Leopoldo
María Panero, punto y final/Antonio Rivero Taravillo
Ha
muerto Leopoldo María Panero. Ha sido una semana luctuosa para la poesía
española dentro de un comienzo de año particularmente fúnebre en lo que hace a
la escrita en nuestra lengua, pues se ha llevado, con guadaña afilada a cada
poco, a Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Fernando Ortiz y Félix Grande. Ana
María Moix, antigua amiga de correrías, moría pocos días antes que él, de forma
que de repente el grupo incluido en la influyente antología de José María
Castellet Nueve novísimos poetas españoles ha tenido dos bajas (con la de
Manuel Vázquez Montalbán, un tercio ya de aquella nómina).
Pero además de a los novísimos,
también pertenecía el recién desaparecido a otro grupo de poetas: el de su
propia familia. Poeta fue su hermano Juan Luis (muerto hace pocos meses), y
poetas su padre, Leopoldo, sobre el que luego volveré más detenidamente, y su
tío Juan, fallecido en 1937 en accidente de carretera y que los lectores de
Luis Rosales, amigos suyo, recordarán porque el granadino lo lleva a hombros de
su memoria emocionada hasta los versículos de La casa encendida. A este Juan,
cuyo único libro publicado en vida (Cantos del ofrecimiento) se lo editó Manuel
Altolaguirre en sus ediciones Héroe en mayo de 1936, le dedicó su hermano
Leopoldo, padre del difunto de hoy, el poema “Adolescente en sombras” en 1938.
Pero pasemos a quien fue -antes de que
los hijos empezaran a publicar, y prácticamente olvidado ya el malogrado Juan-
“el poeta Panero”: Leopoldo, amigo de César Vallejo o Cernuda, con quien cruzó
un mensaje Aleixandre para quedar e ir junto a Cernuda a la celebración de la
llegada de la República en abril de 1931, ese instante de promesas, y que
algunas simpatías izquierdistas tendría cuando fue acusado por los nacionales
al estallar la guerra de recolectar dinero para Socorro Rojo. Es sabido que fue
encarcelado y que solo la mediación de Unamuno y, en última instancia, Carmen
Polo, pariente lejana de la familia, hizo posible que fuera puesto en libertad.
Luego, como otros, al parecer se afilió a Falange; pero de ahí a poder afirmar
que fuera falangista por convicción dista mucho.
Cierto que, como Montes, Alfaro,
Manuel Machado, Cunqueiro o Gerardo Diego participó en la famosa Corona de
sonetos en homenaje a José Antonio Primo de Rivera. Y que desempeñó un puesto
señalado en el Instituto de España en Londres, ciudad donde su primo Pablo de
Azcárate dirigía el otro Instituto Español (el republicano). En Londres conoció
a T. S. Eliot, cuya complicidad quiso granjearse con buenos caldos españoles
pertenecientes a la bodega de la legación, y también allí retomó la amistad con
Cernuda, lo que no impidió que reprochara a este con una furibunda salida de
tono el haber escrito el poema “La familia”, donde no quedaba bien parada la
institución. De ese contacto con el poeta sevillano, salvado el incidente,
quedaron el imposible idilio que su esposa, Felicidad Blanc, creyó que hubo
entre ella misma y Cernuda y alguna evocación, en verso o prosa, de su hijo
mayor: Juan Luis.
Al tercero en discordia, Michi, le
cupo el dudoso honor de vivir como el que más la Movida madrileña y de irse
puliendo la rica biblioteca paterna, que Andrés Trapiello (leonés también y una
de las personas que más sabe sobre la familia) recuerda haber visto íntegra así
como, penosamente, durante su proceso de desintegración. Lo cuenta en
desoladoras estampas de su Salón de pasos perdidos.
Nos queda, pues, Leopoldo María (el
que ya tampoco nos queda tras el colapso multiorgánico), el más alocado ya
desde la imagen que nos ofreció de sí mismo en esa película terrible de Jaime
Chávarri, El desencanto (1976), donde viuda y huérfanos parecían solicitar,
“repaso” al padre mediante, una fe de vida para los tiempos nuevos
democráticos, una suerte de limpieza de sangre
o sangrado aplicada la sanguijuela directamente al corazón: es decir, al
padre.
Los diarios e Internet abundan estos
días en necrológicas de Juan Luis Panero: todas resaltan su condición de
fumador de grifa, de loco, de homosexual que hizo uso de chaperos miserables
(no tenía el dinero de Jaime Gil de Biedma), de principal consumidor de
Coca-Cola de toda España que seguro que ahora, ido él, entra en números rojos).
De su poesía, sin embargo, se dice poco. Porque es poco lo que se lee. A
grandes rasgos se puede afirmar que comenzó siendo un excelente poeta
transgresor y que luego la escritura de versos y otras líneas se convirtió en
una especie de terapia que tal vez sus editores debían de haber racionado más,
seleccionándola. Así se fundó Carnaby Street está entre lo mejor suyo.
Muchos lo vieron por última vez hace
año y medio en Cosmopoética, donde dio una vez más el espectáculo que tantos
sin piedad deseaban ver entrando y saliendo de la sala de la Filmoteca durante
una proyección de esa obra cinematográfica por la que muchos lo conocieron; o
interrumpiendo una vez y otra a los compañeros en una mesa redonda,
pacientemente atendido por el catedrático y editor de su poesía Túa Blesa y por
la amiga que esos días se ganó el cielo junto con la admiración –era además
guapa– de los asistentes.
Desvariaba. Antiguos amigos lo
rehuían, como el poeta loco inglés John Clare se lamentaba en un poema que él
vertió muy libremente pero desde la íntima identificación con el enajenado. Se
reía con unas carcajadas como no las hay en el infierno. A mí, con ese acento
entre cheli y algo batasuno (este último timbre se le pegaría como una
enfermedad infecciosa en el manicomio de Mondragón) me preguntó en el
restaurante en que parábamos a la hora de la cena si yo era policía.
Cada vez que muere alguien se ciñe un
punto al final de su biografía como un botón negro que la cierra. Los sucesivos
muertos en la familia van, paradójicamente, señalando un camino de puntos
suspensivos: el linaje continúa hasta. Pero la muerte de Leopoldo María Panero,
el último de los tres hermanos, el eslabón final, si oxidado y roto, de esa
cadena, lo que señala es un solitario y ya jamás continuado, negro y denso
punto y final.
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