Huellas en París/ANNE
MARIE MERGIER
Revista Proceso
#1956, 26 de abril de 20014
Se hospedaba en una
buhardilla del destartalado Hotel de Flandre; comía en los restaurantes
Acropole o Capoulade, atestados de estudiantes pobres; caminaba por las calles
del Barrio Latino, pasando de largo por vitrinas llenas de libros que no podía
comprar; recalaba en el bar L‘Escale, a cuyo escenario subía a cantar boleros,
vallenatos y rancheras. Las penurias no apaciguaron la intensidad con la cual
Gabriel García Márquez vivió en París en la segunda mitad de los cincuenta y
aún se palpan sus huellas en esta ciudad.
PARÍS.- Enero de
1956. Plinio Apuleyo Mendoza sale del muy modesto Grand Hotel Saint Michel. Un
frío despiadado lo abofetea. Es mediodía y sin embargo la capital francesa está
envuelta en una luz casi crepuscular.
Cruza la calle y
entra de prisa al Hotel de Flandre, aún más destartalado que el Saint Michel.
Saluda a madame Lacroix, la dueña, y sube las escaleras hasta llegar a la
habitación de Gabriel García Márquez.
Gabo todavía no vive
en el sexto piso, el de las buhardillas heladas reservadas a los clientes
insolventes, con un solo baño para todos los huéspedes. Pero muy pronto le
tocará mudarse ahí.
El dictador
colombiano Gustavo Rojas Pinilla acaba de cerrar El Espectador diario en el que
Gabo colabora. Le quedan pocos ahorros; no tardarán en esfumarse.
El cuarto que ocupa
es minúsculo y huele a tabaco. Mendoza echa una mirada a su mesa de trabajo:
una máquina de escribir, papeles, cuartillas atiborradas, un cenicero lleno de
colillas.
–Nunca sé cómo es la
vaina en invierno. Apenas se levanta uno, ya está anocheciendo –dice Gabo.
–¿A qué hora te
acostaste? –pregunta Plinio.
–No sé. Cuando
terminé de escribir oí en la calle los camiones de la basura.
Los dos deciden ir a
comer juntos. Vacilan entre el Capoulade y el Acropole, dos restaurantes muy
baratos del Barrio Latino. Optan por el segundo.
Caminan unas cuadras
por el bulevar Saint Michel sin echar una sola mirada a las vitrinas de las
múltiples librerías que se codean a lo largo de esa arteria. Tiritan. Un hombre
tan flagelado como ellos por el viento glacial cruza el bulevar.
–Mira, allá va el
negro Nicolás. Está verde del frío. ¿Lo conoces? –pregunta Plinio.
–¿Al poeta Guillén?
¡Hombre, claro que sí!
–Vive en mi mismo
hotel. Si quieres después le hacemos una visita. Vamos a ver lo que nos dice de
Cuba.
Llegan al número 3
de la rue de l’Ecole Médecine y entran al Acropole, pequeño restaurante griego
cuyo dueño, el señor Anastadiades, suele llenar hasta el borde los platos de
sus insaciables clientes estudiantiles.
Después de la comida
visitan a Nicolás Guillén. El poeta se exilió en París en 1952 y no regresó a
Cuba sino en 1959, después del triunfo de la revolución. Toman café, fuman
mucho y platican más.
Hablan de poesía, de
la Cuba de Batista y del mundo sacudido por la Guerra Fría: la Unión Soviética
acaba de firmar el Pacto de Varsovia con las repúblicas populares de Hungría,
Rumania, Albania y la República Democrática Alemana como réplica a los acuerdos
de París, que integra a la República Federal Alemana a la OTAN. Egipto,
dirigido por Gamal Abdel Nasser, se acerca cada vez más a Moscú. Está a punto
de estallar la crisis del canal de Suez.
García Márquez,
Guillén y Mendoza se apasionan. Se sienten a gusto juntos en la humilde
habitación del poeta cubano. El calor humano compensa la deficiente
calefacción.
Hotel de Nobeles
Hoy el Hotel de
Flandre se llama Des Trois Colleges. Cambió de nombre y de categoría: ahora es
de cuatro estrellas y los precios de sus habitaciones van de 100 a 200 euros
por noche. Las más caras son ahora las buhardillas, convertidas en cuartos
románticos y ultramodernos: techos adornados con vigas de madera oscura, amplia
cama, internet, pantalla de plasma y una vista inmejorable sobre los hermosos
techos y la cúpula de la Sorbona.
Esa vista era el
único lujo que disfrutaba García Márquez mientras redactaba El coronel no tiene
quien le escriba a finales de 1956. El cuarto que ocupaba entonces lleva hoy el
número 63.
En el siglo XIX el
Hotel de Flandre, que había sido el Colegio de Cluny antes de la Revolución y
donde el poeta Arthur Rimbaud se hospedó en 1872, tenía un patio al aire libre
en medio del cual había un pozo.
Hoy el patio está
cubierto por un techo de vidrio y es una sala de lectura. Los huéspedes tienen
a su disposición una pequeña biblioteca en la que encuentran El coronel no
tiene quien le escriba, El general en su laberinto y El otoño del patriarca, en
su versión original en español, y la versión en polaco de Vivir para contarla.
También pueden
hojear libros de Raoul Ponchon, a quien Guillaume Apollinaire consideraba “el
último de los poetas dionisiacos franceses”. Ponchon pasó los últimos años de
su vida en el Hotel de Flandre, de 1911 a 1937. Quizás alcanzó a conocer a
Miklós Radnoti, uno de los grandes escritores húngaros que se hospedó ahí en
1937 y 1939. Poeta visionario, amante de la literatura francesa –tradujo al
húngaro a Arthur Rimbaud, Paul Eluard, Stéphane Mallarmé, Blaise Cendrars y
Guillaume Apollinaire– Radnoti fue ejecutado por los nazis en 1944.
No hay libros de
Mario Vargas Llosa, quien vivió en una de las buhardillas del Hotel de Flandre
pocos meses después de que García Márquez dejara París; tampoco novelas del
nigeriano Wole Soyinka, primer escritor africano galardonado con el Nobel (en
1986), quien se hospedó ahí varias veces.
“¡Se da cuenta:
acogimos a tres premios Nobel!”, advierte con orgullo la recepcionista antes de
confiar a la reportera que el establecimiento sigue en manos de los
descendientes de la generosa madame Lacroix, quien fio el alquiler a García
Márquez durante meses.
La fachada del hotel
–idéntica a la de los cincuenta, pero perfectamente restaurada, insiste la
recepcionista–, está decorada con dos placas conmemorativas, una rinde homenaje
a Miklós Radnoti, otra a García Márquez.
El viernes 18 el
rostro de bronce de Gabo, realizado por el escultor franco-colombiano Milthon,
amaneció adornado con un geranio rojo. A la mañana siguiente aparecieron rosas
y margaritas amarillas. Conforme pasan los días surgen más flores, mensajes de
despedida escritos a mano en hojas blancas, grandes mariposas amarillas de
papel…
La fachada del Grand
Hotel Saint Michel tampoco cambió. Sigue tan austera como en los cincuenta, con
su mármol verde oscuro y su arquitectura de las primeras décadas del siglo XX.
En cambio el hotel se transformó en un lujoso establecimiento de cinco
estrellas, con spa, jacuzzi, piscina y precios estratosféricos.
No queda traza
alguna de Nicolás Guillén ni de Jorge Amado, quien allí vivió durante su
estadía en París entre 1947 y 1950; tampoco del novelista chileno Francisco
Coloane (1910-2002), fiel cliente del establecimiento hasta 1995. No hay
mención de la escritora, periodista y feminista portuguesa María Lamas
(1893-1983), quien siempre se hospedaba en el Grand Hotel Saint Michel cuando
pasaba por París.
“Nos contactaron las
embajadas de Cuba y Portugal para buscar una forma de inmortalizar el paso de
Nicolás Guillén y María Lamas en el hotel. Pero todo se quedó en veremos”,
deplora la administradora del local.
Noches en L’Escale
Buscar las huellas
de Gabo y Plinio Apuleyo Mendoza por el Barrio Latino de la mitad del siglo XX
en el París de 2014 aprieta el corazón. En la esquina de la rue Soufflot y del
bulevar Saint Michel un Quick Burger ocupa el lugar del Capoulade, aquel
restaurante donde los dos colombianos se abrían paso a codazos entre
estudiantes de Senegal y Costa de Marfil para encontrar una mesa libre, según
recuerda Mendoza en Aquellos tiempos con Gabo.
Sobrevive el
Acropole. Los hijos de Anastadiades sucedieron a su padre. Se conservó la
fachada del restaurante pero el decorado de la sala ya no es el mismo. Fue
“modernizado” en 1963 y ha quedado tal cual hasta ahora, estancado en el
tiempo. Con el curso de los años se convirtió en uno de los mejores
restaurantes griegos de París, a juicio de un cronista gastronómico de Le
Monde.
También sigue
existiendo L’Escale, el bar donde Gabo se ganaba unos francos cantando boleros
cubanos, vallenatos y rancheras. En la calle Monsieur le Prince, a 10 minutos a
pie de la Sorbona y a dos pasos del teatro del Odéon, L’Escale nunca fue el
“cabaret de mala muerte” que algunos describen cuando reseñan la estadía de
García Márquez en Francia.
Se trataba en
realidad de una peña creada en 1947 en un antiguo hotel de paso por una pareja
franco-española enamorada de la música latinoamericana. Muy pronto el bar se
convirtió en el principal lugar de encuentro de los estudiantes, intelectuales
y artistas latinoamericanos en París. El ambiente era informal: cualquiera
podía agarrar una guitara y cantar una canción que los asistentes acababan
entonando al unísono. Se bailaba hasta altas horas de la noche en ese oasis
latino de la Ciudad Luz.
A mediados de los
cincuenta apareció una pequeña tarima a la que subieron cantantes y músicos.
Unos cayeron en el olvido y otros se volvieron legendarios, entre ellos Violeta
Parra, quien animó las noches de la peña entre 1954 y 1956. La cantante chilena
era amiga de Tachia Quintanar, actriz vasca con quien García Márquez tuvo una
apasionada relación en 1956. La pareja pasó muchas veladas alegres en el bar.
Fue después de su ruptura con Tachia cuando Gabo venció su timidez para subirse
a la tarima. Nunca se supo si Violeta Parra y García Márquez alcanzaron a ser
amigos.
Plinio Apuleyo
Mendoza y Gerald Martin, sus “biógrafos oficiales”, sólo aluden brevemente a
las noches de Gabo en L’Escale sin precisar con quienes se relacionaba. Nos
otorgan libertad para imaginarlo simpatizando con el joven guitarrista Paco
Ibáñez, quien se presentó por primera vez en público en esa modesta peña en
1952; o divirtiéndose con la exuberancia de Alejandro Jodorowsky, amigo de
Violeta Parra y pilar de L’Escale; o inclusive escuchando cantar al maestro
Atahualpa Yupanqui.
Exiliado en Francia
desde 1950 el cantante argentino se presentaba en salas de concierto y teatros
parisinos y multiplicaba giras por el mundo, pero de vez en cuando le gustaba
compartir veladas con sus hermanos latinoamericanos en el ambiente íntimo de
L’Escale.
Ambos biógrafos
recuerdan en cambio el “dúo artístico” que formaban Gabo y Jesús Rafael Soto,
pintor venezolano que corría de bar en bar tocando la guitarra para sobrevivir.
Soto, quien falleció en París en 2005, alcanzó fama internacional no como
músico, sino como uno de los principales pintores del arte cinético.
Hoy el ambiente del
lugar nada tiene que ver con la frescura latina de sus años pioneros. Es sólo
un cabaret-discoteca ecléctico que privilegia ritmos cubanos, salsa y samba,
pero también abre espacio al jazz, al punk y a la música electrónica.
El bulevar Saint
Michel que tanto recorrieron Gabo, Mendoza y sus amigos de la bohemia latina
perdió su alma para siempre. Cerraron una tras otra las hermosas librerías y
los acogedores cafés que le daban encanto. Ahora el “boul’mich” no es más que
un arbolada arteria comercial con tiendas de ropa, zapatos, bolsas, teléfonos
celulares, recuerdos de París hechos en China, bancos y restaurantes de comida
rápida.
Distancia prudente
Más elegante pero
demasiado sofisticado y turístico se ha vuelto el barrio de Saint Germain des
Pres, el de las grandes casas editoriales y los cafés míticos como El Flore,
donde Simone de Beauvoir pasaba horas escribiendo, y Les Deux Magots, en el que
la escritora se reunía con Jean Paul Sartre y sus amigos.
¿Se sentó algún día
Gabo, periodista desempleado y aspirante a escritor, en Les Deux Magots, donde
solían juntarse los surrealistas en los treinta y que en 1956 llevaba más de 10
años como feudo de los existencialistas? ¿Entrevió en unos de estos cafés a
Albert Camus, tan apasionado como él por el periodismo, que acababa de publicar
La caída y no sospechaba que un año después, en 1957, recibiría el Nobel?
Según cuenta
Mendoza, Gabo mantenía una distancia prudente con los intelectuales franceses
cuyo cartesianismo lo incomodaba. Solía repetir que se sentía cercano a
Rabelais y muy alejado del rigor de Descartes.
Pese a las buenas
relaciones que tuvo con los traductores de su obra al francés, García Márquez
siempre consideró que sus novelas –en particular Cien años de soledad– no
sonaban bien en la lengua de Moliere.
Se negó a viajar a
París en 1970 para recibir el premio a la mejor novela extranjera de 1969 con
el cual galardonaron a Cien años de soledad, porque lo habían desilusionado las
cifras de venta de la novela en Francia.
En el mismo bulevar
Saint Germain hay otros dos cafés: Le Mabillon –donde Mendoza y Gabo se reunían
a menudo– y el Old Navy. Este último –pequeño y aún con la misma decoración
sencilla de fines de los cincuenta– era el favorito de Julio Cortázar, quien
durante temporadas solía sentarse hasta el fondo y escribía sin preocuparse de
los demás clientes.
Cortázar vivía
exiliado en Francia desde 1951. Había publicado Los reyes en 1949 y Bestiario
en 1951 y se aprestaba a publicar Final de juego.
García Márquez había
quedado deslumbrado por Bestiario. “Desde la primera página me di cuenta de que
aquel era un gran escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera
grande”, confesó.
Cuando se enteró de
la posible presencia de Cortázar en el Old Navy, Gabo empezó a frecuentar el
café. Lo esperó tardes enteras. Un día apareció el escritor argentino.
García Márquez quedó
petrificado y, según les contaba a sus amigos, se la pasó observando a Cortázar
de reojo, sin atreverse a abordarlo. Lo vio escribir más de una hora sin parar,
tomando sorbitos de un vaso de agua. Cuando comenzó a oscurecer lo vio guardar
la pluma y salir del café con el cuaderno escolar bajo el brazo.
Fue sólo un poco más
tarde cuando los dos escritores se conocieron y entablaron una amistad que duró
hasta la muerte de Cortázar, en 1984.
El autor de Rayuela
no era el único escritor atraído por el Old Navy. En los mismos cincuenta y
sesenta también se sentaba a escribir en el minúsculo café el dramaturgo Arthur
Adamov, quien junto con Eugene Ionesco, Samuel Beckett y en cierta medida Jean
Genet y Harold Pinter, creó el llamado Teatro del Absurdo. Inspirados por el
surrealismo y el dadaísmo, estos autores estaban profundamente marcados por el
trauma de la Segunda Guerra Mundial, la barbarie del Holocausto y por Hiroshima
y Nagasaki, que los llevaron a interrogarse en sus obras sobre el sinsentido de
la vida.
En 1956 se
estrenaron dos obras teatrales que sacudieron al culto público parisino: La
improvisación del alma, de Ionesco, y El balcón, de Genet.
El “juicio del
siglo”
Densa época la que
vivió García Márquez en París. Sólo había pasado una década después del fin de
la Segunda Guerra Mundial y faltaba una antes de la revuelta de 1968. La
situación política francesa era efervescente. Derrotada en 1954 en Indochina,
Francia se lanzó el mismo año en la cruenta guerra de Argelia.
En 1956 Túnez y
Marruecos, colonias francesas, lograron la independencia mientras se
recrudecían los combates en Argelia.
En mayo del mismo
año el gobierno decretó la movilización de 50 mil reservistas. Se multiplicaron
las manifestaciones contra la guerra, se endureció la represión contra los
opositores y contra los argelinos radicados en Francia sospechosos de ayudar o
pertenecer al Frente de Liberación Nacional.
Con su pelo rizado,
piel morena y ropa desgastada, García Márquez vivió en carne propia esa
represión: controles agresivos de identidad, brutales redadas policiacas,
detenciones arbitrarias. Le contó a Gerald Martin que una noche, al salir de un
cine fue detenido por policías que le escupieron la cara y lo subieron a una
camioneta blindada donde estaban encerrados argelinos silenciosos que habían
sido golpeados y humillados en los cafés de los alrededores. Concluyó Gabo:
“Los policías que me detuvieron me confundieron con un argelino”.
En ese entonces
Francois Mitterrand era ministro de Justicia. ¿Le relató ese episodio de su
vida en Francia cuando dos décadas más tarde ambos tejieron lazos de amistad?
No se sabe. Tampoco se sabe si a García Márquez se le ocurrió regalar a Mitterrand
copias de la serie de reportajes que había escrito sobre el famoso juicio de la
Fuga de Informaciones para el efímero diario colombiano El Independiente, que
reemplazó a El Espectador durante dos meses, del 15 de febrero al 15 de abril
de 1956.
Con su
característica tendencia al énfasis, Gabo presentó ese juicio a sus lectores
colombianos como “el juicio del siglo”. Aun si no era para tanto, el caso
ciertamente apasionó a la opinión pública francesa.
Todo había empezado
en 1953 con un complot urdido por la ultraderecha francesa contra Mitterrand,
entonces ministro del Interior y considerado favorable a las luchas
independentistas que desafiaban al imperio colonial galo. Los conspiradores,
que buscaban también desestabilizar al gobierno de Pierre Mendés-France,
acusaron a Mitterrand de haber entregado secretos militares sobre la guerra de
Indochina a Jacques Duclos, entonces primer secretario del Partido Comunista.
En el tenso clima de la Guerra Fría semejante acusación “de traición a la
patria” era grave.
Mitterrand usó todo
su poder como ministro del Interior para contratacar: demandó por difamación a
los periódicos que habían difundo esos rumores y persiguió sin piedad a sus
adversarios, multiplicando investigaciones y pesquisas en su contra. Logró
demostrar su inocencia y en marzo de 1956 empezó el juicio a sus adversarios.
García Márquez se
entusiasmó con el caso. Siguió el proceso día a día y redactó un reportaje en
17 entregas.
Desafortunadamente,
con el cierre del Independiente, el 15 de abril de 1956, sus lectores nunca se
enteraron del desenlace del “juicio del siglo”.
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