Estado de México: la verdad que ni Peña
Nieto puede acallar/
Revista Proceso
#1956, 26 de abril de 20014
Un fenómeno que se
engendró en el anterior gobierno del Estado de México y aún no cesa, el
asesinato sistemático de mujeres, es expuesto con toda su crudeza en el libro
de próxima aparición Las muertas del estado. Feminicidios durante la
administración mexiquense de Enrique Peña Nieto, de los periodistas Humberto
Padgett y Eduardo Loza. Los autores documentan esa y otras gravísimas
expresiones de violencia que tanto la autoridad estatal como la federal, ambas
priistas, han tratado de ocultar para no dañar la imagen del presidente de la
República ni la de quien aspira también al cargo, Eruviel Ávila. En el prólogo
de la obra, que se reproduce aquí con autorización de editorial Grijalbo, Lydia
Cacho refiere que, cuando era gobernador del estado, Peña Nieto ignoró las
voces que le advertían que el grado de la tragedia era peor ya que el de
Chihuahua: “Y ordenó (…) que sus subalternos recortaran cifras”.
¿Acaso la forma en
que un hombre se proyecta frente a las demás mujeres revela cómo trata a las de
su entorno? Ésta es una pregunta que me arrebató el sueño luego de leer este
libro.
¿Acaso cuando un
hombre deja a su paso migajas que son huellas, huellas que son atisbos, esos
atisbos revelan la filosofía detrás de su poder público? Acaso gobierna como
vive: con el desprecio a la vida de las otras que no son sus mujeres, sus
fieles seguidoras. Las suyas como pertenencia política, cultural y física.
Acaso el trato que dio en el pasado a las mujeres que consideró propias
revelaba ya la importancia que como presidente daría a la violencia brutal
contra niñas, adultas y ancianas.
Me atrevo a decir
que sí. Que Enrique Peña Nieto, el Niño bonito de la política mexicana, no ha
sido develado antes como en este libro. Porque no es sólo la corrupción –la
suya y la de su partido, que comparten muchos otros políticos bajo cualquier
insignia–, es la elección que de manera informada llevó a cabo durante los 2
mil 190 días de su mandato como gobernador del Estado de México: eligió no
mirarlas, ni vivas ni en riesgo ni muertas. Después intentó desaparecerlas
nuevamente.
Eligió ignorar lo
que las voces más conocedoras y prestigiadas en materia de violencia contra las
mujeres le dijeron en foros públicos, en redes sociales, en sesiones privadas,
en artículos periodísticos, en informes de derechos humanos: su estado, señor
gobernador, se está convirtiendo en un sembradío de cadáveres femeninos. Su
estado, señor gobernador, ignora la violencia sexual que en muchos casos
conlleva feminicidio. Su estado, señor gobernador, ése que usted maneja como el
terrateniente de una finca propia, ha rebasado la tragedia de los asesinatos de
mujeres y niñas en Chihuahua. Pero el joven político eligió repudiar las voces
y ordenó, como lo hace hoy a nivel federal, que sus subalternos recortaran
cifras, que fabricaran bochornosos discursos plagados de equívocos
insostenibles, todo para negar la muerte: la muerte que no conviene a un
político en ascenso. Esa muerte que se suma, que crece como una montaña de
papel en las procuradurías, que encarna en el dolor íntimo, gélido en los
refrigeradores del servicio forense.
Las mujeres no son
desechables, le dijimos. Pero él siguió sonriendo.
Las niñas no son objetos
de placer, le dijeron. Pero él siguió sonriendo.
Y se rodeó de
mujeres lindas para que todos vieran que a él esas mujeres sí le interesan.
Una vez harto, dio
órdenes: Quienquiera que sea el responsable, que se encargue de resolver este
escándalo. Porque para el señor gobernador cada asesinato, cada violación, cada
mujer raptada y mutilada era un escándalo: las quería acarreadas, votantes,
fans, bellas y maquilladas, sólo así. Y la mayor parte de la prensa local hizo
su tarea, habló de “lo importante”, retomó los boletines oficiales; hizo,
vamos, lo que le pagan por hacer, bailar al son del que paga para que no le
peguen, y los boletines se convirtieron mágicamente en noticia. Y la telenovela
subió el rating.
