El
y ella son distintos/Miquel Porta Perales, escritor.
ABC
| 7 de marzo de 2014
El
hombre y la mujer. Convendría que el feminismo y la izquierda propagadora de la
causa reconocieran lo que la ciencia afirma sobre la cuestión del género.
Alguna conclusión de provecho sacarían. Y todos nos ahorraríamos ciertas
manifestaciones extemporáneas –ese despotismo ideológico propio de quienes
otorgan certificados oficiales de buena conducta política y social– de un
movimiento que necesita modernizar y democratizar el discurso.
En
la cuestión del género, la biología, la neurología y la psicología –de Doreen
Kimura a Ragini Verma y Ruben Gur, pasando por Jerome Barkow, Leda Cosmides,
John Tooby, Henry Plotkin, Richard Haier, Hugo Liaño o Marco del Giudice– han
tomado la palabra para señalar que las hormonas sexuales condicionan la
organización del cerebro en una etapa precoz de la vida –cosa que tiene sus
consecuencias– y que los distintos modelos cognitivos de ambos sexos surgen por
razones adaptativas. La desigual personalidad y especialización del hombre y la
mujer se traduciría en una desemejante organización de su cerebro que ofrece la
base biológica que permite constatar que él y ella tienen prioridades,
ambiciones y comportamientos diferentes consecuencia de la evolución humana.
¿El hombre? En general: más agresivo y competitivo, mayor desarrollo de la
capacidad espacial, mejor control verbal de las emociones, más eficiente cuando
se dedica a una sola tarea, mayor inclinación hacia la vida económica y
política. ¿La mujer? En general: menor agresividad y competitividad, menor
control verbal de las emociones, mejor respuesta a los estímulos sensoriales,
más eficiente cuando realiza simultáneamente diversas tareas, mayor fluidez
verbal, más inclinación hacia la vida social, estética y religiosa. Insisto: la
diferencia no significa superioridad: sencillamente, él y ella son distintos.
Una
primera conclusión. De confirmarse lo dicho, se podría cerrar una controversia
que existe desde que Rousseau la planteara: el papel de la
nurture
y la nature en la conducta humana. Para unos –Jean-Paul Sarte, John B. Watson,
Burrhus F. Skinner, Steven Rose o Stephen Jay Gould–, lo decisivo es la
nurture, esto es, la cultura y la educación. Lo social. Para otros –Claude
Lévi-Strauss, Edward O. Wilson, Richard Dawkins, Steven Pinker o Daniel Dennett–,
lo decisivo es la nature, esto es, la naturaleza. Lo biológico. Finalmente, la
clave estaría en la nature. El ser humano estaría condicionado por su realidad
biológica. Hablamos, pensamos, imaginamos, actuamos, amamos, ayudamos, nos
diferenciamos los hombres de las mujeres, porque la evolución nos ha hecho así.
¿El ser humano? Una constelación de más de cien mil millones de neuronas que
señalan el camino que seguir con independencia –relativa: se admiten
influencias– de la cultura, la educación y el ambiente. El substrato biológico,
si se quiere.
Al
feminismo y la izquierda propagadora de la causa les cuesta aceptar aquellas
aportaciones de la ciencia que cuestionan su doctrinarismo. La ideología y el
oportunismo político imponen su dictadura. Niegan la especificidad de lo
masculino y lo femenino. Veamos. ¿Por qué rechazan o minusvaloran el papel
preponderante de la natu
re
en la realidad y conducta del hombre y la mujer? Porque aceptar la existencia
de un substrato biológico condicionante equivaldría a cuestionar algunos
lugares comunes del doctrinarismo feminista e izquierdista. Equivaldría a negar
la teoría que asegura que lo femenino es una construcción social del
patriarcado que alimenta la dominación de la mujer y la sumisión al hombre.
¿Qué
sería del feminismo y de la izquierda sin unos estereotipos sexuales que
impugnar, porque tales estereotipos no existen (o son libremente aceptados)?
¿Qué sería del feminismo y la izquierda sin una mujer que liberar, o que no
quiere ser liberada, o que quiere liberarse sola y a su modo, o que ya se
considera liberada? Aceptar las preferencias de la mujer equivaldría a
cuestionar esas dos joyas de la corona del feminismo y la izquierda que son la
discriminación positiva y las cuotas en busca de la paridad por decreto. Para
emancipar a la mujer, dicen. ¿Cuándo entenderán que la manera de no discriminar
a nadie es, precisamente, no discriminar a nadie?
Aceptar
que el hombre y la mujer manifiestan distintos ritmos de aprendizaje supondría
renunciar a uno de los caballos de batalla que el feminismo y la izquierda
lanzan contra la derecha: la
educación
diferenciada. Cuestionar la existencia del estereotipo sexual, o reconocer que
el estereotipo es aceptado por la mujer, o discutir la discriminación positiva
y las cuotas, o aceptar la educación diferenciada, refuta algunos de los
lugares comunes sobre los que se levantan y sustentan el feminismo y la
izquierda.
En
la cuestión de género, la sociología también ha tomado la palabra. Gilles
Lipovetsky, en La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino
(1997), constata la aparición –después de la mujer depreciada y la mujer
exaltada– de la tercera mujer, o mujer indeterminada. Afirma el sociólogo que
el «advenimiento de la mujer sujeto no significa aniquilación de los mecanismos
de diferenciación social de los sexos», porque «a medida que se amplían las
exigencias de libertad y de igualdad, la división social de los sexos se ve
recompuesta, reactualizada bajo nuevos rasgos». Concluye: «Si las mujeres
siguen manteniendo relaciones privilegiadas con el orden doméstico, sentimental
o estético, ello no se debe al simple peso social, sino a que estos se ordenan
de tal manera que ya no suponen un obstáculo para el principio de libre
posesión de uno mismo y funcionan como vectores de identidad, de sentido y de
poderes privados; es desde el interior mismo de la cultura
individualista-democrática desde donde se recomponen los recorridos
diferenciales de hombres y mujeres». En definitiva, la biología, la neurología
y la psicología por un lado, y la sociología, por otro, nos hablan de una mujer
indeterminada –que se determina a sí misma– que obra según su parecer en el
marco de una diferencia de género que sigue ahí. Mientras tanto, hay quien
todavía comulga con el feminismo sesentayochista entendido como «movimiento
profundamente antijerárquico e igualitarista». Pero la realidad se resiste. La
mujer se resiste. El feminismo y sus letanías –que no juegan a favor de las
reivindicaciones concretas de la mujer concreta– están fuera del siglo.
En
la cuestión del género, la ingeniería social deliberada que pretende acabar con
la diferencia de roles sexuales está condenada al fracaso, porque –diga lo que
diga la corrección política feminista e izquierdista– los programas políticos
no tienen capacidad de intervención sobre el substrato biológico del género. Y
tienen escasa capacidad de influencia sobre la mujer. No se puede desdeñar la
ciencia ni negarla políticamente. No somos una hoja en blanco. No puede
admitirse la presunta –autoadjudicada por decreto ideológico– superioridad
moral de quienes se mueven por un doctrinarismo y oportunismo de bajo vuelo.
Muy probablemente, la tercera mujer o mujer indeterminada que toma posesión de
sí misma pone fecha de caducidad al tradicional movimiento feminista. Caitlin
Moran, feminista británica: «La idea de que hay “tipos” de mujer inherentemente
buenos y malos es lo que ha jodido al feminismo durante mucho tiempo».
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