Juan XXIII y Juan
Pablo II/Olegario González de Cardenal, es teólogo.
ABC |27 de abril de 2014;
Cuando hoy estos dos
hombres, tan diferentes entre sí pero a la vez tan semejantes en el ejercicio
de su misión como sucesores de San Pedro, sean canonizados, ¿ante qué
estaremos? En primer lugar debemos corregir una terminología, introducida por
la ignorancia, que designa este hecho como «santificación». La liturgia canta
solemnemente: «Señor, tú solo eres santo». Los hombres somos criaturas de Dios,
hijos en un sentido, servidores en otro, y solo participando de su santidad
superamos nuestra pobreza y nuestros pecados. En el proceso que culmina en la
canonización, alguien primero fue considerado «siervo- servidor» de Dios, luego
«bendecido por Dios o bienaventurado- beato», y finalmente canonizado o
reconocido «santo».
La alegría que este
hecho suscita en la Iglesia no es por la apoteosis de un hombre o mujer
considerados héroes por su capacidad intelectual, perfección moral o eficacia
histórica. Un santo es, ante todo, alguien bendecido por Dios, acompañado con
su fuerza en la debilidad, en quien Él se nos da y se nos refleja. Esa
presencia de la santidad divina puede manifestarse en el vivir y hacer
cotidiano del creyente, a pesar de su pobreza cultural, debilidad o enfermedad.
En la canonización alabamos y damos gracias a Dios por habernos dado a un
santo.
Los santos, siendo
partícipes, reflejos y testigos de la grandeza de Dios, son igualmente
exponentes de la grandeza y de la plenitud que el hombre puede alcanzar cuando
se deja guiar y plenificar por Dios. Los santos son en la Iglesia como las
vidrieras por las que en los templos pasa la luz del sol hacia dentro y brilla
hacia fuera la luz interior del Misterio. En los santos se encuentran e
identifican la gloria de Dios y la gloria del hombre: se han encontrado en
todos los tiempos y lugares, en todas las culturas y crisis. Una canonización
es el reconocimiento que hace la Iglesia de ese encuentro entre Dios y el
hombre; que sigue siendo real, porque Dios no es nunca el antagonista del
hombre y porque ambos tienen ya el mismo destino. Desde que Dios se hizo
hombre, la vocación del hombre es participar de su vida y divinidad. Juan XXIII
y Juan Pablo II nos son propuestos hoy como ejemplos de vida, maestros de
doctrina e intercesores ante Dios. Esto no quiere decir que no tuvieran
defectos y pecados, sino que su vida, vista como totalidad desde el final, es
considerada grata a Dios, y ellos reconocidos fieles seguidores de Jesucristo.
Con Juan XXIII se
inicia en la Iglesia la reconfiguración del pontificado. Una larga herencia y
un convulso siglo XIX habían llevado a considerar a los Papas como monarcas
políticos, y sus lugares de residencia, semejantes a cortes reales. La forma en
la que se unieron las categorías de monarquía, supremacía e infalibilidad en el
siglo XIX fue el síntoma más grave de esa mezcla perturbadora. Quien quiera
percibir de cerca tal confusión anticristiana lea el libro «Du Pape» de J. de
Maistre, quien escribe: «Una vez establecida la forma monárquica, la
infalibidad no es más que una consecuencia necesaria de la supremacía, o mejor,
es la misma realidad absolutamente bajo dos formas diferentes». Todavía en 1929
los seminaristas españoles que fueron a Roma con motivo de la firma del Tratado
de Letrán llevaban como consigna gritar: «Viva el Papa Rey».