Luego ya no hubo
silencio y las voces regresaron. Entonces mandó traer a la “caballería buena”:
sacó la chequera pública y Rosario Robles, exjefa de Gobierno del Distrito
Federal, llegó con las cubetas, el trapeador y la escoba a limpiar como los
anteriores afanadores las cifras reales, a borrar la sangre de las muertas. La
feminista, decidida a vender su alma al candidato a cambio de una vigencia
vacua, se convirtió en uno de los instrumentos del silenciamiento oficial;
ella, la que otrora marchara por las muertas de Juárez, la que en otros tiempos
trabajara codo a codo con miles de mujeres para evidenciar la desgracia de la
desigualdad, la tragedia de la violencia de género, se sumó a la larguísima
lista de los cómplices del señor gobernador, ora entrenando policías para saber
qué decirle a la prensa sobre la violencia contra las mujeres, ora capacitando
al equipo del gobernador para elaborar discursos sensibles, ora limpiando la
sangre de más y más mujeres, siempre negando la realidad.
Comparable a una
puesta en escena de teatro del absurdo, el discurso oficial no solamente
buscaba negar el real y evidente aumento de violencia feminicida en el Estado
de México; además su meta final era librar todo obstáculo hacia la Presidencia,
a cualquier costo. Entonces pagaron más a los medios electrónicos para
entrevistar a la experta, al fiscal, a los recientemente entrenados, para que
se asimilara el discurso de las notables criminólogas que saben de violencia
contra las mujeres; luego de asimilado lo mutilaron, lo hicieron confuso, lo
maquillaron con lugares comunes. La estrategia funcionó: muchas atestiguamos el
proceso de desmantelamiento de las redes de apoyo para las familias de las
víctimas de violencia mortal en el Estado de México, seguimos paso a paso cómo
los estrategas de la campaña presidencial desmembraron la realidad como abyecto
colofón a las mutilaciones en niñas y jóvenes de carne y hueso.
Pero hacía falta la
historia completa, la radiografía que revelara la real dimensión de la deuda de
un gobernador que llegó a presidente sobre los cuerpos, las vidas y las
voluntades de las mujeres.
Tan conocida es la
tragedia de las miles de desaparecidas y asesinadas por su condición femenina
en México, que ya casi nadie repara en la gravedad que implica que en nuestro
país se mantenga a las familias en vilo, durante meses o años, sin definir si
los cadáveres o esqueletos hallados en fosas u olvidados en el Semefo
pertenecen a sus hijas. De allí que resulte tan importante hablar de la vida de
las víctimas, no solamente hablar de su muerte como si fuera un incidente
numérico.
Eduardo Loza,
fotorreportero, hace honor a su trabajo como comunicador: este libro hace
patente la mirada empática del investigador, que nos muestra en imágenes lo que
ya ninguna voz puede repetir sin quebrarse. Aquí están las niñas frente a la
tumba de Nena, el corrido escrito a mano para la niña asesinada; aquí los
moños, los padres tristes como paisajes desolados, las madres cansadas y en pie
de lucha. Aquí las declaraciones de amor rasgadas en una pared, canto a la
desesperación que no olvida el nombre ni la sonrisa de su muerta; crucifijos,
ángeles, cristos piadosos, santos protectores de la infancia, moños de luto,
muñecos de peluche sobre una cama fría que no volverá a sentir el peso de la
pequeña cuya vida arrebataron los explotadores de mujeres. Lotes baldíos, como
baldía sigue siendo la política pública para revertir el fenómeno de la
violencia misógina. Baldío: despoblado, inerte, infestado de yerba mala que
bajo la tierra oculta basura, basura bajo la cual se escondieron los cuerpos de
ellas.
Y sí, muchas
activistas y académicas han trabajado afanosamente para demostrar algo de lo
que los autores de este libro revelan. Pero hay más: dos hombres –habían de ser
dos hombres, y necesitábamos que así fuera– caminan sobre los pasos de las
mujeres y lo hacen con profesionalismo, con ética, entendimiento y respeto;
vaya que hacía falta mirar a través de su lente, escucharlos a ellos así, como
en esta obra.
