27 abr 2014

Las muertas del Edomex; Lydia Cacho


 Estado de México: la verdad que ni Peña Nieto puede acallar/
Revista Proceso #1956, 26 de abril de 20014
Un fenómeno que se engendró en el anterior gobierno del Estado de México y aún no cesa, el asesinato sistemático de mujeres, es expuesto con toda su crudeza en el libro de próxima aparición Las muertas del estado. Feminicidios durante la administración mexiquense de Enrique Peña Nieto, de los periodistas Humberto Padgett y Eduardo Loza. Los autores documentan esa y otras gravísimas expresiones de violencia que tanto la autoridad estatal como la federal, ambas priistas, han tratado de ocultar para no dañar la imagen del presidente de la República ni la de quien aspira también al cargo, Eruviel Ávila. En el prólogo de la obra, que se reproduce aquí con autorización de editorial Grijalbo, Lydia Cacho refiere que, cuando era gobernador del estado, Peña Nieto ignoró las voces que le advertían que el grado de la tragedia era peor ya que el de Chihuahua: “Y ordenó (…) que sus subalternos recortaran cifras”.
¿Acaso la forma en que un hombre se proyecta frente a las demás mujeres revela cómo trata a las de su entorno? Ésta es una pregunta que me arrebató el sueño luego de leer este libro.

¿Acaso cuando un hombre deja a su paso migajas que son huellas, huellas que son atisbos, esos atisbos revelan la filosofía detrás de su poder público? Acaso gobierna como vive: con el desprecio a la vida de las otras que no son sus mujeres, sus fieles seguidoras. Las suyas como pertenencia política, cultural y física. Acaso el trato que dio en el pasado a las mujeres que consideró propias revelaba ya la importancia que como presidente daría a la violencia brutal contra niñas, adultas y ancianas.
Me atrevo a decir que sí. Que Enrique Peña Nieto, el Niño bonito de la política mexicana, no ha sido develado antes como en este libro. Porque no es sólo la corrupción –la suya y la de su partido, que comparten muchos otros políticos bajo cualquier insignia–, es la elección que de manera informada llevó a cabo durante los 2 mil 190 días de su mandato como gobernador del Estado de México: eligió no mirarlas, ni vivas ni en riesgo ni muertas. Después intentó desaparecerlas nuevamente.
 Eligió ignorar lo que las voces más conocedoras y prestigiadas en materia de violencia contra las mujeres le dijeron en foros públicos, en redes sociales, en sesiones privadas, en artículos periodísticos, en informes de derechos humanos: su estado, señor gobernador, se está convirtiendo en un sembradío de cadáveres femeninos. Su estado, señor gobernador, ignora la violencia sexual que en muchos casos conlleva feminicidio. Su estado, señor gobernador, ése que usted maneja como el terrateniente de una finca propia, ha rebasado la tragedia de los asesinatos de mujeres y niñas en Chihuahua. Pero el joven político eligió repudiar las voces y ordenó, como lo hace hoy a nivel federal, que sus subalternos recortaran cifras, que fabricaran bochornosos discursos plagados de equívocos insostenibles, todo para negar la muerte: la muerte que no conviene a un político en ascenso. Esa muerte que se suma, que crece como una montaña de papel en las procuradurías, que encarna en el dolor íntimo, gélido en los refrigeradores del servicio forense.

Las mujeres no son desechables, le dijimos. Pero él siguió sonriendo.

Las niñas no son objetos de placer, le dijeron. Pero él siguió sonriendo.

Y se rodeó de mujeres lindas para que todos vieran que a él esas mujeres sí le interesan.

Una vez harto, dio órdenes: Quienquiera que sea el responsable, que se encargue de resolver este escándalo. Porque para el señor gobernador cada asesinato, cada violación, cada mujer raptada y mutilada era un escándalo: las quería acarreadas, votantes, fans, bellas y maquilladas, sólo así. Y la mayor parte de la prensa local hizo su tarea, habló de “lo importante”, retomó los boletines oficiales; hizo, vamos, lo que le pagan por hacer, bailar al son del que paga para que no le peguen, y los boletines se convirtieron mágicamente en noticia. Y la telenovela subió el rating.

