El
triunfo del morbo y la confusión/ Irene Lozano, periodista y escritora
Publicado en EL PAÍS, 14/04/1;
Qué
tiempos tan enojosos para los periodistas. Acostumbrados a contar las noticias
buscando respuesta a cinco interrogantes -los clásicos qué, quién, cómo, cuándo
y dónde-, se ven en el lance de narrar su propia crisis sabiendo que los gurús
de la prensa han reducido todas las preguntas a una: ¿gratis o de pago?
Discuten sobre la rentabilidad de los nuevos soportes y buscan con denuedo el
mapa del tesoro en esos medios de autocomunicación de masas que son Facebook y
Twitter. Entretanto se les desmandan los provocadores que ellos mismos han
encumbrado.
La
coincidencia en el tiempo de tres escándalos relativos al comportamiento
periodístico nos habla de la urgencia de debatir sobre los escrúpulos. Porque
si a partir de ahora las exclusivas se van a conseguir acosando a
discapacitados mentales y la opinión pública se va a formar en debates de
rabaneras o con los escritos de gente que sufre evidentes taras morales,
convendría al menos que el periodismo nos informara de su nueva naturaleza y su
disposición a servirse de cualquier medio para arañar una décima de audiencia.
En
momentos de grandes cambios, no hay decisiones fáciles. Los gestores se
enfrentan a los problemas del día a día mientras organizan el futuro. Como
decía Suárez en la Transición: “Tengo que cambiar las cañerías sin dejar de dar
agua”. El mandato de adaptarse a las nuevas tecnologías y a la inmediatez de la
red obedece a la intuición de que en alguno de sus rincones se hallarán pepitas
de oro. No está claro que las nuevas tuberías vayan a ser de 24 quilates,
aunque es posible que para entonces ya no den agua potable, sino un brebaje
reciclado apenas apto para regar los parques.
Está
fuera de duda que los medios han de ser rentables, pues esa es la garantía de
su independencia. Pero siempre se había entendido que el dinero era eso que
llegaba a los despachos mientras los periodistas hacían su trabajo.
De
la mano de gestores convencidos de que el negocio periodístico no difiere mucho
de la venta de tornillos, el beneficio ha ido ascendiendo en la escala de
prioridades hasta acomodarse en el corazón de las redacciones. Cuando el dinero
ocupa la imaginación periodística, se recurre a atajos seguros: el enésimo
vídeo de una inundación en Sichuan; las posibles prácticas zoófilas de la Junta
Militar birmana o el estrangulamiento de una mujer por un hombre normal. Nada
de esto tiene que ver con nuevas tecnologías, sino con viejas pulsiones del ser
humano, aquellas que con tanto éxito satisfacía la revista Pronto en su sección
de “Mundo insólito”.
La
confusión empezó cuando los gestores de prensa decidieron llamar “producto” a
sus publicaciones. Un periódico no es un producto, es un servicio. Y no un
servicio cualquiera, sino el que se presta a los ciudadanos para contribuir a
su información y su criterio en cuestiones de interés para la sociedad. Si
Joseph Pulitzer reconocía en el buen periodismo la “vocación por lo correcto”,
es evidente que en los estrambotes y el morbo late una infatigable vocación por
el error.
Sin
una conciencia clara de la responsabilidad social de la prensa, sin otro
objetivo que el afán comercial, no solo la profesión pierde su sentido, sino
que puede arrastrar con ella a un país entero. En palabras de Pulitzer: “Una
prensa capaz, desinteresada y solidaria, intelectualmente entrenada para
conocer lo que es correcto y con el valor para perseguirlo, conservará esa
virtud pública sin la cual el gobierno popular es una farsa y una burla. Una
prensa mercenaria, demagógica y corrupta, con el tiempo producirá un pueblo tan
vil como ella”.
El
riesgo de envilecimiento aumenta de forma peligrosa al no ser la crisis del
periodismo muy distinta de la general. Regidos por una mentalidad empresarial
cuyo único criterio es el beneficio a corto plazo, se hace periodismo basura
como se han hecho hipotecas basura. Olvidados de las consecuencias sociales de
sus actos, los bancos fabrican desahucios y los medios crean debates de mala
calidad, que contribuyen a destruir la noción misma de debate, la idea de que
la discusión racional es el único modo de resolver las discrepancias y alcanzar
acuerdos. Si los impagos bancarios llevan a la economía a la quiebra, el
periodismo insolvente hace entrar a la democracia en bancarrota.
Tal
vez la forma de evitarlo pase por contestar a las cinco preguntas de siempre:
qué función tiene el periodismo; quién se beneficia de él, además de los
accionistas; cómo puede engrandecer un país; cuándo deja de ser útil; adónde
quiere ir. Se trata de cuestiones que la tecnología no va a resolver, puesto
que las herramientas carecen de voluntad, y somos las personas quienes
decidimos cómo emplearlas. Si todas las energías de los medios se concentran en
perseguir hasta el último euro refulgente, poca fuerza les quedará para preocuparse
de los escrúpulos. Vigilemos, no obstante, sus consignas, porque los dueños del
lenguaje siempre han honrado el bien mientras practicaban el mal, como nos
advirtió Julien Benda. Aún hemos de ver cómo invocan la libertad de información
y de expresión quienes solo aspiran a blindar su ilimitada libertad de hacer
dinero
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