Profundas son las
diferencias entre ambos Papas. Mientras que Juan Pablo II es de ciudad,
universidad y mundo industrial, casi sin familia, Juan XXIII es de origen rural,
trece hermanos, con posterior conocimiento del gobierno de una diócesis y de la
Curia romana, trabajo diplomático en países del Este: Bulgaria, Turquía, Rusia…
No era un labriego ingenuo o un cura simple. Fue profesor, escribió libros de
historia de la Iglesia y se movió en el mundo de la política más seria. Su
misión como nuncio en París en momento delicadísimo después de la Segunda
Guerra Mundial le acreditó como un sagaz y sereno negociador. Su gran obra fue
la convocatoria del Concilio Vaticano II. Su sencillez, lucidez y trasparencia
de padre le ganó un cariño y adhesión universal. Citamos solo dos textos suyos.
Uno, el lema personal: «Este es el misterio de mi vida. No busquéis otra
explicación. He repetido siempre la frase de San Gregorio Nacianceno: “Tu
voluntad, Señor, es nuestra paz”». De ahí su lema pontificio: «Obediencia y
paz».
El otro texto son
las palabras con las que se presentó a sus diocesanos en Venecia: «No veáis en
vuestro patriarca al político o al diplomático, sino exclusivamente al pastor
de vuestras almas, que está llamado a realizar la misión que el Señor le
encargó para las gentes pequeñas. Yo provengo de padres pobres. La providencia
divina me sacó de mi patria y me llevó de Oriente a Occidente por las calles
del mundo y me puso en contacto con los graves problemas políticos y sociales
de la Humanidad». Frente a una imagen idealizada de Juan XXIII hay que subrayar
este realismo del origen, con su voluntad de verdad en la pobreza a la vez que
su conocimiento de los problemas del mundo. De esta actitud nació su encíclica
de profunda repercusión en España, a la que un grupo de catedráticos
universitarios dedicó el libro «Comentarios civiles a la Pacem in Terris»
(1964). Juan Pablo II nos queda todavía vivo en nuestra retina. Su historia
personal en familia y universidad, con la responsabilidad episcopal en su país
y en la Iglesia, hacen de él un héroe de la fe, de la lucha por la libertad y
de la dignidad de los hombres. Si Juan XXIII tenía especial simpatía por el
lado oriental de Europa, abriendo la diplomacia vaticana al Este, no condenando
explícitamente el comunismo para no agravar la situación de los cristianos bajo
el telón de acero –la palabra como tal no aparece en sus textos ni en el
Concilio Vaticano II–, en cambio Juan Pablo II puso todo su empeño en superar
al comunismo. Antes que sumisión predicó resistencia, desenmascarando el
silencio de Occidente ante los horrores vividos en los países soviéticos. En
Europa casi nadie ha querido saber de los millones de víctimas y mártires en
Rusia, de los 250 obispos ortodoxos masacrados por Stalin. El libro de A.
Riccardi debería ser lectura obligada.
La Iglesia está al
servicio de la santidad de Dios otorgada a los hombres por Jesucristo y en su
Santo Espíritu. Esa es su aportación específica. Cuanta más santa sea, mayor
será la fascinación y atracción ejercida, pero a la vez mayores el escándalo y
el rechazo provocados. Porque en el mundo existe el mal objetivado en personas,
ideas e instituciones, que rechazan a Dios. Los santos son ante todo su
recordatorio y afirmación frente al olvido, el silencio, la negación o el
rechazo de ese Dios. Santifican el mundo frente al intento de profanizarlo
todo; y frente a lo que Schleiermacher llama el principio irreligioso.
«Precisamente porque el principio irreligioso existe y actúa por doquier y
porque todo lo real aparece a veces como profano, la meta del cristianismo es
una santidad infinita».
La canonización de
dos Papas suscita en la Iglesia católica una legítima inmensa alegría. La debe
vivir de forma tal que no sea, ni sea percibida por nuestros hermanos ortodoxos
y protestantes, como una papolatría. ¿Es bueno que pongamos a casi todos los
Papas del siglo XX en vías de ser canonizados? ¿No se siente un cierto rubor al
ver a la autoridad máxima de una institución canonizando a todos sus
predecesores? Importa muchísimo en la Iglesia la santidad: la de todos, grandes
y pequeños. La canonización es la añadidura y nunca se la puede confundir con
el Reino, que es lo primero que todos debemos buscar.
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