Luego ya no hubo silencio y las voces regresaron. Entonces mandó traer a la “caballería buena”: sacó la chequera pública y Rosario Robles, exjefa de Gobierno del Distrito Federal, llegó con las cubetas, el trapeador y la escoba a limpiar como los anteriores afanadores las cifras reales, a borrar la sangre de las muertas. La feminista, decidida a vender su alma al candidato a cambio de una vigencia vacua, se convirtió en uno de los instrumentos del silenciamiento oficial; ella, la que otrora marchara por las muertas de Juárez, la que en otros tiempos trabajara codo a codo con miles de mujeres para evidenciar la desgracia de la desigualdad, la tragedia de la violencia de género, se sumó a la larguísima lista de los cómplices del señor gobernador, ora entrenando policías para saber qué decirle a la prensa sobre la violencia contra las mujeres, ora capacitando al equipo del gobernador para elaborar discursos sensibles, ora limpiando la sangre de más y más mujeres, siempre negando la realidad.

Comparable a una puesta en escena de teatro del absurdo, el discurso oficial no solamente buscaba negar el real y evidente aumento de violencia feminicida en el Estado de México; además su meta final era librar todo obstáculo hacia la Presidencia, a cualquier costo. Entonces pagaron más a los medios electrónicos para entrevistar a la experta, al fiscal, a los recientemente entrenados, para que se asimilara el discurso de las notables criminólogas que saben de violencia contra las mujeres; luego de asimilado lo mutilaron, lo hicieron confuso, lo maquillaron con lugares comunes. La estrategia funcionó: muchas atestiguamos el proceso de desmantelamiento de las redes de apoyo para las familias de las víctimas de violencia mortal en el Estado de México, seguimos paso a paso cómo los estrategas de la campaña presidencial desmembraron la realidad como abyecto colofón a las mutilaciones en niñas y jóvenes de carne y hueso.

Pero hacía falta la historia completa, la radiografía que revelara la real dimensión de la deuda de un gobernador que llegó a presidente sobre los cuerpos, las vidas y las voluntades de las mujeres.

Tan conocida es la tragedia de las miles de desaparecidas y asesinadas por su condición femenina en México, que ya casi nadie repara en la gravedad que implica que en nuestro país se mantenga a las familias en vilo, durante meses o años, sin definir si los cadáveres o esqueletos hallados en fosas u olvidados en el Semefo pertenecen a sus hijas. De allí que resulte tan importante hablar de la vida de las víctimas, no solamente hablar de su muerte como si fuera un incidente numérico.

Eduardo Loza, fotorreportero, hace honor a su trabajo como comunicador: este libro hace patente la mirada empática del investigador, que nos muestra en imágenes lo que ya ninguna voz puede repetir sin quebrarse. Aquí están las niñas frente a la tumba de Nena, el corrido escrito a mano para la niña asesinada; aquí los moños, los padres tristes como paisajes desolados, las madres cansadas y en pie de lucha. Aquí las declaraciones de amor rasgadas en una pared, canto a la desesperación que no olvida el nombre ni la sonrisa de su muerta; crucifijos, ángeles, cristos piadosos, santos protectores de la infancia, moños de luto, muñecos de peluche sobre una cama fría que no volverá a sentir el peso de la pequeña cuya vida arrebataron los explotadores de mujeres. Lotes baldíos, como baldía sigue siendo la política pública para revertir el fenómeno de la violencia misógina. Baldío: despoblado, inerte, infestado de yerba mala que bajo la tierra oculta basura, basura bajo la cual se escondieron los cuerpos de ellas.

Y sí, muchas activistas y académicas han trabajado afanosamente para demostrar algo de lo que los autores de este libro revelan. Pero hay más: dos hombres –habían de ser dos hombres, y necesitábamos que así fuera– caminan sobre los pasos de las mujeres y lo hacen con profesionalismo, con ética, entendimiento y respeto; vaya que hacía falta mirar a través de su lente, escucharlos a ellos así, como en esta obra.

