han muerto, no hay pájaros ni otros animales. Se hace de noche y
Perceval entra en un castillo sombrío. Soldados, mozos y criados andan como
sonámbulos por sus patios y escaleras. Perceval se encuentra allí con el herido
Rey Pescador, el soberano del reino. Está postrado en su trono, mientras un
extraño cortejo recorre el salón. Son tres muchachas muy pálidas. Una lleva una
lanza, otra, una bandeja y la tercera, una copa. Perceval, horrorizado,
abandona precipitadamente el palacio. Está amaneciendo y una misteriosa
doncella que le aborda en el camino le dice que esperaban a un caballero como
él que se atreviera a preguntar por el significado de lo que veía y que su
marcha precipitada les condena a continuar bajo el dominio de la maldición. El
tema de las preguntas que al no formularse sumen en la desgracia a países
enteros es muy frecuente en el folklore. En muchos cuentos basta la pregunta de
alguien para que se rompa el hechizo que pesa sobre un lugar, ya que las
preguntas son el símbolo de esa vida que regresa y hace hablar.
Si
lo pensamos bien, el país al que llega Perceval no es muy distinto de este
nuestro. Las tiendas se cierran, la gente pierde sus trabajos y deambula por
las calles sin saber qué hacer. Muchos son expulsados de sus casas y no tienen
para comer. Nadie compra libros, las salas de cine están vacías y se aplazan
las bodas. Los jóvenes no pueden independizarse porque ¿dónde vivirán, con qué
medios, qué harán si nacen sus hijos? Los hospitales dejan de atender a los enfermos,
desaparecen los comedores y el transporte escolar y los investigadores tienen
que emigrar a otros países. Aún más, como sucede en el relato de Perceval,
también nosotros hemos renunciado a preguntarnos por las causas que hacen que
las cosas sean así. Es lo que nos dicen nuestros gobernantes, que debemos tener
paciencia, confiar en ellos, ya que nada puede hacerse salvo lo que ellos han
decidido hacer. En el relato de Perceval las doncellas que forman el cortejo
fúnebre llevan en sus manos una lanza, una bandeja y una copa sagrada, los
símbolos de la pasión de un dios que entregó su vida para salvar a los hombres;
en el nuestro, los caballeros del dinero llevan las cifras de nuestra deuda, la
de los recortes y la de la prima de riesgo, los símbolos de ese capital que
quiere que le entreguemos la vida para salvarse él.
Mientras
tanto, se han perdido derechos sociales, los trabajadores pueden ser expulsados
de sus trabajos sin ninguna garantía, se ofende a los médicos, a los
investigadores y a los educadores. Se cierran los comedores escolares, la
televisión pública se ha transformado en una sucursal amanerada del poder, se
cuestiona el derecho al aborto, vuelve a las aulas la asignatura de la religión
más rancia, al Tribunal Constitucional llegan jueces que opinan que los
matrimonios homosexuales son contra natura.
En
la segunda parte de la historia del rey herido, Perceval regresa al reino
maldito y osa hacer la pregunta, con lo que el rey se recupera de su mal y se
restituye la fecundidad a la tierra baldía. ¿Cuales tendrían que ser las
nuestras para que esta pesadilla terminara? Son muchas las que podrían
servirnos. Por ejemplo, ¿por qué los valores supremos que fundan el capitalismo
—competividad, rendimiento, crecimiento sin límite, beneficio— deben ser los
únicos valores y no podemos hacer de la búsqueda del bien común el valor
supremo de nuestra convivencia? ¿Por qué no se obliga a los bancos
nacionalizados a dar crédito a las empresas que lo necesitan y no hay un banco
público que se enfrente a un problema como el los desahucios? ¿Por qué se
permiten los delirantes salarios de la banca? ¿Por qué si tenemos la misma
moneda tenemos que pagar distintos intereses por la deuda? ¿Por qué no hacemos
una política energética que no dependa del petróleo? ¿Por qué se admiten los
paraísos fiscales?, ¿por qué las grandes empresas pagan a Hacienda porcentajes
que al resto de los ciudadanos les causan escándalo? Aún más, ¿por qué los que
nos piden que confiemos en ellos cobran varios sueldos, reciben primas
diversas, préstamos que no figuran en ningún lado y que es posible que no
tengan que devolver, manos misteriosas les pagan el alquiler de los pisos en
donde viven, las fiestas de cumpleaños y las bodas de sus hijos, y son
consejeros de bancos y grandes empresas por los que cobran sueldos astronómicos
por no hacer nada?
Pero
quien pregunta debe tener alguien que le escuche y me temo que en este punto
debemos abandonar el mundo de Perceval para entrar en el no menos sombrío de
una antigua película de serie B titulada La invasión de los ladrones de
cuerpos. Unas extrañas vainas venidas del espacio tienen el poder de copiar los
cuerpos de los hombres aprovechando su sueño. Cuando ese proceso se cumple, el
nuevo cuerpo ocupa el lugar de su modelo real. Surge así un mundo implacable y
frío, que solo en apariencia sigue resultando humano. La película de Don
Siegel, realizada en plena guerra fría, es una metáfora de los Estados
totalitarios y del dominio que llegan a ejercer sobre la conciencia individual,
pero pocas veces esta fábula ha tenido más vigencia que en la actualidad. El
mundo de la política se ha vuelto previsible y amoral, y el congreso de los
diputados es lo más parecido a una sala del Museo de Cera. Es verdad que a esos
diputados los hemos elegido nosotros, pero tan pronto acceden al poder son
abducidos por fuerzas oscuras y dejan de representar a sus votantes para servir
tan solo a poderes indefinibles. Son las réplicas de los que elegimos en las
urnas las que han tomado las riendas del poder y sirven a intereses que nada
tienen que ver con los nuestros. El problema es que esos ladrones de cuerpos no
vienen de otro planeta para ocupar el nuestro, sino que somos nosotros mismos
quienes los hemos creado con nuestra pasividad. La última pregunta de Perceval,
la más dolorosa de todas, solo puede ser entonces si puede llamarse democracia
a esto que tenemos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario