Los hijos
de Mandela/Juliet Torome es escritora y directora de documentales. Recibió el premio anual Flaherty para documentales de la revista Cinesource.
Project Syndicate, 2013.
Traducción de Leopoldo Gurman.
El País |7 de diciembre de 2013
Antes de
saber que Nelson Mandela existía, creía que nuestro líder, el presidente
keniano Daniel Toroitich Arap Moi, era el único hombre de Estado en el mundo.
Tenía cinco años de edad y para mí no existía otro mundo que Nairagie-Enkare,
mi lugar de nacimiento en la zona rural de Maasailand. Moi era para mí una
figura mítica, porque no vivía en Nairagie-Enkare, pero estaba siempre presente
a través de la radio, una tecnología demasiado complicada para que una niña
como yo la entendiera.
Cada
boletín de la estación de radio controlada por el Gobierno comenzaba con lo que
“su Excelencia, el santo presidente Daniel Toroitich Arap Moi” había dicho o
hecho. Visitó una escuela. Plantó un árbol. Ayudó a un grupo de mujeres. Asistió
a la iglesia. Dijo que la agricultura era la columna vertebral de nuestra
nación. Dijo que éramos afortunados por vivir en Kenia. Durante el día, el éter
se llenaba de canciones que repetían el mensaje del Padre de la Nación,
recordando a los kenianos que debían seguir sus pasos.
Tal vez
porque lo que llegaba a través de la radio era tan predecible, la gente buscaba
noticias alternativas a través del servicio en suajili de la BBC. La mayoría de
las tardes, a las seis en punto, los hombres se reunían a escuchar en las casas
de los pocos que, como mi padre, tenían radio. Las noticias solo duraban 30
minutos, por lo que todos debían permanecer absolutamente quietos. Pero un día,
que luego supe que se trataba del 11 de febrero de 1990, los hombres comenzaron
a repetir: “¡Está libre! ¡Está libre! ¡Nelson Mandela está libre!”.
Estoy
segura de que mi padre y sus amigos habían escuchado antes en la radio del
Gobierno que Mandela había salido de la prisión, pero esperaron a confirmarlo a
través de la BBC. Salieron hacia un bar a celebrar antes de que terminaran las
noticias. Cuando mi padre regresó esa noche, cantaba alabanzas a Mandela. Nunca
le pregunté quién era.
Al año
siguiente me inscribí en la escuela y comencé a aprender que el mundo
continuaba más allá de Nairagie-Enkare. Mis maestros me explicaron por qué la
liberación de Mandela, luego de 27 años en prisión, significaba tanto para los
africanos —desde las grandes ciudades a las pequeñas aldeas—.
Los
europeos, aprendí, habían colonizado África y despojado a los africanos de su
derecho al autogobierno. A medida que los países africanos comenzaron a
independizarse a finales de los cincuenta, la minoría blanca en Sudáfrica
reforzaba su control del poder a través de un sistema de segregación racial
conocido como apartheid. Fue la lucha de Mandela contra el apartheid lo que
llevó a su encarcelamiento.
Hacia
1980, los africanos negros habían llegado a gobernar en todos los países
excepto en Sudáfrica. La liberación de Mandela 10 años más tarde puso al
continente un paso más cerca de la independencia absoluta. Esa misión se
completó en 1994, cuando el apartheid cayó y los sudafricanos escogieron a
Mandela como su primer presidente democráticamente electo.
Mientras
aprendía más sobre Mandela, me pregunté cómo había logrado lo inimaginable,
superando una terrible experiencia durante 27 años para convertirse en el líder
de la mayor economía africana. Y, justo cuando pensé que ya había dejado su
marca en nuestra historia, sacudió al mundo anunciando que no se presentaría para
la reelección una vez finalizado su primer periodo presidencial en 1999.
Tenía 14
años cuando fui lo suficientemente mayor para entender lo inusual que era para
un presidente africano en ejercicio retirarse voluntariamente. En mi propio
país, por ejemplo, los kenianos comenzaban a preguntarse si el presidente Moi
dejaría su cargo en 2002 cuando finalizara su segundo mandato. Había dirigido
Kenia durante 14 años antes de que una ley reintrodujese la democracia
multipartidaria en 1991 y preparara el camino para las elecciones de 1992. Moi
pudo presentarse nuevamente bajo el nuevo estatuto, siempre que respetase el
límite constitucional de dos periodos.
Me siento
extremadamente afortunada y honrada porque el comienzo de mi escolaridad
coincidiera con la reaparición de Mandela en la política africana. Su paciencia
y sus políticas de reconciliación me proporcionaron el mejor ejemplo de lo que
significan la democracia y el buen gobierno.
Mandela
respondía al tipo de líder que los africanos tenían en mente cuando lucharon
por liberarse de los imperios europeos. Querían líderes que los reconciliaran y
unieran: líderes que recuperasen la dignidad que el colonialismo les había
robado.
Por
desgracia, para muchos países africanos la libertad y la independencia solo fueron
nominales. La libertad terminó en manos de unos pocos, que desarrollaron las
mismas prácticas represivas contra las que los africanos lucharon durante
décadas. Amasaron riquezas incalculables mientras el hambre y las enfermedades
destruían sus sociedades y empujaron a más africanos dentro del abismo de la
pobreza.
De hecho,
más de 20 años después de que Mandela traspusiera las puertas de la prisión de
Robben Island, “grandes hombres” continúan aferrándose al poder contra la
voluntad de su gente, como ocurre en países como Zimbabue. Sin embargo, me
alienta saber que, desde que Mandela dejó la presidencia, muchos mandatarios
africanos —incluidos Moi y Thabo Mbeki, el sucesor de Mandela— han obedecido
las constituciones de sus países y se retiraron sin ofrecer resistencia.
También
confío en que Mandela haya inspirado a otras personas jóvenes como yo a
continuar con la liberación pacífica de África: el estilo de Mandela.
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