Ya con su libro Los muchachos perdidos este dúo consiguió un trabajo periodístico capaz de reivindicar el valor de la imagen como forma narrativa, no solamente como complemento de la palabra escrita sino como fuente de información, porque en ésta, la era del shock, en que los medios se regodean en un paseíllo de seres humanos desmembrados bañados de líquido carmesí, en que se muestra lo evidente, lo que las palabras ya dijeron sobre la muerte, Loza redime la vida de las víctimas y de quienes les sobreviven. Ése es el mejor fotoperiodismo, el que necesitamos para llamar las miradas de otros sobre la crueldad de la violencia feminicida, para mostrar que con cada vida arrebatada un mundo se colapsa, un microcosmos se fractura y su eco no se detiene. Ese mundo de lo individual que es colectivo acaso comienza a sanar cuando dos reporteros salen a la calle, entran en los hogares y las vidas de las mexicanas y desentrañan la mirada de otros hombres: la de los padres, que no entienden, y la de quienes han ignorado la devastación moral de un país que minimiza el asesinato sistemático de mujeres y niñas, vistas aún por millones como objetos de compra-venta, como propiedad privada, como seres desechables; como sujetas de desprecio, como culpables de algo inasequible.

Que no se olvide que detrás del líder que ordenó el silencio están muchos más: empresarios entrados a políticos, políticos convertidos en empresarios. Son ellos los que han pagado millones para hacer negocios, con permisos que de suyo rompían reglas y leyes; los que con su dinámica con el poder han solidificado la corrupción y la impunidad, e imposibilitan el fortalecimiento del sistema judicial.

Este libro me duele y me hace pensar en todos los involucrados en este monumental escenario criminal que Humberto Padgett desentraña con cifras cristalinas, con detalles comparativos indispensables. Mezcla la crónica y el reportaje, la entrevista y la historiografía; no por nada ha obtenido premios tan importantes.

Este documento señala también a los responsables visibles e invisibles, aquellos que detentan monopolios y se hacen los mártires cuando alguien los cuestiona. Son esa generación de mexiquenses que conducen autos blindados, que se codean con las élites y con los pomposos y corruptos líderes eclesiásticos que más que a Dios sirven al poder que finge ser deidad.

Ellos también nos gobiernan; ellos han contribuido, junto con los gobiernos anteriores, al debilitamiento de las organizaciones de la sociedad civil; son ellos y no otros quienes desde hace dos décadas niegan los feminicidios y la corrupción que los oculta, y nutren la impunidad que ahora les asombra.

Son ellos y no otros quienes durante décadas han considerado que México es su coto, su changarrito, su lodazal para revolcarse. Son ellos y no otros quienes desprecian la vida de las mujeres; empresarios y líderes que parecen sorprendidos ante la realidad, como si no fuesen arquitectos de la patria que tenemos en ese Estado de México mortífero.

Son los líderes inmorales de este país los que le tendieron la cama a Peña Nieto, porque creyeron que más de lo mismo es bueno (aunque sea un espejismo, hasta para ellos). Brindaron por el regreso del PRI, por que la geografía de la inmoralidad reviva y extienda sus brazos, para apropiarse de la Ciudad de México como hicieran con el vasto Estado de México. Se quejan por las extorsiones de los narcos como si esa descomposición social no tuviera padres, como si con su manipulación mediática no desinformaran en la TV, con el espectáculo telenovelero de la ignorancia que finge ser periodismo. Son ellos los que, entre la ética y el desprecio por la humanidad, optan siempre por este último.

Esos patriarcas del mal –entre ellos el extinto fiscal Abel Villicaña– son los que ahora se preguntan: “¿Quién defenderá a nuestras hijas?”. Son los que ahora piden a gritos que se blinden sus fronteras para que no entren “los malos”, como si no los hubieran prohijado con su cultura de desprecio a la justicia y de amor a la mentira pública.

Pero la realidad actual, la que este libro retrata, es también su hechura, de allí que Eruviel Ávila se negara tantas veces a hablar con los autores de esta obra.

Suman millones las personas hartas de los empresarios y políticos que pelean por perpetuar un patriarcado mortal que en cada proceso electoral cabalga sobre los hombros de las mujeres, incluidas las que prefieren la sumisión y la muerte con ellos que sin ellos, la existencia como hijas del patriarcado antes que la invisibilidad que les enseñaron a temer en la infancia.

Aquí un documento para recordar que el país es nuestro, que no hay rendición ni la habrá. Aquí están las voces de Mariana, de Jazmín, de Cecilia y de cientos de mujeres y niñas que viven en estas páginas. La verdad que ni el presidente podrá acallar.

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