Del
periodismo necesario/Pedro Crespo de Lara, abogado y periodista
Publicado en EL PAÍS, 24/11/07;
El
periodismo es un arte que funciona como un negocio y constituye un poder en sí
mismo. Es también un género literario; y un humanismo en el sentido que Marañón
lo entiende: un diálogo permanente con las cosas, recogiendo en el cántaro de
nuestra experiencia esa gota de sabiduría que destila la vida en cada jornada.
Oír, ver y contar son los verbos esenciales de este arte. Para Ortega, el arte
de las emociones sociales o de la espontaneidad robusta y graciosa, que nunca
debe perder las vociferaciones que le han dado carácter.
El
periodismo se hace en la empresa periodística, la cual funciona, como las demás
empresas mercantiles, sometida a las leyes del mercado, bajo los estímulos de
la competencia y la ganancia. O prospera o languidece o muere. La nota
diferencial de esta empresa radica en el valor ético, político y cultural de su
objeto, que es dar información veraz, conectar al ciudadano con los problemas
de la actualidad y animar el debate de las ideas con el que se amasa el pan de
la convivencia. Por ello las Constituciones liberales la protegen
especialmente, garantizando la libertad de expresión, de la que el periodismo
es ejercicio profesional.
La
aplicación del management moderno al periodismo propició la formación y el
desarrollo de los grandes grupos o conglomerados de prensa. Han crecido
mediante fusiones y absorciones, persiguiendo las ventajas de las sinergias y
de la economía de escala. Han diversificado sus actividades extendiéndolas a la
prensa escrita y digital, la radio, la televisión, las posibilidades de
Internet y las nuevas tecnologías, haciendo suyos los campos del libro, la
música, el cine, la publicidad, el vídeo, el teletexto y las plantas
impresoras.
“He
ahí el cuarto poder” dijo, profético, Edmund Burke en el Parlamento británico,
señalando a la tribuna de la prensa. Dos siglos más tarde, año 2000, ocurrió el
mayor negocio de fusión que se conoce entre las compañías AOL y Times Warner,
de la que resultó el gigante empresarial que está hoy a la cabeza de los
negocios de comunicación. Gerald Levin, máximo ejecutivo del nuevo imperio
mediático, recalcó públicamente que esta fusión no era un problema o asunto de
dinero sino el principio de una era nueva con el objetivo de hacer un mundo
mejor, ahora que tenemos las tecnologías y los cauces para conseguirlo. Añadió:
“Los medios globales serán, ya están siendo, el negocio predominante del
siglo”.
Acierte
o no el visionario y adalid periodístico Gerald Levin (que duró muy poco en su
puesto), lo cierto es que la prensa influye hoy más que otrora lo hicieran las
iglesias y las universidades en la configuración y marcha de las sociedades
modernas. Tal crecimiento de poder e influencia ha venido acompañado de severas
críticas sobre la pérdida de independencia de los medios y su apartamiento del
servicio a la verdad y al bien común. La doctrina Agnew (defendida por el
propio vicepresidente de los EE UU durante el mandato de Nixon) denunció el
poder sin control de los medios de comunicación, del que resultaba que unos
pocos periodistas dictaban con su influencia la política de los Estados Unidos.
Hoy
el acento de la crítica se pone en las presiones del mercado y en la
potencialidad perversa de lo grande. Al tiempo que se le exige, a la prensa
escrita principalmente, el máximo rigor científico y moral en su misión de
indagar el porqué de las cosas que suceden y dar luz y guía a las conciencias
en el problemático vivir de cada día.
Admitido
que la libertad de prensa es la pieza clave de todo sistema de libertades,
conviene no olvidar que es de naturaleza inestable y conflictiva. Su cabal
entendimiento incluye la idea de lucha, la voluntad inquebrantable de
conquistarla cada día y restañar sus heridas.
La
mejor defensa de esta libertad reside en el sistema de creencias de la
profesión periodística. Principalmente, en la fortaleza de sus actores: el
periodista y el editor. Necesitamos periodistas comprometidos con el servicio a
la verdad. Que sean cultos, laboriosos, equilibrados para hacer un periodismo a
la altura del tiempo; pero se necesitan también periodistas con los atributos
con que Nietzsche caracteriza al hombre superior: valerosos, despreocupados,
irónicos, violentos para denunciar las fechorías de los poderosos. El Instituto
Internacional de Prensa ya ha creado el título de “Héroe de la Libertad de
Prensa” para premiar a los mejores. Necesitamos empresarios capaces de
arrastrar audiencias y periodistas que sepan llevar bien sus negocios y que, en
caso de conflicto entre el negocio y los deberes informativos, den preferencia
a estos. Ejemplo glorioso es Katharine Graham, la mítica propietaria de The
Washington Post, quien contra toda conveniencia del negocio, apoyó
valerosamente el trabajo de su periódico, en el caso del Watergate, frente al
hombre más poderoso del mundo, el presidente Richard Nixon de los Estados
Unidos, hasta hacerle dimitir.
Aparte
de las circunstancias sociopolíticas, que influyen siempre, y en algunas
ocasiones hasta el límite de anularla, el grado de libertad de prensa y su
calidad dependerán del temple humano y profesional de los periodistas y de sus
editores. Ambos, inseparablemente unidos.
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