Ya con su libro Los
muchachos perdidos este dúo consiguió un trabajo periodístico capaz de
reivindicar el valor de la imagen como forma narrativa, no solamente como
complemento de la palabra escrita sino como fuente de información, porque en
ésta, la era del shock, en que los medios se regodean en un paseíllo de seres
humanos desmembrados bañados de líquido carmesí, en que se muestra lo evidente,
lo que las palabras ya dijeron sobre la muerte, Loza redime la vida de las
víctimas y de quienes les sobreviven. Ése es el mejor fotoperiodismo, el que
necesitamos para llamar las miradas de otros sobre la crueldad de la violencia
feminicida, para mostrar que con cada vida arrebatada un mundo se colapsa, un
microcosmos se fractura y su eco no se detiene. Ese mundo de lo individual que
es colectivo acaso comienza a sanar cuando dos reporteros salen a la calle,
entran en los hogares y las vidas de las mexicanas y desentrañan la mirada de
otros hombres: la de los padres, que no entienden, y la de quienes han ignorado
la devastación moral de un país que minimiza el asesinato sistemático de mujeres
y niñas, vistas aún por millones como objetos de compra-venta, como propiedad
privada, como seres desechables; como sujetas de desprecio, como culpables de
algo inasequible.
Que no se olvide que
detrás del líder que ordenó el silencio están muchos más: empresarios entrados
a políticos, políticos convertidos en empresarios. Son ellos los que han pagado
millones para hacer negocios, con permisos que de suyo rompían reglas y leyes;
los que con su dinámica con el poder han solidificado la corrupción y la impunidad,
e imposibilitan el fortalecimiento del sistema judicial.
Este libro me duele
y me hace pensar en todos los involucrados en este monumental escenario
criminal que Humberto Padgett desentraña con cifras cristalinas, con detalles
comparativos indispensables. Mezcla la crónica y el reportaje, la entrevista y
la historiografía; no por nada ha obtenido premios tan importantes.
Este documento
señala también a los responsables visibles e invisibles, aquellos que detentan
monopolios y se hacen los mártires cuando alguien los cuestiona. Son esa
generación de mexiquenses que conducen autos blindados, que se codean con las
élites y con los pomposos y corruptos líderes eclesiásticos que más que a Dios
sirven al poder que finge ser deidad.
Ellos también nos
gobiernan; ellos han contribuido, junto con los gobiernos anteriores, al
debilitamiento de las organizaciones de la sociedad civil; son ellos y no otros
quienes desde hace dos décadas niegan los feminicidios y la corrupción que los
oculta, y nutren la impunidad que ahora les asombra.
Son ellos y no otros
quienes durante décadas han considerado que México es su coto, su changarrito,
su lodazal para revolcarse. Son ellos y no otros quienes desprecian la vida de
las mujeres; empresarios y líderes que parecen sorprendidos ante la realidad,
como si no fuesen arquitectos de la patria que tenemos en ese Estado de México
mortífero.
Son los líderes
inmorales de este país los que le tendieron la cama a Peña Nieto, porque
creyeron que más de lo mismo es bueno (aunque sea un espejismo, hasta para
ellos). Brindaron por el regreso del PRI, por que la geografía de la
inmoralidad reviva y extienda sus brazos, para apropiarse de la Ciudad de
México como hicieran con el vasto Estado de México. Se quejan por las
extorsiones de los narcos como si esa descomposición social no tuviera padres,
como si con su manipulación mediática no desinformaran en la TV, con el
espectáculo telenovelero de la ignorancia que finge ser periodismo. Son ellos
los que, entre la ética y el desprecio por la humanidad, optan siempre por este
último.
Esos patriarcas del
mal –entre ellos el extinto fiscal Abel Villicaña– son los que ahora se
preguntan: “¿Quién defenderá a nuestras hijas?”. Son los que ahora piden a
gritos que se blinden sus fronteras para que no entren “los malos”, como si no
los hubieran prohijado con su cultura de desprecio a la justicia y de amor a la
mentira pública.
Pero la realidad
actual, la que este libro retrata, es también su hechura, de allí que Eruviel
Ávila se negara tantas veces a hablar con los autores de esta obra.
Suman millones las
personas hartas de los empresarios y políticos que pelean por perpetuar un
patriarcado mortal que en cada proceso electoral cabalga sobre los hombros de
las mujeres, incluidas las que prefieren la sumisión y la muerte con ellos que
sin ellos, la existencia como hijas del patriarcado antes que la invisibilidad
que les enseñaron a temer en la infancia.
Aquí un documento
para recordar que el país es nuestro, que no hay rendición ni la habrá. Aquí
están las voces de Mariana, de Jazmín, de Cecilia y de cientos de mujeres y
niñas que viven en estas páginas. La verdad que ni el presidente podrá acallar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario